Pablo Neruda
Cantaba al amor como atesoraba trebejos y libros viejos. Lo habitaba un ritmo que en vano se ha querido imitar. Bromeaba con las palabras, sin renunciar a su melancolía. Creyó en la literatura comprometida y cedió a la tentación ideológica. Fue chileno y de nuestra América; un comunista empecinado en ajustar versos a torceduras políticas que no lo favorecían. No me extrañó escuchar que, desde las profundidades del sueño y víctima de la pena mayor de su vida, su corazón reventó en la tarde del 23 de septiembre de 1973: doce días después del golpe de Estado de Augusto Pinochet contra Salvador Allende.
Transcurrieron sus últimos días en estado febril, acaso envenenado por el enemigo. Chile era un hervidero de persecución e incertidumbre. Su cuerpo cedía al llamado de la tristeza. Cada noticia sobre las atrocidades de Pinochet lo empinaba a la muerte. Aún así, consciente de que los sucesos destrozaban su cuerpo y su espíritu, Neruda preguntaba, escuchaba la radio, repasaba los desajustes políticos y lloraba los saldos de sangre y escarnio desperdigados por los golpistas. Lloraba también al amigo muerto durante el asalto al Palacio de La Moneda. Lloraba la traición y a su gente. Sabía que lo sucedido significaba un atraso insalvable. Y desde el abismo previsto ante la bancarrota empujada por los Estados Unidos, adivinaba el final de una historia que declinaba a la par de la suya.
Apresurado, gastó sus horas restantes dictando a su amada Matilde Urrutia su último testimonio: “Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo [...] Las obras y los hechos de Allende, de imborrable valor nacional, enfurecieron a los enemigos de nuestra liberación [...] Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende...” Lo que siguió anticipaba sus funerales: el allanamiento militar de su refugio marino. La humillación decisiva, el golpe al poeta sumado al Golpe: una batalla de símbolos. Reinaba a su alrededor el nerviosismo doméstico que abatió a su Isla Negra, de la misma manera que arrasó días después con su casa y sus bienes en la ciudad de Santiago. Luego, acoso y toque de queda.
Con la de Chile se precipitó su agonía. Entre la presión internacional y las dificultades interpuestas por los leales a Pinochet, no pudo ser más tortuoso su traslado a la clínica Santa María de Santiago, donde a poco habría de morir. Agónico, tuvo que sortear amenazas y retenes en el trayecto. Imperaba en las calles la desesperación, el silencio, la tortura... Desaparecían los niños de parturientas detenidas y los hijos pequeños de sindicalistas, trabajadores y de cientos de parejas abatidas con furia por sus ideas. El país era cifra de sufrimiento.
De tan insólitos, los trámites funerarios parecen irreales: al trasladar el cadáver desde el hospital por la calle Manzur, en dirección a su casa para velarlo, se pinchó una llanta de la carroza. Los soldados se adelantaron y todo estaba saqueado. Llovía por dentro y por fuera mientras el ataúd vacilaba entre charcos, vidrios y cosas rotas. Cercados por carabineros y metralletas, los dolientes se sentían desolados. Aparecieron algunos amigos; periodistas de todas partes, una silla para Matilde, prestada por la vecina... Así transcurrió una noche fría alrededor del féretro. A la mañana siguiente, no faltaron percances: uno de los cargadores del ataúd cayó al agua al pasar el puente sobre un canal. A pie, la marcha fúnebre crecía al paso de calles donde se respiraba el peligro. La muchedumbre desafiaba los riesgos. Se multiplican las flores y, a pesar de la abundancia de militares, se dejaron oír las voces de despedida: “Pablo Neruda, presente, ahora y siempre.”
La pena, la rebeldía reprimida y la congoja en los rostros se congregaron en aquel cementerio erizado de uniformados que no vigilaban el funeral de un poeta, sino el signo siempre temido de la palabra. Por el cerro de San Cristóbal, otro admirador espontáneo se atrevió a gritar “arriba los pobres del mundo”. Y coreaba la muchedumbre desafiando a las armas. Los dolientes, propios y extraños, cerraron filas frente a la cripta y escucharon discursos. Mientras tanto, las dificultades se entremezclaban al absurdo de nuestra América y a la natural suspicacia: “Se olvidaron de cavar el hueco, señora -le dijo el enterrador a la viuda-; pero mañana se hará...” Y lo que se hizo durante horas ganadas al caos fue esperar ladrillos, cemento y arena. No estaban las cosas para confiar el destino del muerto a la promesa del sepulturero.
"Es un entierro erizado de fusiles y ametralladoras", escribió en sus memorias Matilde, tiempo después. "El pueblo sabe qué significa ese despliegue, ya han caído tantos, hay tanta sangre en las calles de Chile, y por esto es doblemente emocionante el valor de este pueblo que va gritando: “Pablo Neruda, presente, ahora y siempre”. Quedó por fin enterrado en el Cementerio de Santiago de la calle México. Otra víctima del sangriento golpe que mutiló y continuó mutilando vidas, ideales, conquistas y libertades. Allí concluyó su obra, un sueño de justicia social, la esperanza que él encarnó para todos los hombres, su canción desesperada. El desfile se dispersó. El clima era adverso. La prensa del mundo publicó pormenores de sus últimas horas; pero Pinochet y sus huestes, amparados por la influyente intervención de Kissinger, no desdeñaron descargas de odio para desaparecer del país hasta la última huella de discrepancia.
Casi veinte años después, los restos de Neruda regresaron a su Isla entrañable para reunirse con los de su amada Matilde. Polvo y huesos, su memoria y el símbolo volvieron a la casa de las caracolas, al refugio que compró con el Premio Nobel. Regresó Neruda al pueblo de bordadoras y lavanderas nocturnas, a su playa del Pacífico, donde fantaseaba “robinsonadas”. Extraño lugar: mezcla de casa e ilusión de navío, convertido ahora en Fundación que lleva su nombre y museo. Entre salones, “camarotes”, corredores tortuosos y nichos sin lógica, están sus colecciones insólitas. Neruda atesoraba mascarones de proa, botellas de todas formas, colores, antigüedad y tamaños; tarros de cerveza, frases enmarcadas, piedras y mariposas, dioses de madera o barro y figuras consagradas por su devoción a los objetos. Abigarrados, pasillos y cuartos reflejan sus identidad: barcos envasados, puertas estrechas, libros, vestigios marinos, estampas, esculturas... Lo que por estar en la Isla Negra pudo preservarse de la mano criminal de un Pinochet que conseguiría burlar la justicia, pero no la denuncia tardía de su feroz gorilato.
A Neruda le dio por fusionar fantasías a su arquitectura interior. Coleccionaba trebejos con falsa vocación de anticuario, y le daba por construir espacios cada vez más bajos, estrechos y alargados, para que nadie dudara de que era en verdad capitán de su barco imaginario. Un barco de leños y ladrillos; sin proa ni popa, inconcluso en los extremos y a la espera de nuevas ocurrencias. Un barco de poeta con nostalgia de ave. Nunca una casa fue a una obra lo que Isla Negra al escritor Neruda. No un lugar para vivir cómodamente ni tampoco su definitiva residencia, sino uno de los huecos relevantes de su historia. En ella construyó su metáfora biográfica. Allí congregó indicios de su infancia inacabada. No Isla, sino solar con añoranza de montaña eternamente bañada por las olas; de Negra tiene esta casa misteriosa lo que el poeta de marino verdadero, pero allí se congregaron los nombres como en la memoria los signos. Discurrió pasadizos para bogar entre objetos y recuerdos de sus viajes. Dispuso su lecho en lo más alto de su buque en tierra, asentado frente al mar sobre la roca. Ese fue Neruda, el poeta que buscó la luz de Chile en el incesante palpitar del agua.
Practicaba su índole viajera sin soltarse del "pecho polvoriento" de su patria. De su Temuco natal dijo que las tablas en las casas tenían olor de bosque, que estaban cargadas de alimañas y allí soplaba el viento helado, al través de los tejados. Desde entonces, desde que respirara en la cuna el vaho de la resina y lo atrajeran el rumor de la hojarasca y tallas de sirenas, su amor se hizo maderero. Fue leñoso, húmedo y mecido por el viento, como su tierra temblorosa. Igual al chirriar invernal de las ventanas. Fue tan rezumante como las goteras que abundaban en su casa; y tan intenso como la humildad ubicua de su infancia, hecha de harina y largos trenes. Su vida quedaría tejida con gemidos tan delgados como la luz de las linternas, igual a sus sueños fulgurantes o como su fábula del mundo en Isla Negra.
Mástil solitario, fuego arrollador y árbol de raíz profunda, Neruda fue isla consagrada en el corazón de la poesía. Soliloquio erizado de pasiones, oda elemental, siempre luz entre las sombras. Su canto es noche errante, secreto albor, sonriente a veces y desmesurado siempre, igual que la expresión de sus amores e infortunadas debilidades comunistas. Poeta siempre. Siempre voz y canto puro. Amaba las palabras. No que confundiera política y poesía, sino que un día, quizá sin darse cuenta, se apropió de su alma una conciencia de humanidad desgarradora que lo hacía beligerante, lo exiliaba de sus signos y a veces lo apartaba de su vena más legítima.
Desafinan sus versos comunistas. La ideología castigaría sus versos. Cuando dejaba atrás la insurrección forzada surgían su levedad, la fuerza de la vida o el vino fuerte del minero que llevaba en la punta de su lengua. Por poeta y su unívoca moral, lo mató la muerte desatada en Chile. Lo mató el acoso, la sombra del fascismo que se adueñaba de todos los espíritus para dejar a cambio una lista de atrocidades inauditas. Matilde, la inseparable Matilde que habría de amortajarlo, vigiló el cauce editorial de sus memorias. Al evocarlo insistió en que Neruda seguía las noticias del golpe "como puñales que se adentraban en su carne”.
Con el corazón enfermo, tocado por la Parca y según sabemos también envenenado, se mantuvo vigilante. Enlistaba con tristeza los signos de la sangre derramada en Chile. Inundada, saqueada e incendiada, las noticias recibidas de su casa de Santiago integraron otro símbolo que lo jalaba hacia la tumba. Que no se iría de Chile, a pesar de los apoyos diplomáticos, ni se llevaría sus libros en el avión ofrecido por el entonces Presidente Luis Echeverría. La Embajada mexicana hizo lo imposible para salvarlo de la inminente persecución de Pinochet, pero decidió quedarse en Isla Negra. Así acabó: un visionario quebrado de dolor, un hombre rendido a las ilimitadas posibilidades del poder. Dictó las frases que rápidamente lo mataban. Sabía que eran voces de moribundo y que sus palabras fusionaban los destinos del poeta y del hombre inseparable de los asuntos de su tiempo.
"Están matando gente -le dijo entre jadeos a Matilde-, entregan cadáveres despedazados. La morgue está llena de muertos, la gente está afuera por cientos, reclamando cadáveres. ¿Usted (siempre la llamó de usted, amorosa distinción que él gustaba enfatizar) no sabía lo que le pasó a Víctor Jara? Es uno de los despedazados, le destrozaron sus manos... ¡Oh, Dios mío! Si esto es como matar un ruiseñor, y dicen que él cantaba y cantaba, y que esto los enardecía…"
Inmovilizado en su cama, se quedaba mirando las olas por el ventanal, donde lloraba en silencio. Matilde sabía que la muerte se lo llevaba, que el sufrimiento se lo llevaba, el dolor lo mataba. El cuerpo ametrallado de su amigo, el Presidente Allende, anticipó sus funerales proscritos. Lo sobrevivió doce días. A los dos los mató el odio, la dictadura.
Versos, agua, objetos: cuanto tocaba quedaba convertido en bosque. Un bosque de mascarones, conchas y pequeños puertos. No distinguía entre labios y raíces; ni en estaciones de su vida pudo separar la poesía de la política. Aun el agua que bañaba su Isla Negra quedaría tocada por la vieja edad de la neblina y su expectación del nuevo día. Ese era Neruda: un navegante en tierra; un poeta, quizá el más grande que haya dado nuestra América.
Lo mejor perduraría en la señal que para siempre lo acompañó juntó a su cama. Indicio de su infancia inacabada: un borrego de tres patas, apenas más grande que un antebrazo, juguete abandonado que en cierta Navidad un operario descubrió entre los tablones de su casa a medio construir. Era el borrego que el poeta abrazaba cuando se abrían las goteras y dejaban pasar al viento del polo sureño que resoplaba durante heladas noches oscuras. Pasó el tiempo, se sumaron los muertos, las heridas y las penas. Cayó Pinochet. Chile recobró la democracia. Neruda, en cambio, perduró como el olor del mar: expansivo, inacabable, como el aire que aún lo escucha o que lo toca.