Martha Robles

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Meditación sobre la tontería

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Sobre el misterio de los árboles y las flores, cuya belleza sobrepasa nuestra comprensión al ver cómo sus raíces se ramifican en el subsuelo, lo que más me intriga es de lo que es capaz nuestra especie: ruidosa, insaciable, chapucera, imprudente, perversa; pero sobre todo pueril, tonta, injusta, cruel… Tanto frecuenta y se deleita en el lado nefasto que no hay modo de negar que la humanidad sólo se salva y se ha salvado de yerros gracias a  contribuciones y aciertos de los mejores; es decir, avanzamos y sobrevivimos por la minoría. Una y mil veces lo demuestran la historia, la ciencia y las letras: la masa nunca nos ha sacado de apuros. Todo lo contrario: cuando la muchedumbre se junta, lo único sensato es optar por el rumbo opuesto, inclusive en cuestiones políticas. Mientras que el gentío arrolla, vocifera, condena, destruye, mata, se equivoca y sigue a los peores, los menos piensan, trabajan, crean, discurren, ordenan y sortean como pueden el caos y los embates rabiosos de las masas. 

Para no distraernos con el anecdotario brutal de saqueos, “revoluciones”, guerrillas, guillotinas, hogueras, luchas civiles, enfrentamientos políticos, persecuciones y matanza y media, no hay más que meditar sucesos como el ocurrido el  reciente 1 de enero en un templo hindú -el Vaishno Devi-, en la ciudad de Katra, en el norte de la India. En estampida, la gente aplastó a la gente cuando pretendía entrar a donde no cabía. La fórmula es obvia: hay que observar y calcular de antemano porque lo que no fluye se atora. Así de simple. La muchedumbre apelatonada pasaba encima de cuerpos caídos y más y peor trituraba cuanta mayor el ansia de librar el atolladero. En vez de asistir a una ceremonia religiosa de año nuevo, el desquiciamiento masivo dejó dolor, muertos y un montón de heridos. ¿Cuál fue el detonador? Pues lo más común y corriente: el altercado entre unos más vivos que otros, entre los que más empujaban, los que resistían y los que no cedían para no perder su lugar. ¿Cuál lugar? Pues ninguno: así es la irracionalidad. Así se pelea y se arrebata por sinsentidos. Así se fomentan los fanatismos y así, por imitación y “espíritu de la masa”, se encumbra al Fulano de Tal por suponerlo el Guía, el ungido, el elegido… Y vaya que en India, como en tantas sociedades con reminiscencias tribales y/o primitivas, campean los guías, los iluminados, los redentores, profetas, semidioses, avatares, “enviados”…

Aunque muchos templos en India suelen ser amplios y abiertos, también abundan sagrarios estrechos donde no son infrecuentes tales desastres. Pero la vida sigue y todo se repite… Si acaso, queda el registro de las cifras: tantos muertos caídos de los trenes, tantos atrapados en tal o cual hacinamiento, tantos cadáveres en los enfrentamientos de autobuses maltrechos; tantos “accidentados” en caminos que de verdad parecen  diseñados por Medusa; tantos atrapados en casinos, antros, salones y “lugares controlados”… No es que en India exista otra especie, es que son tantos que sirve de catálogo de lo humano, lo infrahumano y lo inaudito que anda repartido por todas partes.

Para quienes hemos estado en ese país durante periodos “suficientes”, el tema de las estampidas letales y acontecimientos insólitos no tiene nada de excepcional. Después de China, India es la región más poblada y contrastante del mundo; la más llena de analfabetos, testarudos, fanáticos y aferrados a prácticas retrógradas, a pesar de que, en contrapunto, matemáticos e ingenieros de excepción proceden de allá, donde lo que menos se espera es que la ciencia, lo bello, lo deslumbrante y la filosofía florezcan de manera excepcional sobre el manto de estiércol y podredumbre acumulada. 

Por sus logros, no es arriesgado creer que el uno es más que todos, especialmente porque cada segundo suceden cosas horribles y/o prodigiosas que, de menos, “nos paran los pelos de punta”. Reconozco que en India aprendí a ver al Hombre. A verlo, lo que se dice enfrentar su misterio, “por hallarse en la mano del Dueño del Cerca y del Junto”, como enseñaban los sabios toltecas.  Rodeada de enigmas, lo lejos me trajo a lo cerca, lo que me rodea y permanece en estas tierras, en el submundo que nada sabe de geografía, de justicia, de culturas ni de patrias o necedades que en vano pretenden clasificar lo inclasificable. Desde la tiniebla descubrí a México y la verdad de México: la costumbre de la bajeza, su apego a la mentira, al desprecio por lo distinto, su necedad, la inclinación a engañar porque sí…  

Entre hedores nauseabundos y escenas que se quedaron tatuadas en mi memoria vi más allá de lo aparente y me pregunté qué hay detrás del “espíritu de la masa” que aquí mismo, frente a nuestra mirada, se niega a romper sus ataduras nefastas; se niega a elevarse por sobre sí misma y acceder a un estado de dignidad.

Tan de cerca y tan frecuentes, las tragedias causadas por la estupidez en estado puro acaban por endurecernos la piel. Al principio la angustia se adueñaba de mis noches ante la pavorosa e insondable realidad concentrada en las niñas: niñas aborrecidas, negociadas, vendidas, esclavizadas, amaridadas. Niñas condenadas a la sujeción desde que son concebidas. Niñas/madres, violadas porque sí, porque es su karma… Niñas/viudas confinadas de manera vitalicia en casas malditas. Niñas, pues, que absorben el drama de todas las niñas de todos los tiempos y de todos los modos discurridos por la barbarie y la estulticia…  ¿Oaxaca? ¿Chiapas? ¿Hidalgo?...

Uno tras otro se sumaban ejemplos tan atroces que me dejaban “lacia”, sin aliento ni esperanza en el dizque homo sapiens, como el del padre que decapitó a su pequeño hijo en un altar consagrado a la diosa Kali, “para que con su sacrificio no le enviara calamidades”.  No ignoro que la mayoría de los estadios en el mundo están equipados con corredores de la muerte: pasillos diseñados para que se aplasten y se maten los aficionados que por cualquier causa se convierten en borregos.  En vez de correr  hacia el espacio abierto, las estampidas pretenden salir por las angosturas del averno, como la más tremenda ocurrida hace unos años en una estación de Bombay donde, con el apuro de llegar a una celebración religiosa, la multitud dejó una siembra de cadáveres. 

Bastante sabemos los mexicanos de lo que es capaz “el espíritu de la masa”. Cada vez que  un año comienza, inevitablemente recuerdo el día en que mi abuelo Emiliano me llevó a ver (de lejos) un desfile en Guadalajara. Sobre la Avenida Vallarta divisamos a la muchedumbre apostada a sendos lados de la calle. Yo era pequeña y él un gigante que me enseñó el vuelo de las cometas. A distancia prudente, sin acercarnos demasiado, me preguntó: ¿Ya viste, niña, a ese gentío? Pues tú para otro lado: apréndelo bien. Y vaya que lo aprendí porque su lección se convirtió en carácter.