Página del diario. “Lo correcto es largarse”
Hay un filón de Enrique Vila-Matas que me es especialmente afín. No es todo él ni todo el tiempo. Me refiero al ensayista que evoca fechas o escritores. Distinto al narrador (que suele aburrirme), creo que el que piensa la escritura y cede a la memoria el rumbo exacto de la palabra es el mejor Vila-Matas. En un reciente artículo en El País recordó que Joyce decía “cambiemos de conversación” y también, “lo correcto es largarse”: expresiones, ambas, que algunos llevamos durante décadas en la punta de la lengua, de la pluma o de los dedos como divisa para “romper con todo y romperlo bien”, según el querido y por desgracia desatendido Albert Camus (uno de los que si se fue).
Había que irse como hicieran Joyce, Kundera, Marai, Paz, Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa y tantísimos más para huir, salvarse, refugiarse, imaginar o ser, hacer y decir de otro modo lo mismo, pero en un paisaje y una cultura diferentes. Irse era consigna obligada a partir de los veinte de edad no solo durante lo más apretado de la Guerra Fría, sino inclusive después y de manera continua hasta nuestros días, según observamos entre los más jóvenes. Cuanto más temprano y lejos mejor. Jamás regresar era propósito coreado por dos grupos opuestos entre sí, pero igualados por la insatisfacción y la certeza de estar fuera de lugar: los creativos y mejor formados que se sentían atrapados en un México hostil y sin oportunidades y, en el extremo opuesto, la muchedumbre de analfabetos o apenas alfabetizados que se jugaban la vida para sumarse al “sueño americano”.
A unos por saber y no poder y a otros por no saber y poder, el país echaba fuera a su población trabajadora, quizás porque en el día a día del mal llamado “orden social” solo se acomodaba la medianía. Sobre lamentos y frustración, a cuenta gotas la minoría cambiaba de pasaporte, idioma y aspiraciones. Los que sin visa se atrevían a ciegas con la ruptura se iban en masa burlando obstáculos. Eran los “braceros”, hoy indocumentados, cuyas remesas millonarias -¡quién lo dijera entonces!- se convertirían en la mayor fuente de ingresos a nivel nacional. Los que no se iban, aunque lo hubieran tratado, quedaban atados a la sensación del “pudo ser” o “hubiera insistido”, en mezcla de frustración y nostalgia: sentimientos tan generalizados que perduran fusionados al ambiente como un mal olor.
Los tiempos del acoso y la ausencia de oportunidades no desaparecen, solo cambian las etiquetas de las mismas infamias que impiden una sana movilidad socioeconómica y la convivencia armoniosa. Las primeras lecciones que aún reciben los dominados por poderes oscuros indican que unos persiguen y lastiman a los demás; otros son lastimados y sometidos por torceduras judiciales y expresiones de desprecio. Total, ¡pura infelicidad!
Se haga lo que se haga, estamos condenados a plegarnos sin opción a elegir y defendernos. Eso explica que para el que sufre, es perseguido o fantasea la vida estará “en otra parte”, como indicó Kundera al fusionar existencia y política. Desde el día en que el checo-francés convirtió en texto y revistió de personajes el espíritu de una, dos o tres generaciones hartas -o más que hartas- de la intolerancia comunista, así como de sus lenguajes, manías expansivas y fanáticos que no daban respiro ni ocasión de probarse en lo distinto y ajeno, la otrora feligresía comunista abrió los ojos, se inconformó y, al desobedecer, pasó a las filas de los perseguidos que se van en busca de una tierra de acogida. ¿Qué cómo es eso? Pues como padecieron las víctimas de “las izquierdas” que dejaron de aglutinarse alrededor del marxismo-leninismo o de la dictadura del proletariado desde que, con el muro de Berlín, cayó el velo que ocultaba la pura verdad. Hoy, los procomunistas que únicamente veían el mal en “los otros” quedaron calladitos, sin nada que defender y a la caza de nuevas promesas, aunque aferrados al mismo desprecio a las libertades democráticas que cultivaron sus antecesores, fuera de derechas o izquierdas.
Cierto: también quise marcharme del pavoroso machismo local y lo intenté. Al no conseguirlo me tranquilicé porque la escritura y el propósito de entender no tienen fronteras. Las letras sirven, como ningún otro remedio, de vía de salvación. No se dice a la ligera que la verdadera patria es la del idioma porque fecundas y en movimiento, las palabras bien dispuestas hacen que casi todo sea posible: desde la creencia de hablar con Dios, aunque se carezca de credo, hasta consagrar la soledad. Lámpara y luz, rezan los Salmos, la palabra ilumina. Nombramos lo que se ve, se oye, se imagina, se sueña o se piensa. Inclusive el silencio adquiere una gran significación cuando términos tales como claridad, sentido, belleza, murmullo o descubrimiento comandan nuestro vocabulario personal.
A diferencia del pasado más o menos reciente, cuando se hablaba de los escritores como inteligencias vivas en un pueblo sin gente, hoy padecemos una explosión de autores en ciernes. Todos geniales, autopromocionados, autocomplacidos y decididos a convencernos de su originalidad sin par, se reproducen como mala yerba al ritmo en que disminuyen las opciones editoriales para publicar sus obras maestras. La oferta de supuestos talentos crece mientras los lectores se vuelven especie en extinción. Y todo esto cuando ya no tenemos a dónde ir y quedarse significa aceptar que era justificado el antiguo temor de envejecer en un país regido por el desprecio y dominado por la delincuencia.