Ni los dictadores son lo que eran
Los dictadores provienen en mayoría de bajos fondos; esencialmente mediocres, bandas, insignias, uniformes y sus delirios aportan la hechiza monumentalidad que contrasta su pasado y la permanente búsqueda de identidad. Una cosa es cierta para todos: ninguno sabe a las claras quién es. Gastan sus años en la dura tarea de forjarse un rostro, una historia y un modo de ser. Se engendren en África, Europa, Asia, América o el Caribe, acaban balanceándose entre lo cómico y lo grotesco. Sin menospreciar el rico semillero africano, pródigo en engendros y crueldades inauditos, las referencias modernas son a cual más de espeluznantes y ridículas: de Santa Anna a Hitler, Mussolini, Stalin y los Ceausescu; del Doctor Francia a Duvalier a Pérez Jiménez y Juan Vicente Gómez; de Castro a Videla a Trujillo, a Noriega, Pinochet, Chávez, Ortega, Maduro... Podemos llenar páginas con listas de nombres, estilos y atrocidades, con una salvedad: ninguno se ha librado de la tentación del fantoche que los hizo tan peculiares hasta fechas recientes. Más esperpéntico y terrible cuanto más atrasada es la población y proclive a anteponer el pensamiento mágico a la responsabilidad ciudadana, el déspota capitaliza la debilidad de quienes lo afirman. Sus excesos bizarros, su crueldad y el efecto deshumanizante del poder absoluto los hace tan ficticios y a la vez tan reales que el resultado supera no solo a la contradictoria capacidad de idolatría de las masas, sino la imaginación literaria.
Lo más difícil de describir es el punto crucial en que el dictador esclaviza al personaje y el personaje ya no halla cómo avanzar. Daniel Ortega por un lado y Nicolás Maduro por otro, exhiben la enredada mezcla de instinto animal y argucia del desesperado. Cada uno a su manera, los dos agravan su presencia en el poder al ritmo en que se complica el repudio popular. Éste y no otro es el espectáculo de la fiera atrapada en su laberinto. Día con día arrastran, con torpeza complicada por su rusticidad, el estigma de los gorilatos más burdos, aunque conserven la pretensión de gobernar gracias a sus vínculos con delincuentes relacionados con las drogas y/o el mercado de armas. Estos son poderes reales que, encima del poder aparente, manipulan a gobernantes espurios para actuar y extenderse. Aferrados como fiera herida a la trampa creada por ellos mismos, los dos sobrevivientes del pasado otean, espían, vociferan, amenazan y pegan mediante la mano de sus validos. En tanto y continúen sostenidos por sus codependientes, ni van a ceder a la presión exterior ni a reducir el impulso de perseguir, acosar y matar a sus detractores para no ser detenidos ni asesinados por los “enemigos” y “envidiosos de sus logros”.
La tensión entre el miedo a ser derrocados, exiliados o liquidados y la fantasía de permanecer triunfantes hasta morir de viejos y desgastados, como Juan Vicente Gómez o Fidel Castro, es adrenalina pura que impide cerrar el ciclo de las dictaduras feudales en el subdesarrollo. Éstas siguen y seguirán adaptándose al signo de los cambios, no únicamente por sí mismas, sino gracias a la compleja intervención de los poderes no institucionalizados. Tal magia del horror hace que todo escritor, siquiera una vez en su vida, sienta la tentación de atreverse con el misterio y la intuición del poder: uno de los más difíciles retos de las letras de todos los tiempos. La causa, siempre sin resolver, es una sola: el poder y con mayor razón el poder absoluto, compendia y dispara lo mejor, lo peor y lo más bajo del ser humano. En él se concentra la inagotable pasión dirigida de ser algo o alguien sometiendo y/o gobernando a los demás y por él, desde su afán de adueñarse de la vida y el destino de los pueblos, se opacan suertes y asuntos tan codiciados en la escritura como la belleza, la juventud, la valentía, la fortuna el talento o el amor.
Mientras que unos arrastran un oscuro origen social o militar y otros sueñan la unidad de todos los mandos, los tiranos convencionales ajustan normas e instituciones a su caprichoso estilo de gobernar. La pregunta, sin embargo, es la misma para todos los tiempos: ¿Por qué los pueblos los siguen, encumbran y mantienen en el poder hasta que su frustración o el derrumbe de intereses que los sustenta marca la mala hora? Cuando cambia el cursor que mueve a las masas, se modifica por necesidad el orden de sus consignas. La historia demuestra que nada, nunca y en tratándose de cuestiones sociopolíticas, aparece como brote espontáneo. Vaya, ni siquiera las plagas o las epidemias aparecen sin causa, como sacadas de la nada. Así, los ayer entusiastas que aclamaron a sus verdugos se vuelven justicieros que perpetúan la sucesión de redentores y vivales que habrán de sacarlos de su postración desgraciada.
Los ciclos son redondos, pero cada vez más enredados. Con más o menos modalidades circunstanciales, tienden a repetirse cuando no se corrigen desde la raíz. Y es que la gente no entiende que lo único que salva de sí mismos y de su atroz ignorancia a los hombres es la cultura: cultura ética y política, espíritu civilizador, trabajo organizado, equidad y justicia social e instituciones democráticas exitosas para impedir la concentración criminalizada de los poderes.
Ni las avezadas plumas de Suetonio, Plutarco o Shakespeare, por citar a los clásicos, revelan el secreto mejor guardado de la psicología de las masas y su fascinación por los tiranos. Sabemos que la muchedumbre es el más eficaz antídoto contra el talento, la individualidad y el cultivo de lo mejor de nuestra naturaleza; también, que el anonimato de los aglutinados alrededor del “guía” fertiliza la cobardía y es fuente imparable de atrocidades. Por las evidencias del lado oscuro de nuestra especie, la democracia de número, montada sobre la fragilidad del Estado, ha parecido tan arriesgada a los seres pensantes que aún integran la minoría más perseguida.
Civiles y uniformados se han hecho del poder absoluto en situaciones de fragilidad del Estado. Hay un amplio número de ocasiones favorables al establecimiento de autocracias: el estallido de una guerra civil, un golpe de Estado, procesos electorales pobres o pobreza de planes efectivos de desarrollo y soluciones para equilibrar presiones populares. La desigualdad extrema y el incremento proporcionalmente adverso de la población, son el mejor vientre de los redentores. La ideología –o en su defecto el mesianismo- es fachada del populista que, animado por los aplausos colectivos, trasmuta en la mezcla moderna de señor feudal, patriarca y tirano cómplice del atraso que, a tono con la geografía, ha mantenido viva y diversa la cultura del gorilato, ya fortalecida por la delincuencia organizada.
Hasta el ascenso de las narcomafias y de su ágil infiltración tanto en la burocracia como en lo más estratégico y vulnerable de la sociedad, los autócratas se afianzaban gracias, en primer término, a sus lucrativas alianzas con grupos del ejército, el clero y algunas empresas. En el siglo XXI han cambiado las condiciones nacionales e internacionales de la complicidad, porque cada vez son más complejos los intereses interdependientes que trazan, a su vez, el carácter del Estado. La prueba del embrollo global que afecta a los países atrasados la ofrecen los dos brazos más dinámicos en los sistemas del dominio: el monetarismo apoyado en su complementaria economía del mercado y la red, extendida e incontrolada, del crimen organizado.
Tras los fantoches que asoman la cara y asumen su mesianismo triunfalista hay una apretada estructura que sostiene el edificio del poder. Bajo su aparente, vil y caprichosa autocracia perviven las honduras más turbias de los pueblos. De ahí, de los bajos fondos, se nutre el crimen organizado y, en atención a las jerarquías, éste distribuye los beneficios de la ilegalidad en comandita. Esta telaraña tan exactamente descrita por la palabra web, en inglés, ilustra el tejido minucioso de los tiranos que siguen aclamados en nuestras tierras. Inclusive se extienden por los principales focos económicos del planeta con tal astucia que hemos caído en el complejísimo punto en que no solamente los pueblos engendran monstruos para que los maltraten, también las economías mundializadas contribuyen a mantenerlos o quitarlos, según los indicadores caprichosos del neoliberalismo.
García Márquez solía afirmar que el dictador “es el único personaje mitológico que ha producido la América Latina”. Quizá tal pensamiento mágico quepa en el contexto de los esperpentos recreados por algunos miembros del Boom, entre los que destacan los personajes de El reino de este mundo, El recurso del método, Yo, el supremo… Toda la maldad cupo en la fiesta del Chivo y ni qué dudar respecto del delirante universo de El otoño de patriarca, cuyo exceso lingüístico y tropical deja al lector completamente exhausto. No veo, sin embargo, ninguna posibilidad de relacionar el pensamiento mítico trasladado a veces y con desigual fortuna a las letras con cualquier personaje de la mitología. A nuestra peor realidad debemos la tribu de figuras que, entre grotescas y cómicas, ni inspiran la imaginación popular ni dejan tras de sí hazañas de digna memoria.
Lo que es cierto es que la tentación del poder, en vez de cerrar ciclos que avergüenzan, abren con eficacia posibilidades de dominio cada vez más complejas, como demuestran tiranos tan amarrados a los poderes oscuros como Maduro y Ortega. Y es que, al parecer, pasaron los días en que un Golpe de Estado, un estallido civil o un desacuerdo entre liderazgos eliminaba con relativa facilidad al tirano mientras, en el horno nacional e internacional, ya se cocinaba un sustituto igualmente abominable.
La proliferación de malos gobiernos, gobernantes espurios y fracasos políticos es más frecuente y peligrosa en la actualidad. El declive de la civilización no es privativo de la “América tropical”, sede que fuera del realismo mágico. El espectáculo presidido por sujetos de la talla de Trump, Putin, Kim Jon Un, Hasán Rohaní y de tantísimos más tiene lo suyo, y no es por cierto de desdeñar. El mundo debe modificarse desde su núcleo esencial: el hombre mismo. Ésta es una era horrenda, colmada de impulsos de muerte, de odio al medio ambiente, de violencia y estupidez moral. Nadie puede sustraerse de la responsabilidad de asumir una actitud en favor de la vida y de respeto por su conservación. Venezuela, Nicaragua, México… Todo está unido a todo y ya no es hora de voltear para otro lado.