México, chivo expiatorio
La figura de un territorio amurallado es tan inconcebible en pleno siglo XXI como la legitimidad de un tiranuelo racista, amigo de la tortura y del terrorismo de Estado, donde se ha consagrado la democracia moderna. Elegir a un patibulario sin escrúpulos, analfabeto en casi todo, aunque particularmente en política, es cuando menos preocupante dentro y fuera del país más celoso de sus derechos y libertades. Con ejemplos oscuros y abundantes de África a Irak, Pakistán o Afganistán…, hasta América Latina, el electorado triunfante debe considerar que se ha igualado con dictadores y combatientes atroces de los derechos humanos.
Llevar a la Casa Blanca a un sociópata digno de figurar en los peores capítulos de la historia del poder, al menos de los tiempos modernos, es sólo el principio: el relato por venir puede preverse en atención a las filias y fobias del único hombre que puede detonar la diabólica arma nuclear que acabaría con la vida en el planeta.
Este punto no puede desatenderse en la crisis que encabeza la mayor preocupación internacional. Donald Trump no es problema exclusivo de los mexicanos. Ave de tempestades, azuza, instiga, da bandazos y desvaría sin ton ni son. Carece de ecuanimidad, equilibrio y sensatez. De no estar donde está, nos tendrían sin cuidado sus defectos y su detestable personalidad. Sin embargo, la irresponsable ceguera de una parte significada de la sociedad estadounidense le entregó el poder de matar, de destruir a capricho y de violentar principios y conquistas que se tenían por sagrados.
Ahora todos vamos en el mismo barco. Y el barco como que zozobra, como que naufraga, como que de repente tiende a irse a pique, pero se empeña en pos de rumbo.
El tema de la expansión del muro, inseparable del odio a los inmigrantes, en realidad ilustra con precisión el retorno de la sociedad cerrada, con todos sus males, que se tenía por superada. Algo similar a una Troya aislada, pagada de sí misma, celosa de sus logros, que acaba auto destruyéndose hasta desaparecer todo vestigio de su gente por considerarse superior y casi divina.
Intolerancia, discriminación, tribalismo, desprecio a lo que no se comprende y sociedad cerrada son una y la misma cosa. Amurallada, incapaz de diferenciar las normas –producto de la civilización-, las leyes naturales y los impulsos del líder elegido, la sociedad amurallada combate la crítica y la prensa, teme a las libertades y padece una esquizofrenia paranoide tan creciente que, en vez discurrir aciertos ordenadores, cede a la tentación del caos hasta que alguien o algo –en el mejor de los casos- consigue frenarlo o abatirlo.
Pónganle la etiqueta que quiera: populista, tiranuelo, sociópata, desquiciado… A fin de cuentas, un solo hombre está generando, a velocidad alarmante, galimatías; puros y muy peligrosos galimatías que no deben dejarnos indiferentes. Lo que sucede ya está más allá de divisiones internas, demócratas o republicanas. Lo de menos sería referirnos a intereses conservadores o liberales. Los yerros procedentes de una infame elección imponen al mundo el dilema de sortear excesos demenciales del ahora más temido mandatario o presionar, mediante alianzas nacionales e internacionales, para que las instituciones estadounidenses comiencen a actuar para frenar esta carrera hacia el infierno.
¿Hasta dónde el pueblo alemán fue cómplice directo de la avanzada criminal de Hitler? ¿Por qué el Holocausto? Por qué el demonio de Stalin reprimió, mató, persiguió, instauró las purgas de triste memoria y se convirtió en el mayor genocida del siglo XX, con la absoluta complicidad silenciosa de los demagogos que gritaban a los cuatro vientos: “¡comunistas del mundo, uníos!” y otros lugares comunes igualmente tramposos alrededor del proletariado? Mientras el ungido, el héroe, el elegido José Stalin dejaba un saldo de millones de muertos, los honorables simpatizantes del comunismo mexicano enseñaban en la UNAM “que había que pagar algunos costes por el triunfo del marxismo…” ¡Ah!, pues sólo que sea por eso, ¿verdad? ¡Inaudito!
Derechas, izquierdas, comunismo, capitalismo salvaje, neoliberalismo… Nombres, adjetivos, facciones, clubes más o menos transitorios, excusas para encubrir la irracionalidad, la indecencia, la complicidad irresponsable. La historia: ahí está todo, pero hay que conocerla, estudiarla, pensarla. Lo importante es plantearse lo fundamental: ¿Hasta dónde hacer la vista gorda ante el imperio que borra fronteras entre el poder de la locura y la locura del poder? ¿Hasta dónde dejar ser, dejar hacer, aunque en ello se comprometan derechos esenciales y el principio mismo de humanidad?
Las instituciones estadounidenses, admirables no obstante sus grandes errores y en muchos aspectos muy, pero muy superiores a las existentes en las democracias débiles, en ciernes, expuestas al imperio de la corrupción y de poco fiar (como las nuestras), pueden y deben echar mano de sus nada desdeñables recursos constitucionales. Por dentro y desde afuera se debe poner un alto a la creciente desmesura de quien, en su delirio y con su tribu, está tratando de regresar a los Estados Unidos y al mundo a situaciones nefastas de la historia. No olvidar que lo semejante atrae a lo semejante. Pienso, con sus respectivas peculiaridades, en el fascismo de Mussolini, el nazismo alemán y las masas saludando a Hitler; luego, el estalinismo y finalmente la Guerra Fría. Pienso en el tránsito de la Cortina de Hierro al Muro del Nopal, de los campos de exterminio a las ahora propuestas cárceles especiales para torturar y practicar horror y medio hasta límites infrahumanos. Pienso en Trump, en su gabinete y en sus simpatizantes e, inevitablemente, lo peor del pasado se me viene encima.
Como cualquier opresor, aborrece los derechos humanos, el cuidado del medio ambiente, la justicia, a las mujeres (¡todas putas!) y, de antemano, cualquier principio moral. Imposible prescindir de un chivo expiatorio, responsable de padecimientos, engaños, desgracias y de todos los males económicos, raciales, legales y laborales que lastiman a su “pueblo elegido”. Los cristianos eran culpables en la Roma pagana de epidemias, temblores, inundaciones o sequías… Burgueses y aristócratas fueron los chivos expiatorios de la Francia revolucionaria y los judíos eran “culpables” de todo, hasta convertirse en víctimas de lo que todos sabemos.
Violadores, criminales, sinvergüenzas, embusteros y abusivos saqueadores de las fuentes de trabajo de y para los estadounidenses, a los mexicanos toca el turno de ser el chivo expiatorio: fenómeno examinado brillantemente por León Poliakov, quizá el más destacado estudioso del racismo, el antisemitismo y el compendio de elementos que intervienen en episodios históricos de intolerancia. Como éste que nos ha puesto en la mira de otro odiador infatigable, se repiten fatalmente las coincidencias: Trump se cree instrumento casi mítico, casi divino, de la Troya rediviva que pretende florecer amurallada, encerrada en sí misma. La figura de los cercos fronterizos entraña el prejuicio de que cualquier cambio o fisura permite la degeneración, el acceso del mal, la corrupción y la decadencia, propios del carácter del vecino/enemigo abominado.
No podemos evitar la condición asignada: somos ya y seremos hasta donde nuestras posibilidades (que son escasas) lo permitan, los chivos expiatorios de la era de Donald Trump. A diferencia de tantísimos episodios tremendos del pasado, a nuestro favor tenemos las lecciones de la historia; en contra, en cambio, una lastimosa ineptitud con ignorancia, la sociedad desarticulada, corrupción hasta en las orejas e instituciones tan pobres como nuestra Constitución sobre parchada.
El despertar de la conciencia, no obstante, hace milagros. Y las crisis, a querer o no, fuerzan las grandes decisiones. Eso es lo que hay que creer. Creer que debemos y podemos cambiar el imperio de la fatalidad. No hacerlo significa ceder el mando a Tánatos, la personificación de la muerte.