Marguerite Yourcenar: Toda sabiduría es paciencia
Sabía que había que decirlo todo y volverlo revelación; pero como la verdadera escritora que fue, tenía claro que el sí mismo e inclusive el yo de los otros no solo se ocultan y burlan las letras, también están ausentes en el espejo de los días, a pesar de imponerse en la palabra interior. No hay más que seguir las huellas de El laberinto del mundo para confirmar que la casa de la memoria de Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleeneweck de Crayencour, nacida en Bélgica en junio de 1903, era un surtidor de imágenes, sensaciones, ideas, voces, luces y tal cantidad de pequeños y grandes detalles que para completar la compleja versión de quién era en verdad tuvo que remontar la noche de los tiempos, abundar en el riquísimo trasfondo del latín que su padre le enseñó a los diez años de edad, y del griego que por él mismo aprendió a los doce y no parar hasta desentrañar el revés de su orfandad, la aristocracia que contrastó el peculiar espíritu paterno y todo cuanto contempló, experimentó y absorbió en sus apretados 84 años de edad, hasta morir en la isla Mount Desert la noche del 17 de diciembre de 1987.
De niña fue distinta a todas; de joven solo fue fiel a sus propias leyes y a partir de la madurez depuró la poderosa individualidad que fascinó a unos, desconcertó a los más e invariablemente sorprendió al consolidar un modelo y una obra inclasificables. Por eso desconcierta el autorretrato al volverse literatura clásica quizá desde sus primeras páginas que hizo, rehízo y consolidó con una sabiduría traída de lejos: tan lejos como podía llegar un saber delicado y a la vez tajante, como la espada samurai que debe pasar 100 mil veces por el fuego para templarse en la perfección.
Lo aseguró Marguerite de varias maneras y directamente en su misiva a Jeanne Carayon del 3 de junio de 1973: “En materia de vida personal, hay que decirlo todo firmemente y sin equívoco o, por el contrario, no decir nada en absoluto”. Detrás, siempre detrás del intento y aun de la obra consumada, perduraría hasta el final de sus días la dificultad “de delimitar lo que fuimos y la sustancia de que finalmente está hecha el alma”, como bien advirtió Michèle Goslar, su más acuciosa biógrafa y fiel guardiana de su memoria.
Al paso de su lectura descubrí que su imposible propósito de llegar a la raíz del ser tenía una causa entreverada a sus andamiajes intelectuales, a su indeclinable interés por la salud del planeta y a una sensibilidad que la mantenía con los ojos, la mente, los sentidos y el corazón bien abiertos. Era un alma tan vieja, probada y sabia, que en sus varios tránsitos por la rueda de la vida pudo absorber la filosofía del mejor Oriente, lo esencial de Grecia y Roma, la intolerancia europea que cursó del Medioevo al Renacimiento y, en el colmo de su afán de abarcarlo todo, también los problemas esenciales del siglo XX.
Consciente de que nuestros comienzos nunca son libres y de que, contrario a la idea del designio, formamos parte del movimiento incesante que tanto recurra a Heráclito, en su vejez se mostró satisfecha por haber cumplido con lo que el azar o el destino, Dios o el karma le hizo interpretar en pos de un universo mejor. Una de las mentes más lúcidas con las que me he topado en mi culto a los libros, hallazgos y autores en varias lenguas, no bien deslumbraba con una obra monumental cuando aparecía por aquí o por allá algún indicio de la humildad que solo alcanza el verdadero humanista o, en el extremo contrario, la implacable energía que la llevó a enfrentarse con editores, directores de escena y no pocos críticos y académicos. Llenaba a plenitud de concepción de Unamuno de "ser un carácter". De ahí su singularidad: peregrina, extranjera por elección, rebelde no obstante devota de la virtud, enérgica y por consiguiente obstinada, perfeccionista, disciplinada, en posesión de tal claridad que bien pudo significar la lógica, genial y, por encima de todo, apasionada. Pues de qué otra manera, como no fuera la hoguera interior, podría haber abundado en los enigmas del ser sin haberse probado en los furores reservados a los espíritus fuertes. Dejaba entintado el destello casi místico e iluminador que privilegia a quienes perciben y ante todo honran lo sagrado y ni que decir del aliento con que, en prosa o en verso, hacía palpitar no nada más al lector absorbido por sus historias, sino a los personajes que, como le dijera Borges durante su encuentro en la Ginebra que pronto lo vería morir, no saldrían de su laberinto “hasta que hayan salido todos”.
Elevó su genio con el deseo de ser útil a los demás, como dijera de Adriano y Zenón. A fin de cuentas, en eso consiste la misión de ser hombres: en fusionarse a una experiencia vital inconstante, para mejor o para peor, pero sin renunciar a la inteligencia que sustenta la simpatía, esa palabra tan bella que significa “sentir con…”, de donde vienen a gestarse el amor, la bondad y la más genuina solidaridad, sin descontar la que nos compromete con la continuidad del ambiente y el cuidado de todos los seres vivos.
La originalidad de su estilo, que algunos calificaron de frío por no comprender el intenso rigor de sus construcciones secretas, la preservó de identificaciones ociosas y de la infecunda tendencia a ampararse en cofradías, quizá para encubrir la medianía que ahora, más que nunca, impera en un mundo enfermo de sí mismo, uniformizado y ajeno al verdadero síndrome de Ulises, caracterizado por explorar las realidades ocultas entre el inframundo y el cielo.
Cabeza tan sólida solo podía corresponder a una poderosa y solitaria individualidad que, gracias a la magistral traducción de Julio Cortázar, comenzó a iluminar la estrechez excluyente de mi entorno a partir de Las memorias de Adriano: larga y abultada misiva que me enseñó a contemplar y perseguir itinerarios en pos de respuestas, caminos y nuevas dudas que, a fin de cuentas, nos humanizan más y mejor al probarnos en la humildad implícita de las tareas cotidianas: Barrer el umbral, cocinar, hornear el pan y, sin renunciar al poder transformador de la abstracción, abrirse a la riqueza, como lo hiciera Zenón en Opus Nigrum, “de ese ruido del mar que dura desde el comienzo del mundo”.
La genialidad de Marguerite Yourcenar, desde el momento de transformar su nombre, se expresó en las varias maneras de desentrañar una vida, la suya propia, indivisa de historias evocadas y ajenas, mejor si traídas del remoto pasado o del gusto por recobrar “las pequeñas rutinas de una gran civilización”, según anotara sobre una de sus largas estancias en París con Grace Frick, en 1951. Su disciplina augusta, fusionada a la virtus augusta de su memorable Adriano, le mostró el valor de la Patientia que le permitiría crear y recrear bajo la pálida luz de una lámpara en el rincón de su casa por 36 años, rodeada de arces y pinos, pájaros, ardillas y casas diseminadas estratégicamente en la isla de Maine donde los millonarios, desde los días de los Rockefeller, veranean en sus villas.
Además de confirmar su no pertenencia a nada, quizá por haber visto todo y reservar la tristeza para horas fijas, en atención al difícil desapego que parecía contradecir su naturaleza apasionada, en sus envidiables diálogos con Matthieu Galey –Con los ojos abiertos- confirmaría que su ser esencial fluctuaba precisamente entre Adriano y Zenón: dos actitudes, no obstante distintas, idénticas en la certeza de que “el hombre está en el mundo, y también lo está en el resto de la humanidad”.
A Madame, como gustaban llamarla en la antigua granja de 1866, cuyo nombre <<Petit Plaisance>> tomó de los remotos marineros de Champlain, en la isla Mount Desert en el extremo de Nueva Inglaterra, en realidad la acompañó el misterio desde su nacimiento hasta agonizar y morir en el hospital de Bar Harbor, a causa de un derrame cerebral, “con los ojos abiertos como platos”.
Michèle Glosar, en su puntillosa Marguerite Yourcenar. Qué aburrido hubiera sido ser feliz, sintetizó sus leyes para la conducta interior, extraídas de los cuatro votos budistas: “dominar el miedo, aparentar calma, ignorar el ruido, luchar contra el cansancio, aceptar el error, rectificarlo, ser valiente, no tener jamás buena conciencia.” Y, en cuanto a sus proyectos, el cultivo –sin duda cumplido- de las grandes virtudes: “serenidad, coraje, atención, sobriedad, circunspección y la no malignidad. Eso excluye la alegría, pues el mundo es demasiado miserable y excluye también el gozo, <<gran estanque claro en el que abreva el dolor>>”.
Indispensable en mis lecturas y cavilaciones -una fuente clara en la que siempre me renuevo-, en mi libro Mujeres del siglo XX, dediqué un largo capítulo/homenaje a esta escritora sin par que tengo por una de mis guías tutelares. Siempre incompleto y abierto a su sabiduría, ese principio de entendimiento, a través de su obra, es parte de un diálogo que hubiera deseado con ella, más que con ningún otro contemporáneo.