Más de esperpentos y tiranos
García Márquez tuvo el acierto de observar que el dictador es el único personaje nuevo que hemos creado en América Latina. Imagino que su siniestra originalidad encarna al esperpento que no deja de cometer bizarrías. Intérprete de sí mismo, ridículo hasta la locura, dota de vida y voz propia a su caricatura. El proceso es igual para todos: en su delirio crea un cerco de aduladores, recompensa de más a las fuerzas armadas y fortalece la propaganda. Hay un momento en que, por sus excesos, borra al hombre y cede el lugar al mito. Ahí cree y hace creer que lo insólito es posible como en toda mitología, con una salvedad: su personaje es lo contrario del héroe y sus acciones el revés de la heroicidad. Fantoche en lo esencial, es el antihéroe que, indotado para las grandes hazañas, saca lo peor de sí mismo y de quienes lo sostienen: de ahí la intensidad de su verdad ficticia, aunque ya se sabe con cuáles resultados.
Con atavíos diferentes, el número de dictadores y tiranuelos supera en nuestras tierras al de los demócratas y a los escasos líderes de digna o regular memoria. Esto es algo para tener en cuenta pues, arrastrada desde el siglo XIX y de manera continua o discontinua, la tendencia a repetir y repetirse revela algo muy grave de estos pueblos que, malogrados por su baja autoestima o su ineptitud para adueñarse de su destino, no dejan de engendrar y reproducir tales monstruos.
Comparto con Carpentier, García Márquez, Roa Bastos, Vargas Llosa y Valle Inclán la fascinación por las biografías y los anecdotarios de esta abultada galería de fantoches y criminales. Cada generación halla cómo encumbrar al “elegido” que habrá de asumir la histórica dualidad amor/odio enquistada en nuestro carácter. Odioso de por sí, el dominador igualmente odia al que lo exhibe o lo cuestiona. Su repudio a lo distinto es correlativo a la certeza de ser aborrecido; y ante la imposibilidad de ser reconocido, intimida y refuerza su arbitrariedad al menos para ser temido. Quizá sea un atavismo, una extraña genética aún sin investigar o un drama social que empeora por la ignorancia y la incivilidad, pero no se puede negar que, aun en el siglo XXI que deseábamos adelantado, los fantoches todavía se reproducen como malas yerbas.
No se por qué este personaje mesiánico, redentor, uniformado o civil, populista e invariablemente peligroso e irrisorio, cifra el santo y seña de nuestra historia política; sin embargo, es imposible negar que existe porque la población se deja engañar y pone su destino en manos de los peores. Los tiranos pueden o no ascender al través de las urnas, pero la debilidad del Estado los hace todopoderosos: más omnipotente y manipulador cuanta mayor la conformidad acrítica: algo parecido al envilecimiento del mítico Fausto tras pactar con el diablo.
Es tan enredada la realidad esperpéntica que solo un puñado de escritores ha conseguido elevarla a literatura. De hecho, entre el Tirano Banderas de Valle Inclán y el insólito Ti Noel de Alejo Carpentier en El reino de este mundo, hay un inmenso hueco que, sin merma de tres o cuatro títulos de otros autores con desigual fortuna y también del siglo pasado, solo La fiesta del Chivo conseguiría encarecer el género al fusionar la ficción con la realidad arrolladora. El logro de Vargas Llosa confirma que si “la realidad supera la ficción” novelarla con buena pluma la enriquece, aclarándola. Lo entendió Marguerite Yourcenar en sus espléndidas Memorias de Adriano porque lo que fuera válido para los griegos o para Shakespeare también lo es para nuestras letras: las obras maestras surgen de lo real y ahí regresan con mayor visibilidad.
Los pueblos subyugados temen, admiran, aborrecen e idolatran en igual proporción a sus opresores. Sin embargo, el “iluminado” siempre aguarda la ocasión de reaparecer con bríos renovados. Al respecto, García Márquez tuvo la agudeza de observar que la gran mayoría de los dictadores latinoamericanos ha muerto en su cama o han sido asesinados por su rivales. Sin importar que los vengadores sean caudillos liberales o cabecillas de guerras civiles, acaban instaurando ellos mismos otras dictaduras, salvo que aún más sanguinarias y crueles. Y no lo dijo el Gabo, acaso por su controversial amistad con Fidel Castro, pero tanto su ejemplo en la “Cuba revolucionaria”, como el de Ortega en la infortunada Nicaragua no solo lo confirman, sino que ponen de manifiesto que, no obstante sus limitaciones, la democracia es el menos malo de todos los modos de gobernar. Por eso debemos insistir en que los pueblos que renuncian a sus derechos están condenados a repetir su infortunio en ciclos de sujeción y liberación.
El esperpento odia a los intelectuales, la crítica, los periodistas, los opositores y a los pensantes. Su esquizofrenia paranoide llega al extremo de hacer hogueras con libros no sin antes fortalecer la propaganda mediante su cohorte de lambiscones: medida de su debilidad. Aunque no hay un perfil del personaje “total”, de preferencia surge del caos, de un medio rural, de pocas o ningunas letras, de asonadas en las que se da a notar o de medios vulnerados. Cultiva el prejuicio del elegido, el redentor o el populista frecuentado en nuestros medios. Encarna la figura del iluminado, como el “filósofo” Doctor Francia que tuvo el arresto de cerrar el Paraguay entero y solo dejar la rendija del correo, “para estar comunicados”. Salvo por la significativa muralla china, esta orden de aislar a hierro y fuego al país se volvería lugar común en Cuba, en Libia, en la Cortina de Hierro o, de manera no menos agresiva, en la actual Corea del Norte, lo que recuerda que no hay diferencias entre derechas e izquierdas porque toda sujeción persigue lo mismo: imponer la ley del uno, del único, del Partido, del caudillo o del líder, según los usos locales.
Con leyes y sanciones a medida, lo primero que destruye el autócrata es el blindaje constitucional para imponer su cerco de “legitimidad”. Entre que va combatiendo “restos del pasado corrupto” y remanentes institucionales, aplica poco a poco o de golpe su compendio de excentricidades bajo la fórmula de una nueva Constitución y otro concepto de “justicia”, con la intervención de “sus incondicionales”. Además del unívoco narcisismo paranoide que los distingue, los fantoches son mentirosos patológicos, padecen una inocultable avidez de poder, son sádicos en mayor o menor grado y desconocen la compasión. No dudan en hacerse con el control de las fuerzas armadas y, con el poder en el puño, arremeten contra los medios de comunicación, la crítica, el pensamiento educado, el orden económico y la “educación” a cambio del “modelo” que no tarda en agravar el atraso.
¿Algo les parece familiar? Ya lo dijo Spinoza, pero su actualidad no deja de ser preocupante: “no reír, no llorar, sino entender.”