Proust: conversar con los difuntos
La suma de tiempo, olfato y memoria refinó mi búsqueda de los entresijos de Proust, al grado de vivir “en conversación de los difuntos” y escuchar “con mis ojos a los muertos”, igual que Quevedo en su soneto. Me atrapó su Recherche como si lo tuviera a mi lado, susurrando confidencias de Madame Verdurin y su marido y del desfile de invitados redivivos en una de las catedrales de las letras. Conversador ideal, inteligente si los hay, sensible siempre y chismoso como los mejores que adivinan a golpe de miradas y de oído, al recobrar su tiempo él recordaba el mundo entero, su teatralidad implícita: lo grande o lo pequeño de la vida y sus miserias, carruajes y manteles, la cuchillería perfecta en las tertulias frívolas, la represión secreta y los excesos, el galanteo, el roce de las telas y el deseo prohibido… Congregó lo recordado en un presente que no dejaba fuera sentimientos infantiles ni detalles ínfimos, como las baldosas de su infancia, como las palabras y los gestos.
Creó el efecto que en su nombre concentra los ayeres en el instante de mojar la madelaine recién horneada en un tazón de té: en el mismo instante en que aquel trago, con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fijó mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.
Proust total en la “memoria involuntaria” que por un olor o un vistazo remonta lo que se creía olvidado. Recordar de golpe y ser feliz: prodigio de la mente y su misterio. Allí cabían la madre, una abuela, aristócratas a puños, gente que sirve y es servida mientras él mismo -siempre narrador- está y no está, pero habla; habla desde el tiempo, desde el reloj de lo vivido y añorado. Lo imagino campanilla en mano, arrebujado entre almohadones, enfermo y encerrado a media luz, mal comido, la sombra de la muerte sobre el hombro y con los ojos bien abiertos durante sus noches de trabajo. Excéntrico sin duda, diría que lo conozco o que no me es desconocido.
Fiel como las de antes, criada, confidente, asistente, cuidadora y en silencio sabe Dios lo que veía y sabía, la célebre Céleste Albaret se encargó de él durante los últimos nueve años de su vida. Pegaba y quitaba parches de las galeradas infinitas, hacía mandados; quizá opinaba. En el cruce de amantes, choferes y secretos que comenzaban en el Ritz e iban a parar al 102 del Boulevard Haussmann, ella atesoró secretos y halló marido, aunque no tan duradero ni de lejos atractivo como su Monsieur Proust, a quien cuidó hasta su último minuto, el 18 de noviembre de 1922, a sus escasísimos 51 de edad. Y él, allí, débil vitalicio, consumidor de drogas desde joven y un artista genial y quebradizo, se negaba a comer otra cosa que no fueran croissants y café. Dependió de Céleste mientras, echado en la cama, se entregaba al correr de la tinta que determinó su existencia en estado de escritura.
Al cumplirse el centenario de su muerte se remueven en mi mente los días/semanas/meses en que, absorta entre sus páginas, a la par me proponía entender la Belle Époque, el París de los años previos y durante la Guerra de Trincheras, la más violenta, brutal y descarnada, cuyo relato me mostraba el revés de lo evocado por Marcel. Comprendí su horror mediante el llanto y los retratos de Käthe Kollwitz, la alemana “huérfana de hijo” que me enseñó la hondura del dolor. Mientras ella lloraba dibujando y pintando su pérdida, el febril autor de la Recherche, discípulo de Bergson, reinventaba el tiempo en miles de cuartillas, en kilómetros rellenos con anécdotas del acontecer en los salones, con toqueteos de más de un gay envejecido o con destellos de su trato con meseros suizos, pues los jóvenes franceses ya se aprestaban a morir de manera que aún nos estremece.
Larga, vasta su memoria, como sus frases infinitas. Adoraba las flores que le agravaban el asma. Respirar le representaba un esfuerzo tremendo pues, hijo y hermano de médicos, ninguno pudo encontrar una cura a sus males. Aunque pude, no peregriné a Illiers-Combray en busca de las memorables magdalenas que, desde Por el camino de Swann, aprendí a hornear con paciencia y rigor de repostero. En su honor y desde las primeras tentativas, me apliqué con la precisa mantequilla y la ralladura del limón o de naranja. Calculé el batido exacto de los huevos, del azúcar y la leche; al final dominé también la proporción de levadura y el harina, a veces enriquecida con almendras: todo en cuenco tibio y con el reposo subsecuente de la masa, para que en sus moldes -difíciles de hallar en estas tierras- se queden esponjosas y vayan despidiendo el olorcillo que hasta los vecinos reconocen.
Solo al paso de los libros y las décadas nos damos cuenta de las huellas que, unos más que otros, nos dejan los autores en el alma. En nada me parezco a él; sin embargo, Proust me acompaña en mis manías: odiar el ruido, preferir conversaciones literarias a las presencias obligadas, caminar antes que subirme al metro, maldormir, la grata compañía… Nunca me extrañó que, por prejuicio, por considerarlo snob y sin mirar el texto, el entonces poderoso Gide rechazara en la Nouvelle Revue Française su manuscrito de Por el camino de Swann. Ante el éxito obtenido un año después, a fines de 1913, cuando el propio Proust pagara su edición en la Editorial Grasset, Gide se arrepintió de el más grave error de la NFR, y (como tengo la vergüenza de ser en gran parte el responsable de esto) una de las tristezas, de los remordimientos más dolorosos de mi vida. Lo que siguió tras el perdón fue la amistad entre gays que, a pregunta del autor de Los monederos falsos sobre cómo contar el amor entre hombres, Proust respondió que “se puede contar todo a condición de no emplear el yo”. Pero esa es otra historia, larga también que, como la de la subsidiaria Celeste, no deja de atraer a los lectores.