Los muertos. El otro relato, 1
Tibio aún y casi como dormido, su color fue adquiriendo un tono verdoso hasta que, en cosa de minutos, estaba completamente muerto: un estuche vacío, acartonado, algo que fue alguien. De pronto, nada; un cadáver: apenas una historia en mi cabeza. Hubo sin embargo un instante en que la vida y la muerte colgaban de un hilo. Los dos perros ladraban allá afuera. Ladraban sin cesar en un tono distinto, entre aullido y gruñido. Eran las 6 en punto de la mañana. Estaba oscuro. Hacía rato que yo había llegado al pie de su cama. Me lo quedé mirando sin acercarme de más. Sentía y no sentía: era un vacío peculiar, el que aparece cuando se acaba lo que se acaba. Abultado en su hora, allí tendido, sin continuidad ni futuro, comenzaba a trasmutar en palabras. Palabras pensadas, las mías. Traté de decir algo, lo que fuera en atención a los bardos en que creen los budistas. Bardos o no bardos, sólo advertí que algo pesado llenaba el cuarto que había sido de mis hermanos. Oía mi respiración en medio de la penumbra. Estábamos solos ahí, el difunto y yo. Entre creer que me percibía y saber que no era más que un cuerpo yacente, traté de decir lo que fuera a modo de despedida. Intenté ser amable, pero la sensación de levedad que iba poco a poco ascendiendo desde los pies hasta la cabeza me mantuvo en silencio. Sentí la necesidad de correr las cortinas. La intuición me decía que abriera de par en par la ventana. Todo ocurrió en un segundo: el alborear que atravesaba el fin de la noche, el silenció súbito de los perros, el golpe del amanecer fresco en la cara y un hálito extraño, denso, que salió de la habitación como si en verdad fuera el alma que ya se iba.
Inmóvil, entendí que a mí me reservó el acto último, el tránsito entre dos vidas según el budismo, el de la partida definitiva entre nosotros. El Oriente de siglos cabía en mi mente: sus rituales, sus libros sagrados, su certeza de las transmigraciones, los ritos funerarios, la rueda de la vida, mis lecturas y, otra vez, la figura de los bardos recién rescatada durante la relectura de El libro tibetano de la vida y de la muerte. Horas antes me preguntó ¿qué sigue? “Al menos esto -susurré como si me escuchara-, si yo supiera”.
Noticias así, tan de media noche aunque esperadas, a mi me hacen más lenta: me baño despacio para sentir el agua de punta a punta. Pienso en el fin del relato, en esto y aquello sin importancia. Hablo sola y, mojada, advierto que el agua es vida. Perfumada y peinada, evito el espejo. Mientras envuelta en la bata plancho mi uniforme de funerales, intento echar a andar la memoria, pero lo inmediato está a flor de piel y presiento que debo moverme no se para qué. En situaciones como ésta invariablemente apura la prisa para llegar a hacer nada o sólo para llenar el oído con lugares comunes. Prisa y letargo: todo se junta frente a lo irremisible. En tanto y yo me concentraba en darle salida por la ventana al espíritu del difunto, el más práctico o más sociable telefoneaba en el comedor de la casa para informar a medio mundo -como si les interesara- “que ya había descansado”. A distancia, yo oía y sonreía: ¿descansado? ¡Ni que hubiera sido un trabajador formidable!
De manera espontánea se dividieron en grupos organizadores y organizados. Yo, como siempre, observaba a distancia: soy de las que registran voces, gestos, alguna frase furtiva, miradas que se cruzan o se evitan… En su oportunidad avisaron al médico y a los de la funeraria para realizar los trámites necesarios. El tiempo avanzaba al ritmo en que se va sintiendo la proximidad de la muerte. Vi a dos empleados de rostro siniestro subiendo por la escalera con una bolsa negra de plástico. Entraron al cuarto donde yacía el difunto y cerraron la puerta. A poco salieron cargando el bulto: uno sostenía los pies, el otro la cabeza. Ya con gente que llegaba a puños, al verlo pasar se impuso el silencio. Un silencio largo, de los que calan y hacen sentir, como ninguna otra cosa que “nada se parece a la muerte”.
Nos informaron “que había que preparar el cuerpo”. Cosa curiosa: disfrazarlo para el sepelio e incinerarlo después para sellar el ciclo. Dolientes de primero, segundo, tercer y ningún grado, se reunían en corrillos en tanto y “llegaba” la hora de abrir una sala en la funeraria. Cada uno sabía más del difunto que el otro; cada uno era experto en su biografía. Con la suma de pésames los atributos se iban inventando o multiplicando. Yo agradecía asintiendo. No faltó señalar que hay gente buena para cuidar y otras para curar; que los hay eficientes que se mueven de aquí para allá y en un santiamén resuelven desde el acta de defunción hasta la urna de tal material donde quedarán las cenizas. El registro es puntual hasta en pormenores. Y no se digan las cuestiones de herencia porque las espinas brotan por generación espontánea. Yo fui la encargada de traer al jesuita pues con todos menos conmigo, incluido el difunto, se había disgustado: es difícil conciliar opiniones donde los resentimientos apuntan a rumbos distintos. Además, las cuestiones de fe nunca llegan a ningún acuerdo, menos aún desde que los escándalos sexuales y monetarios salpicaron al Vaticano.
Amigo de los que lo son desde que tenemos memoria, el jesuita y yo sonreímos con la complicidad habitual. “¿Y qué vas a decir en la misa?”, le pregunté. “Ya veré: el Espíritu Santo ilumina cuando más lo necesitamos” -respondió. Sólo se cauteloso con la retórica sobre la Resurrección… -le pedí. Cuando llegó la hora y se situó con sus atavíos frente al féretro, imaginé que se estremecería el ataúd al recibir el agua bendita. Con los ojos bien abiertos y los pensamientos dispuestos, atendí la misa a sabiendas que el jesuita estaba entrenado para salir bien librado. Algo logró, pues ya se sabe que la Iglesia es experta en acudir a generalidades.
Un sollozo grande se dejó oír entre los presentes. Desde luego, no era de ninguno de nosotros. Desde pequeños sabíamos que “en esta familia no se hacen papelitos”. Y, “sin papelitos ni papelazos” cumplimos con lo que había que cumplir. Al final del todo, cada uno se despidió con su carga de episodios negros, recuerdos oscuros y experiencias que de tan disímiles nos hacen pensar que, enfrente del muerto, ninguna historia se parece a la otra.