Malos tiempos, grandes retos
El poder es cosa seria: la mayor de las pasiones. Por él se mata, se está dispuesto a morir o se inventa toda clase de artimañas, incluido el populismo. En cambio la democracia es laxa, inestable, impredecible y acomodaticia. Abierta a todo, inclusive a la improvisación y las aberraciones, no discrimina ignorancia, frivolidad ni afán de espectáculo. Sin embargo y según Popper, no se ha inventado un sistema de gobierno mejor. Consecuencia y espejo de la sociedad, a fin de cuentas la democracia absorbe su carácter, expectativas, miedos y fantasías: de ahí su vulnerabilidad. El resultado de este logro de la civilización está a la vista: ante tantas desigualdades existentes, la suma de excesos mediáticos y emociones populares está revirtiendo las bondades de este régimen de derechos y libertades. En vez de mejorar la política, el efecto de la globalización contribuye a degradarla, también desde las urnas.
El triunfo de Donald Trump es un intimidante ejemplo del peligro –incluido el nuclear- que, en nombre de la democracia, entraña una mala elección partidista en principio y popular en los votos. Pervertida como nunca antes, la política ya no es requisito ni fin para alcanzar el poder. Ahora son el populismo y el modelo económicos que nos determinan. Los procesos electorales no nos libran de errores garrafales ni de elegidos temibles, como éste. Más bien, y contra lo que sería de esperar, se han convertido en un medio para encumbrar a los peores, justo cuando las desigualdades, los problemas y los movimientos migratorios están dividiendo a las sociedades y agravando los conflictos. Se dice que es el riesgo que hay correr a cambio de las bondades de los derechos y libertades, aunque se vote por lo contrario. Lo cierto es que si no se discurren normas para equilibrar, controlar y rectificar las consecuencias de los yerros electorales, lo que nos aguarda en esta etapa que comienza es intolerancia y locura en estado puro.
Que “el más perfecto” modo de elegir gobernantes exige a gritos ajustes, es indudable. Al menos en términos ideales, a los partidos políticos corresponde la responsabilidad de lanzar candidatos confiables o siquiera presentables. La clase política está tan degradada, que cuando el elector llega a las urnas, en el mejor de los casos se topa con Hillary y Trump; en el peor, con López Obrador, Peña Nieto, Calderón, Fox… Y no se diga respecto de Chávez o Maduro en Venezuela, Cristina Fernández en Argentina o la “dinastía” de los sandinistas Ortega en Nicaragua… Está visto que el derecho al voto también abre a lo grande las puertas del infierno.
En fin, que entre la criticable oferta de la gerontocracia estadounidense y el panorama de Venezuela, Nicaragua, Brasil e inclusive España, etc., la democracia contemporánea no está para alabanzas. El populismo sella los malos tiempos y no discrimina discursos. Con sus defecciones históricas, al menos existen instituciones que en algo podrán contener los delirios de Trump en los Estados Unidos, aunque no dejan de ser preocupantes la situación ni la mayoría de republicanos en el Congreso. En nuestra América Latina estamos mucho más desprovistos en todos los aspectos. Los presidentes adquieren poderes tan absolutos que es delgado el hilo que los separa de las dictaduras.
Costosas, cargadas de dirigentes que de menos espantan, las democracias son la pantalla del malestar de la sociedad. Demócratas y republicanos, en los Estados Unidos, deben hacer un examen profundo después de esta lamentable exhibición de errores. En lo que a México respecta, no es más esperanzador el panorama. Sin justicia, sin educación, cercados por pillos y delincuentes, la sociedad mexicana, además de ser víctima de si misma, de su partidocracia y sus infames gobernantes mira el advenimiento de tiempos peores con una mezcla de hilaridad e impotencia.
La era Trump ya comenzó. Sus ramalazos en nuestra economía no tardaron en pegarnos. Lo que sigue va a peor. No podemos quedarnos de brazos cruzados ni responder con memes a la amenaza del infierno. Si nos interesa sobrevivir y ser respetados debemos cambiar radicalmente nuestra actitud. El destino nos ha forzado a romper, de una vez por todas, nuestra humillante supeditación a los Estados Unidos, incluida la psicológica. En medio de los males que nos acechan, quizá esta sea la oportunidad para dar el gran salto y superar el complejo del vencido.