Paz en la cultura
Todo hombre es producto de su tiempo, pero pocos lo transforman. Octavio Paz fue uno de ellos. Hijo de zapatista, nieto de porfirista, nació bajo el terror de Victoriano Huerta. Creció en Mixcoac, alejado del bullicio de las balas. Lector temprano, observó el ascenso de los gobiernos de la Revolución. Le tomó el pulso a la “dictadura perfecta” y cultivó una ambivalencia de distancia/proximidad con ella. Asimiló para sí los deslices del presidencialismo y construyó un poder personal equivalente al sistema. Un caso sin antecedentes ni continuidad en la historia se constituyó, hasta el fin de sus días, en lo que mejor lo definiría: presidente de la república de las letras.
Si el presidencialismo repartía alianzas, canonjías, premios, castigos, ninguneos y muertes civiles, la reproducción en paralelo del genio estratégico de Paz haría lo propio en el cerrado ámbito de la cultura. Durante su mayor gloria ninguna hoja se publicaba, nadie brillaba, se opacaba, accedía a los sagrados cotos de academias y distinciones ni avanzaba, se marginaba o retrocedía sin su fallo. Su personalidad imprimía carácter al arte y al pensamiento. Coordinaba su agudo cancaneo con el sube/baja de una mano cuando sus juicios iluminaban la atmósfera de una sociedad más urgida de asimilarse al Norte que de elevar su espíritu.
Mientras que la mayoría escuchaba su nombre como el de alguien que era, aunque no supiera quién era, la minoría que sí lo sabía tambaleaba entre el reconocimiento, el culto a su personalidad o el rechazo a su natural excluyente. Empezando por la cohorte que lo rodeaba, imperaba el deseo de ser visto y aceptado por él, pero nadie ocultaba el enojo provocado por su desdén o su indiferencia. En su obra abundan testimonios de su pasión por el poder, indivisible de su capacidad crítica. Sobre enormes diferencias entre ambos, únicamente André Malraux, en la Francia de De Gaulle, equipara la potestad ejercida por un escritor en una sociedad moderna.
Malraux fue el más fecundo ministro de Cultura de la posguerra. En los diez años de su gestión (1959-69) creó museos, colecciones, parques, monumentos, bibliotecas, exposiciones, conciertos, actividades académicas… Lo que contribuyera a enriquecer el arte y el pensamiento de Francia y desde Francia. Emprendió su hazaña con la misma prodigalidad con la que se inventó un pasado a la altura de su vanidad y la inteligencia que lo situó entre los notables del siglo XX. No le fue difícil convencer a su amigo e instaurador de la V República de que el hombre nuevo, el de un porvenir europeo abierto y libre, dependía de la responsabilidad del Estado en la formación de las generaciones. Pugnó por la comunicación entre artistas y pensadores con la gente común, de donde surgieron sus Maisons de Jeunes et de la Culture, que hicieron brillar a la cultura francesa. Y De Gaulle, ávido de gloria, lo dejó hacer.
Paz no ignoró la importancia los intelectuales en la pre y la posguerra. Empezando por la aventura de los surrealistas y sin desdoro de la creciente actividad editorial y artística que tendría por complementaria de la escritura, Francia era capital de las vanguardias y París la ciudad en la que había que estar si es que se deseaba ser alguien cuando mérito, talento y prestigio ensombrecían los intereses capitalistas. Así, cuando el intrépido Malraux acumulaba frutos, un Paz en plena madurez caló hasta dónde y cómo puede llegar el poder persuasivo de la inteligencia al poder/poder de la acción y las decisiones.
Malraux perteneció a la élite entre el poder y las letras. Octavio, consciente de la contrastante realidad mexicana, optó por el servicio exterior como Alfonso Reyes, Antonio Gómez Robledo, la mayoría de Contemporáneos y muchos escritores que, hasta el ascenso del neoliberalismo, practicaron una distante atracción con gobiernos en boga. Eran los años en que París derramaba oportunidades que México no estaba en aptitud de ofrecer. Los escritores/diplomáticos cumplían la doble función de beneficiarse intelectualmente y mostrar un rostro digno del país en el exterior. Nunca mejor ilustrados, los vasos comunicantes ponderados por Reyes arrojaron frutos tan invaluables –sin descontar al exilio español-, como los sedimentos de una cultura intelectual en varias lenguas en la que descansarían las siguientes generaciones.
Fechada por los acontecimientos de 1968, la vida pública y privada de Paz dio un giro radical, igual que el país. De embajador distante en India y escritor apenas conocido y peor leído en su patria, con su poema Blanco adquirió una popularidad inusitada. Nada más conocer su renuncia y la crítica al presidente Díaz Ordaz para que los universitarios lo hicieran suyo y lo consagraran como cabeza y autoridad moral. A diferencia de Malraux, quien declinó a la par de De Gaulle por sus posturas contrarias al espíritu del ´68 parisino, Paz se convirtió en un gigante sin rival en espacios dominados por el priísmo.
Como lo observó y aprendió de los mejores durante su intensa vida parisina, ejerció con maestría la tarea editorial. Si desde joven fundó y colaboró en revistas, con la creación de Plural y la subsecuente Vuelta impuso en México un antes y un después en la curiosidad de los lectores. Incluyó nombres e intereses que respondían a la apertura de los representantes del Baby Boom. Practicó la ruptura con un pasado sin continuidad e hizo suyo el impulso democratizador por el que sería perseguido e impugnado por fanáticos de las izquierdas.
No se equivocó: las ideologías fracasaron, las izquierdas acabaron presas de su incapacidad para evolucionar y las democracias, no obstante enormes limitaciones, fueron desplazando a los totalitarismos. Entre sus lectores destacaban los descreídos de la deificación de Castro y la Revolución cubana así como del rumbo de las guerrillas, especialmente en Nicaragua: uno de los hitos por el que sería más atacado. Su imperio en la vida cultural fue correlativo al incremento de su prestigio, hasta coronar con el Nobel una obra excepcional. Jamás construyó monumentos literarios a la Revolución ni se inclinó ante gobernantes que se encumbraban honrándolo. Abominó de la “literatura comprometida” y solo fue fiel a sí mismo. Al fortalecer sus relaciones tanto con los protagonistas de la política como con el poderoso Emilio Azcárraga, fundador y dueño de Televisa, su poder personal se consolidó con sorprendente destreza.
Cuando muere en abril 10 de 1998, el sistema de poder que lo dotó de una indudable presencia social agonizaba en paralelo. Nada sería igual a partir de que a la sombra de sus funerales, dignos de un hombre de Estado, la democracia emprendió una transformación sustancial que recayó en otro modo de concebir y apoyar la cultura institucionalizada. Sin él, el poder de las individualidades se disipó. El neoliberalismo arrastró a los intelectuales a una lucha feroz por la subsistencia y la difusión de sus obras. Las élites dejaron de serlo de manera ostensible o al menos directa. El gobierno amplió sus actividades culturales en los estados de la República y lo que se ha perdido en culto a la personalidad, en trascendencia de “la alta cultura” y aportaciones singulares se ha ganado en espacios medios que quizá con el tiempo contribuyan a elevar, con la educación, el bajísimo nivel de la sociedad.
Al conmemorar el centenario de su natalicio -marzo 31 de 1914- su nombre, su poesía y su prolífica ensayística vuelven a brillar entre festejos, publicaciones y medios de comunicación. Más allá de la herencia de un Alfonso Reyes poco leído y casi olvidado, la figura y el legado de Octavio Paz se encumbran con renovados bríos. Poco se dice aunque hay que reflexionar en ello, sin embargo, de su relación con el poder y su peculiar asimilación personal de lo mejor y peor de un siglo XX mexicano. Las consecuencias respecto de la discriminación, el atraso que iguala a la mayoría hacia abajo y las dificultades que aún enfrentan los autores independientes recaen directamente en la calidad de una cultura intelectual, artística y científica a la que falta de todo, empezando por la democratización del saber y el subsecuente respeto a obras y creadores que dignifican al país y nuestra existencia.