Mariposas negras
Un aleteo seco, como en sordina, anunció su llegada. No quise ver, pero sabía que era ella: terror de mi infancia, herencia materna, anuncio de muerte y augurio nefasto. La miré de reojo. No fuera a ser que, como en la peor de mis pesadillas, viniera a posarse en mi cara. Casi en sigilo retrocedí para que no me notara. E inmóvil, como mejor se enquistan en la memoria las figuras nocturnas, allí estaba: parda, enorme, con las alas extendidas allá arriba, donde ni plumero ni escoba conseguirían alcanzarla. Un temblor cargado de adrenalina ascendió en espiral desde los pies hasta la coronilla. “Debo sacarla”, pensé, pero el pavor me paralizó.
Entregada a mi lucha contra el pasado, me mantuve a resguardo. La mariposa negra era más poderosa que yo y más convincente que la razón o el sentido de realidad: bastaba sentirla para que los recuerdos cobraran vida y me situara en el espacio de las premoniciones insospechadas. Todo empezó cuando una de ellas apareció pegada en la pintura barata que, sin ninguna razón, las mudanzas transportaban de casa en casa, como si de algo de valor se tratara. Aquella “marina” horrenda completaba las historias de la familia y nadie la quiso cuando nos hicimos adultos. De suyo simbolizaba tormentas que atraía o reflejaba su oleaje vertiginoso. El grito de mi madre reveló la gravedad del suceso: alguien cercano y pronto, iba a morir. Lo comprobamos a la mañana siguiente: mi hermanito enfermo, de apenas tres meses de edad, llegó difunto del hospital.
Cumplidos cada uno en su oportunidad, los anuncios adversos antecedieron a la merma de los parientes. Por absurda que se antojara, la superstición se enquistó en mi conciencia. Era inminente que, con cada mariposa furtiva, alguien cercano se iría del mundo. De nada servían los escobazos para ahuyentarla. Tampoco los trapos la espabilaban ni hubo remedio, oración, sahumerio, estrategia o consejo que evitara lo inevitable. En ciclos más largos o más cortos llegaba el insecto odiado a repetir el ritual funerario hasta que un día me atreví a hacer un trato con ella: “tú cesas de anticipar ataúdes en el interior de mi casa y yo te dejo el camino franco para que te poses en libertad al lado de la ventana abierta”. Durante un tiempo desaparecieron difuntos y mariposas negras. Recobré la confianza y volví a ventilar la casa sin padecer el acecho del huésped incómodo.
Era una noche de luna llena, apenas hace unas semanas, cuando advertí que la misma u otra más grande e intimidante reaparecía de la nada. Empavorecida, me atreví a susurrarle: ¡shu, shu… fuera, fuera de aquí! La mariposa siguió sin embargo quieta, adueñada no solo de la pared, también de mis miedos, de mis recuerdos más negros y de la remota voz de mi madre que repetía desde no se dónde aquel desconsuelo hiriente que me dejó en el alma una cicatriz de fuego. Basta de trucos, me dije: esto no tiene sentido. Y me senté frente a ella a observarla como si secretamente aguardara el ring ring del teléfono con el aviso de que alguien insospechado se nos había adelantado.
El insomnio me perturbó entremezclado de pesadillas. Me sentí removida por lutos viejos y penas anticipadas. Decidida a vencer el estigma salté de la cama y busqué una toalla deshilachada. “Te equivocaste de casa”, le dije asestando el primer golpe de trapo. La mariposa aleteó con su ruido en sordina y cambió de lugar. Así una vez y otra vez. Volví a arremeterla, solo para agitarla. Tras un vuelo torpe y en círculos vino posarse en uno de los libreros, donde guardo fotografías. Inhalé y exhalé. “No te detengas”, me dije temblando y sin dejar de ahuyentarla. Encaramada en el escritorio cercano a los anaqueles extendí la tela y con suavidad, lentamente, logré cubrirla en toda su envergadura. En vano luchó batiendo sus alas porque por fin conseguí atraparla mediante varios dobleces. Incapaz de aniquilarla a palos como hubiera deseado, me dirigí al balcón con el envoltorio, no sin antes cerrar la puerta para evitar que me sorprendiera con un giro hacia adentro. Sacudí la toalla y la mariposa negra desapareció de mi vista fusionada a la oscuridad.
Convencida de que al fin había triunfado sobre la superstición y el destino, tiré el trapo en el basurero. No fuera a ser que me pegara la tiña, como los mayores advertían en mi infancia. Me lavé las manos. Me vi al espejo y, en penumbra, algo parecido a una sombra me sorprendió parada a mi lado: “la soledad es aliada del miedo”, susurré. Sin ceder a la tentación del espanto, regresé a dormir plácidamente. Horas después, desde Guadalajara, me telefoneó Olga mi prima: “mi padre ha muerto”, me dijo… Y yo, prendida al recuerdo infantil del día en que creí ver a la bisabuela reflejada en una de las tres lunas del ropero mientras exhalaba su último aliento, también repasé los signos que precedieron un largo listado de despedidas: mi abuelo, mi abuela, mi padre, mi sobrino, mi hermana, mi madre… Y ahora, mi tío.
Al igual que mi hermanito pequeño, de cuyo rostro ni siquiera quedó un retrato, ninguno de mis parientes se fue de este mundo sin que alguna mariposa negra apareciera previamente en mi casa. Pasmada, entendí que lo sobrenatural tiene sus propias leyes y que no hay escoba, consigna ni trapo que le impida al destino determinar el estilo de hacernos saber cómo se habrán de trasmitir sus designios.