Los huesos de Montaigne
Ahora que los bordeleses están atareados en la busca de los restos de Montaigne, lo imagino en su torre, pluma en mano, cavilando sobre él mismo en su esencial desnudez, sin máscaras, contención ni artificio. Casi lo veo en su torre aledaña al castillo familiar, añorando al entrañable Étienne de la Boétie: espejo y complemento de si, de cuyo fallecimiento prematuro nunca se recuperó. Evoco también al padre que vio morir en edad temprana a cinco de sus seis hijas; o al esposo de una mujer piadosa en extremo y al hombre maduro embelesado con la brillantísima Marie Le Jars de Gournay, de cuyo talento y juventud sin duda se enamoró y a quien, al expirar, confió el destino de su obra.
Por sobre sus viajes en la madurez, más allá de los padecimientos físicos y de su habilidad conciliatoria en las confrontaciones políticas y religiosas que asolaban su tierra, veo por sobre todo al hombre en la soledad reflexiva que encumbra su tiempo y la escritura al través de sus páginas. Sin embargo y aunque tanto tuvo en mente la idea de la muerte, no se le ocurrió comentar ni reparar en el añoso y frecuente correo de difuntos y de féretros, en Europa, quizá por tanto jaleo que había a su alrededor entre hugonotes y católicos.
Desde los días de los cruzados era común hacerse de reliquias y, algo peor: decapitar cadáveres y desaparecer las cabezas desprendidas por las causas que fueran, incluida la supuesta “curiosidad científica” de los menos. Inclusive su coetáneo Shakespeare describió a Hamlet con la mano sobre una calavera en el famoso monólogo sobre “ser o no ser”; y empezando con la tantas veces representada cabeza de Juan el Bautista, a los pintores renacentistas les gustaba simbolizar la vanidad, la sabiduría o lo efímero de la vida con testas pulidas bien visibles junto a sus retratados. Si en su memorable retrato san Jerónimo casi habla al través de un cráneo, no podemos pensar en multitud de santos, ermitaños, ascetas y pensadores, como santo Tomás de Aquino, sin la respectiva calavera a su lado o a modo –nunca mejor dicho- de naturaleza muerta.
Y esto viene a cuento porque, al parecer, también Montaigne estaría vinculado a una calavera después de su muerte. A partir de que él mismo recomendara el convento de los Feuillants para “su reposo eterno”, quizá en atención a la férrea religiosidad de su esposa, su féretro fue removido de aquí para allá por causas diversas –incluido un incendio- hasta permanecer, acaso, en un refundido hueco que, desde hace varios meses, no ha dejado de inspirar todo tipo de especulaciones. Sobre creencias fundadas de especialistas urgidos en desentrañar el enigma que lo envuelve, nunca falta la suspicacia o el hallazgo que hace que el destino se imponga, aún tras siglos si no de olvido, al menos de separación entre los vestigios materiales de un creador y la significación de su obra que, casi medio milenio después, continúa arrojando frutos. La señal de tal contribución del Hado se dejó notar, hace meses, detrás de un muro en el sótano del Museo de Aquitania, en Burdeos, en sendos nichos tapiados justo en el helado almacén de piedras medievales.
Ante la inminente posibilidad de abrir el ataúd de madera y un par de objetos más que estuvieron ocultos, Laurent Védrine, director del Museo, publicó que hasta donde han podido asomarse a través de un pequeño agujero, lo que allí sigue sin examinarse con suerte se trata del inventor del ensayo como género literario. Así que, ante la inminente necesidad de identificar el adn y confirmar que sí, algo material hay en nuestros días del hombre que en 59 años de vida, de 1533 a 1592, compartió en su infancia la vida de los campesinos para conocer a profundidad la región y los problemas de su gente; el que, bajo la vigilante tutela paterna se educó según los dictados del mejor humanismo renacentista, y tras conocer los entresijos de la política eligió la libertad para escribir y entregarse al cultivo del pensamiento, estamos cerca de descifrar el final de su historia o, al menos, el contenido de su último mensaje.
Aunque es antigua la sospecha de que los restos del que fuera alcalde de Burdeos se encontraban debajo de la sala donde, en el pasado, se expuso su cenotafio o escultura funeraria, no ha habido evidencias que comprueben su ubicación, salvo que en noviembre pasado vieron el féretro dentro de un sarcófago de plomo, muy deteriorado, y gracias a la introducción de una cámara, también un fémur y un hueso de la pelvis en su interior. Por fuera e intacto, sigue aún a su lado un cilindro metálico alrededor de un botella con un documento en su interior y, en el nicho contiguo, un cráneo y una mandíbula: objetos más que sugerentes que con seguridad tienen mucho qué revelar.
Para agregar algo tétrico a la historia del “Señor de la Montaña”, Michel Eyquem de Montaigne, originario del Castillo de Montaigne, Saint-Michel-de-Montaigne, cerca de Burdeos, fue el residente de la región más connotado desde el siglo XVI y el que reunía antecedentes familiares más contrastantes. No es ningún secreto que su esposa, Françoise de la Chassaigne, quisiera conservar su corazón para lo cual hizo serrar la caja torácica del yacente: dato que servirá para identificarlo dentro de poco, dependiendo del estado de lo que allí encuentren los investigadores.
Montaigne fue y sigue siendo una figura singular, cuya historia fascina especialmente a los escritores. Concentrado en el yo explorador de la existencia, pensó al hombre en sí y en sus vicisitudes desde la observación de sí mismo. Él, que tan cerca estuvo de la muerte tras caer de un caballo y que tanto sufrió el dolor de las pérdidas, especialmente la de su queridísimo amigo Étienne de la Boétie, mantuvo el ojo en alerta sobre la significación de la muerte y el miedo esencial que paraliza a quienes no están preparados para enfrentarla. Que hay que aprender a morir para liberarnos de toda sujeción y obligación y vivir sin ataduras, insistió. Y ya que la muerte nos llega por igual a todos, al menos deseó que lo encontrara plantando sus coles, “despreocupado por la imperfección de jardín”. Aquejado de múltiples males y el de piedra el peor de todos, no se fue como le hubiera gustado. Se llevó en los riñones los minerales que tanto lo hicieron sufrir y que, de seguir intactos, pronto permitirán identificar sus restos, en caso de confirmarse las lucubraciones sobre el hallazgo del Museo.
No deja de ser curioso que en cabeza tan avezada el tema del culto y transporte o el desprecio a los muertos se le escapara, a pesar de que, como asiduo de los clásicos, más de una vez tropezó con relatos funerarios tan fascinantes como el de Heródoto, donde describe que en los banquetes de los principales egipcios se hacía pasar ante los convidados un pequeño ataúd con una estatua de madera tan perfecta “que en el aire y color remeda al vivo un cadáver”. Al enseñarlo a cada uno de los comensales el portador les decía: “¿No lo ves? Mírale bien: come y bebe y huelga ahora, que muerto no has de ser otra cosa que lo que ves.”
Sin embargo, aunque en su tiempo también se desenterrara, movilizara y perseguía hasta la extenuación los restos de viejos difuntos para honrarlos o deshonrarlos, esta peculiar costumbre no tuvo cabida en la amplitud de sus Ensayos. De la mano de los latinos y griegos que gracias a su padre moldearon su espíritu, aprendió a aceptar la inminencia de la muerte no solo porque es inevitable y a todos nos llega por igual, sino porque de suyo inspira el miedo esencial que impide desapegarnos y vivir el tiempo que nos queda.
Dudoso de todo, entre escéptico y pesimista, su urgencia de ser libre y auscultar la verdad lo hizo descreer de religiones, ataduras administrativas y presiones culturales. Y aunque fuera difícil sustraerse de enfrentamientos en plena segunda mitad del siglo XVI, su actitud conciliadora fue un ejemplo inequívoco de equilibrio e inteligencia. Católico él mismo y con dos hermanos protestantes, en su vida convergen los extremos de la Contrarreforma, aunque supo ganarse el respeto y la consideración tanto del católico Enrique III como del protestante Enrique IV. Si no fuera peculiar que por la línea materna proviniera de judeoconversos documentados en la Judería de Calatayud, los aragoneses López de Villanueva, y que tres de ellos fueran quemados por la Inquisición, incluido su bisabuelo Pablo López en 1491 o que su hermana Juana de Montaigne casó con Richard de Lestonnac, nada menos que tío de la santa Juana Lestonnac, Montaigne personificaría, con siglos de anticipación, a los librepensadores franceses que supieron sustraerse de los yugos y prejuicios doctrinarios de su época.
Interesada yo misma en seguir las huellas de mi querido Michel, por casualidad encuentro el dato de que también en la Chartreuse, como él en uno de sus tránsitos, estuvo enterrado Francisco de Goya, muerto en Burdeos, en 1828. Casi un siglo después el memorable pintor español fue trasladado a San Antonio de la Florida de Madrid. Y, ¡oh sorpresa!: al abrir su tumba descubrieron que le faltaba la cabeza: coincidencia que me hace recordar el único relato que he disfrutado de Carlos Fuentes, “Viva mi fama”, incluido en Constancia y otras novelas para vírgenes.
Muchas y muy fascinantes historias pueden escribirse sobre cabezas desmembradas y cuerpos que no cesan de trasladarse u ocultarse, como el reciente removido de Francisco Franco del mausoleo que en su delirio él mismo hizo construir o el caso del poeta amado y asesinado, Federico García Lorca, que por más empeños por lograrlo, él persiste en permanecer oculto, quizá para mayor brillo de su memoria y de sus letras. Si no fueran suficientemente feroces los Tzomplantli o altar precocolombino –en especial de los aztecas- hechos de cráneos decorados quizá de enemigos o sacrificados a sus dioses, la historia europea nos aventajaría con creces en episodios de empalados, decapitados, desmembrados, quemados y desollados, cuyas historias bien valdría la pena rescatar. Ayer, como hoy, la muerte nos recuerda los alcances más oscuros de nuestro espíritu indómito. Por lo pronto, aguardamos con enorme curiosidad las noticias sobre la identidad de los huesos, el cráneo, la botella y un documento que se supone pertenecen a Michel de Montaigne: ¿qué podrán revelarnos más allá de sus páginas?