Parejas extraordinarias. Will y Ariel Durant
La pasión de saber los mantuvo unidos durante casi siete décadas. La edad, sus respectivos referentes culturales y familiares y aun la vitalidad que Ida llevaba como divisa en su nombre, parecían inconciliables: ella, Chaya/Ida Kaufman, inmigrante judía-ucraniana, llegó a Nueva York por la Isla Ellis con su madre y hermanos con tres añitos, en 1901. Desde entonces su única y amada patria, en la “tierra prometida” se aplicó a superar los saldos del confinamiento familiar en un ghetto ruso. Aunque la condición femenina fuera tan adversa como la pobreza entre inmigrantes en los Estados Unidos, nunca se consideró incapaz de realizar grandes empresas. Vivísima, decidida y dueña de un gran carácter, no tardó en encontrar el modo de sortear obstáculos. Así, al iniciar su adolescencia, fue a parar a la escuela donde Will, entonces candidato al doctorado en filosofía por Columbia, se inauguraba como maestro para pagar sus estudios. Al parecer, ella planeaba convertirse en secretaria: prácticamente lo único de esperar en una mujer sin apoyo económico.
El encuentro, para ambos, fue el rayo. Precisamente en la Ferrer School, afamada por su ideología anarquista, comienza la historia de la pareja. Ella, niña aún en 1913, no desperdició un segundo para demostrar que “el amor es la cosa más práctica del mundo”. Y vaya si lo fue para ambos, pues a partir de que contrajeron matrimonio en una pequeñísima ceremonia civil, a la que la quinceañera llegó en patines para apurar el paso, emprendieron una hazaña intelectual aún insuperada. Mezcla de amor, afinidad, crecimiento interior y disciplina, cabe decir que su tarea conjunta nunca fue interrumpida a pesar de que –ya renombrada Ariel- Ida se convirtió dos veces en madre a esa temprana edad.
Vale aclarar que William James Durant, nacido en Massachusetts en 1885, pertenecía a una de las familias franco-canadienses católicas que emigraron de Quebec hacia los Estados Unidos. No obstante las diferencias que anticipaban un fin nefasto, el destino les deparó la gracia de los amores fecundos. Así consta en A Dual Autobiography (1977): testimonio de celebración a la vida sembrado de anécdotas, recuerdos y reflexiones, que demuestra que relatadas con buena pluma, biografías como ésta, llenas de miga, ensombrecen a las novelas.
He conocido parejas de intelectuales y testimonios de rivalidades, celos, violencia, agresiones, envidia o la tendencia del hombre a aplastar, ocultar, menospreciar, vulnerar o aniquilar a la mujer. En cambio es rareza encontrar ejemplos similares al de Will y Ariel Durant. A vuela pluma se me ocurre Joseph Campbell, el sabio mitólogo y autor de la frase “persigue la felicidad”, y su esposa durante más de cuarenta años, la bailarina y coreógrafa Jean Erdman. Sin embargo de preferencia es tortuoso, conflictivo o "peculiar" el desfile de uniones entre escritores. Así Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, Sofie y León Tolstoi, Elena Garro y Octavio Paz..., La lista en todas las lenguas es enorme y sugestiva; tanto, que para bien o para mal no dejan de ser aleccionadoras sus biografías sobre el arte o la desgracia de convivir largo tiempo. Lo frecuente son las historias difíciles e intimidades malogradas que abultarían volúmenes de infiernos conyugales. Quizá por eso me interesé tanto en esta pareja peculiar.
Desde que comencé a leerlos, hace décadas, me apliqué a investigar cómo eran sus días más allá de lo aparente. En general me topaba con lo mismo: cuidaban su tiempo, su trabajo y su intimidad familiar. Los Durant eludían entrevistas y publicidad hasta lo posible, agradecían con discreción premios y distinciones y abominaban de camarillas, “clubes de elogios mutuos” y del sinnúmero de recursos triviales, frecuentados por escritores y artistas para satisfacer ilusoriamente su apetito (o más bien fantasía) de notoriedad.
El caso es que tanto su historia como la mutua compenetración reflejada en sus libros me llevaron a pensar que quizá, como escribiera Rainer María Rilke, “el amor consiste en dos soledades que se protegen, limitan y procuran hacerse mutuamente felices.” Filósofo en lo esencial, el modo de Will de ver el mundo como “relato integral” no se limitó a una vasta obra que refleja la realidad a dosis de historia y civilización. Su visión unificadora fue un estilo de vivir, lo que redundó en una envidiable armonía creadora, amorosa y creativa. “Integral” fue, por añadidura, la participación de Ida, renombrada Ariel desde que al filo de sus catorce de edad asistió al teatro con él, de 27, y quedó tan deslumbrada con el personaje de Shakespeare y la interpretación del aún maestro, que de buen grado accedió a llamarse Ariel hasta su muerte, como el ángel de La tempestad.
Hasta incorporarse en 1911 como maestro en la liberteriana Ferrer Modern School de Nueva York, la vida de Will definió el impulso y el rumbo que habrían de acompañarlo hasta su muerte, a los 96 años de edad. Educado por jesuitas y graduado en filosofía, desde 1905 se probó periodista con artículos sobre crímenes sexuales, después de transitar breve e inútilmente por el Seminario y a pesar de que una de sus hermanas ya era monja, cual correspondía en un hogar profundamente católico. Fue bibliotecario en la Sexton Hall University en South Orange, NJ., donde a la par enseñaba inglés, francés, Latín y Geometría. Contrario al deseo de su madre, en principio prefirió la anarquía al sacerdocio; después el ateísmo y finalmente el agnosticismo porque, además de que cambiar de opinión es consecuencia natural del estudio y de una inteligencia activa, era obvio que su visión totalizadora no podía avenirse con la ortodoxia ni con el pensamiento único.
Afines a su sensibilidad, el socialismo y el magisterio (tarea a la que renunció no nada más por haber desposado a la pequeña Ariel, sino para dedicarse a escribir) le permitieron entender mejor las torpezas y debilidades humanas. Comprobó que el pensamiento social superaba la cerrazón de los dogmas, la ortodoxia y la intransigencia religiosa y en eso fundamentó sus análisis. De este modo, no fue casual empezar su examen de las civilizaciones, en 1935, con la publicación de Nuestra herencia oriental: raíz de culturas y creencias occidentales.
Durante su soltería se daba tiempo de escribir pequeños ensayos sobre cultura para instruir a los trabajadores. Enseñarles la historia del mundo y la obra de la inteligencia fue simiente de lo que cobraría forma en Historia de la civilización: un clásico del siglo XX en once tomos, cinco de los cuales escribió y firmó conjuntamente con Ariel. Meditabundo, dotado con una espiritualidad que nunca lo abandonó, dueño de una visión totalizadora de lo que el hombre es, ha sido o no ha sido, viajero, admirado y conferenciante, fue el principal sorprendido ante el éxito comercial de su primer libro: Historia de la filosofía, que también inició con una serie de folletines destinados a los trabajadores.
Aseguraba que la filosofía debe estar al alcance del hombre común y ser parte de sus intereses. Escrito en 1917 y reeditado incesantemente, se vendieron más de cuatro millones de ejemplares, sólo en los Estados Unidos: un fenómeno comercial inusitado, inclusive en nuestros días. Convertido en Best Seller por la prestigiada editorial Simon & Schuster, en 1926, The Story of Philosophy les aseguró a la pareja su anhelada independencia económica, tanto para viajar por el mundo y nutrirse de lo que deseaban ver y saber, como para comprar una casa adecuada para entregarse cómodamente a la aventura de su monumental y fascinante Historia de la civilización. por su décimo tomo, Rousseau y la civilización, publicado en 1968 y escrito por ambos, Will y Ariel Durant ganaron el Premio Pulitzer: una distinción más a las ya acumuladas, aunque en esa agitada fecha la distinción adquirió un gran significado en los Estados Unidos al coincidir con los movimientos estudiantiles y la llamada Contracultura.
El chispazo de un día fue hoguera hasta la tumba. De Will, doctor en Filosofía aunque por su método se reconociera historiador, no era extraño considerar y aun encumbrar sus dotes, inclusive literarias. Reconocer públicamente a Ariel, en cambio, significaba trascender las barreras de la misoginia e inclusive, con creces, convencionalismos de la educación. No hay que olvidar que, por su matrimonio y su maternidad tempranos, ella quizá no concluyó lo equivalente a la secundaria, lo cual significa que aun bajo la benéfica influencia de Will, tuvo el mérito de ser una autodidacta brillante, y ante todo sensible a la benéfica y generosa influencia de “su amigo, su esposo, su compañero, su amante y mentor”.
Fueron coautores de cuando menos diez títulos, cinco de las cuales correspondieron a la Historia de la Civilización: The Age of Reason Begins (1961); The Age of Louis XIV (1963); The Age of Voltaire (1965); Rousseau and Revolution (1967); y, en 1975, The Age of Napoleon. De pocos matrimonios puede decirse que “eran la unidad de dos” o “reunión de la diada separada”, como Joseph Campbell definiera la identidad que se crea en el plano mitológico de la experiencia matrimonial. Compartieron lecturas, curiosidad, trabajo intelectual, la formación de sus dos hijos y deberes domésticos. Inclusive la jardinería fue punto de encuentro en su hermosa casa de Los Ángeles. No hay modo de separar sus voces porque sus vidas, sus ideas, sus dudas, hallazgos y distinciones se fusionaron en un inusual matrimonio que arrojó sus mejores frutos en la Historia de la civilización: proeza que comienza con la influencia oriental y concluye firmado por Will con Filosofía, cultura y vida.
Considerada por los especialistas la mejor obra de historia en los Estados Unidos y un clásico del siglo XX, Will empezó a publicar Historia de la civilización en 1935 y pronto se hizo costumbre entre ambos corregir por separado el mismo capítulo y comparar después sus respectivas notas, hasta darse cuenta de cuán profundamente estaban compenetrados, pues lograron crear una voz entre los dos.
Desde que descubrí títulos como The Life in Greece o The Renaissance confirmé, con Octavio Paz, que el pasado no solamente es una “profecía del revés”, sino la pasión que nos revela la verdadera naturaleza del hombre. Dual Autobiography (1977) es infaltable en el género. No bien me adentraba en el delicioso recuento de idas y venidas, amistades, encuentros con celebridades, experiencias y revelaciones allí contenidos cuando, en vuelo de Nueva York a Río de Janeiro, leí en el The New York Times y en la revista Time la noticia de su respectivo fallecimiento. Era noviembre de 1981. Todavía me estremezco al recordarlo. Una de las notas comenzaba con esta cita de Will, que de inmediato transcribí en mi diario: “Si no fuese por la muerte, la vida sería imperdonable. Suponiendo que viviéramos eternamente, la vida no sólo sería inútil para quienes nos rodean, sino que estaríamos enfermos y cansados de ser lo que somos.” Y poco antes, quizá en la última de sus escasísimas entrevistas, afirmó: “la idea de que no se le permitiera morir a uno es un pensamiento horrible (…) ¿No se le ha ocurrido jamás pensar que la muerte es una bendición?”
A cuatro años de haber publicado su Autobiografía dual y tras haber cerrado –sólo por su avanzada edad- la Historia de la civilización, Will fue sometido a una cirugía en un hospital de Los Ángeles, donde hacía décadas establecieron su residencia. Convencida de que su amadísimo esposo no sobreviviría, Ariel se negó a probar bocado hasta dejarse morir de hambre el 25 de octubre de 1981, a los setenta y tres años de edad. Por su parte, meses atrás Will había declarado que ambos conocieron “la magia de amar a una sola persona de por vida”. A pesar de que trataron de ocultarle el fallecimiento de su amada, en el hospital intuyó que ella se le había adelantado, aunque no por mucho, pues un mes después de la cirugía y a dos semanas de la partida de Ariel, Will murió de un ataque al corazón a los 96 años de edad, el 7 de noviembre.
Rodeados de admiración y honores, ambos están enterrados, “Juntos por toda la eternidad”, en el Westwood Village Memorial Park de Los Ángeles, California.