Redes sociales, espejo de nuestro ánimo
La historia enseña que las cosas pueden ser distintas, que la gente no está supeditada a presiones externas y que hombres y mujeres pueden elaborar sus propias alternativas. Lograrlo fortalece la individualidad, disminuye el individualismo e inclina las posibilidades de pensamiento y acción hacia una conquista de libertad cada vez más firme y responsable; más expansiva, sólida y ecuánime. Esto significa que fuera en los días de Pericles, durante el Renacimiento o en medio de la turbulencia actual, los puntales vivificantes, restauradores, vanguardistas o innovadores descansan no en la masa, sino en los caracteres más aptos, en las inteligencias individuales y en logros específicos que resuelven problemas o facilitan la existencia; a partir de ellos, como se sabe, sigue lo demás: el proceso de asimilación, aceptación o rechazo de los más, de cuyo deslinde habrá de avanzar o retroceder la cultura.
En nuestro caso es más fuerte el síndrome de la derrota, el desdén a lo distinto y ajeno, el miedo paralizante y la tentación de las mayorías a repudiar lo bello, lo bueno, lo útil y cuanto pueda hacernos mejores personar y ciudadanos, gracias al influjo benéfico de las individualidades y su aventura creadora. Tal realidad explica el menosprecio generalizado por la obra de la cultura, empezando por la actitud de los funcionarios que, al parecer, son los últimos en darse cuenta de las más altas expresiones de sus coetáneos y de lo que significa para la sociedad el cultivo del talento y del espíritu. No podemos negar que, a pesar de pretensiones supuestamente de izquierda, nuestra población es, en lo esencial, profundamente reaccionaria y, desde la Colonia, incapaz de hacer propio el principio protestante de superarse, mejorar, hacerse responsable de los propios actos y construir, desde la raíz comunitaria, un gran país.
Quienes mejor consiguen apartarse de las tendencias dominantes son los que saben quiénes son y cuál es su lugar en el mundo: si alguno, este es privilegio de la madurez o recompensa de los sabios. Sin embargo, los signos de cada época son tan reales como la melancolía del romanticismo, la desmesura de los años veinte, la desesperación posterior a la crisis económica del ’29, la contracultura de los sesenta o, en la actualidad, el retorno de la escatología (milenarista) o sentimiento de que el destino del Hombre y de nuestro planeta ha llegado a término. Lo de hoy, pues, es un reconcomio de muerte teñido de avidez por ajustarse a los estándares publicitados de bienestar, “éxito” y salud garante de una ilusoria vejez privilegiada. Es decir: vivimos dominados por una cabal mentira o por la esquizofrenia pura, pues mientras la circunstancia nos fuerza a adaptarnos a las peores condiciones, la publicidad y el mercantilismo que crean esa realidad adversa insisten en que debemos “esforzarnos” por conseguir la supuesta “mejor calidad de vida”.
A consecuencia del sinnúmero de contradicciones que absorbemos por todos los medios, impera la pesadumbre activa. Nunca como en la actualidad fue más difícil forjar y sostener una individualidad creadora. Tampoco fue tan claro el estado depresivo que no deja de manifestarse en tres conductas dominantes: violencia, ansiedad y frustración colectiva. El estado del alma mexicana se diferencia de la melancolía decimonónica por agregar furia al abatimiento (de ahí su dinamismo), y una suerte de paradoja entre la acidia o sensación de derrota y la obsesión por conseguir la publicitada “mejor calidad de vida” que, de modos distintos, influye en nuestros hábitos hasta extremos patológicos.
Está por sentado que las manifestaciones sociológicas de los mexicanos revelan inequívocamente el carácter o peculiaridades de las clases sociales. Así observamos que la alimentación “saludable” y el ejercicio rutinario de los clasemedieros y hacia arriba, se completan con el culto a los animales. Privan, a la par, la indiferencia respecto del estado de nuestra condición y un desesperado afán de ser o parecer joven y “exitoso” en grados caricaturescos. No falta la manía consumista del rehén de la corriente imperante o neoliberal. Ni el individualista que solo se concentra en sí mismo. Este modelo creado por el consumismo no solo no fortalece los sedimentos sociales con su actitud, sino que debilita a la sociedad y al individuo creativo al priorizar necesidades artificiales y artificiosas.
Este proceso de deshumanización de lo cotidiano es tan visible e influyente que ya impacta de manera continua y negativa el avance creador de la cultura y, por tanto, la consolidación de un estado de humanidad más digno, más armonioso, solidario y razonable. Avanzar hacia más depuradas expresiones sería deseable en este mundo superpoblado y dividido en extremos de mayoría de miserables y minoría de privilegiados, pero “avanzamos” hacia atrás, como los cangrejos.
Dependientes de la internet, que tanto ha cambiado nuestras costumbres, anhelos e inclusive fantasías y necesidades, hemos convertido a las redes sociales en espejo y reflejo de nuestra identidad, del estado anímico, del talante social y, por sobre todo, del modo de interpretar y relacionarnos con los demás. Sin excluir supuestas aspiraciones políticas, puede decirse que todo el que vende, compra, ofrece o requiere algo, aunque sea la atención furtiva del “otro”, acude a las redes para dejar su huella y/o confirmar su presencia en el mundo. Por este medio la sociología “ecléctica” (como llamara Sygmunt Bauman a la intención de comprender la complejidad del hombre social) tiene una gran veta para explorar la expresión de las masas, sus modos de igualarse entre sí o buscar lo distinto a toda costa. De preferencia el internauta se expresa con lugares comunes y falta de originalidad. Los mensajes dominantes en Facebook, Twitter e inclusive el Whatsapp, principalmente, demuestran que la masa es masa por igualarse entre sí, de preferencia hacia abajo y con el temor compartido a lo distinto, a lo superior, lo ajeno o que no comprende.
La tormenta de comentarios oficiosos e insulsos de los activísimos simpatizantes o enemigos de tal o cual facción durante las elecciones recientes, no sirvieron de nada en términos políticos, pero sí demostraron varias características de nuestra ciudadanía: el bajísimo nivel educativo y cívico de la mayoría de los internautas, un odio enfurecido a las autoridades y la pobre acción con que las escasas individualidades actúan en favor del proceso ascendente de nuestra cultura.
Por eso y muchísimo más, las redes sociales son un gran recurso para conocer el humor y la temperatura de nuestro tiempo. Nunca antes fue tan sencillo advertir el talante de un grupo, un país o una cultura. Si aprendemos a pasar por alto la basura, las consejas de la buena-gente, la supuesta opinión política de vinagrillos y fanatizados y el montón de comentarios mediocres de cráneos privilegiados, esos urgidos de decir sin tener qué decir ni saber cómo hacerlo, llegamos al punto de deslindar lo esencial para conocer de qué materia está hecha, en términos sociológicos, el México de nuestros días.
En mezcla de frustración, violencia, ignorancia y limitada capacidad de acción, el resultado no es muy alentador. La melancolía, con frecuencia confundida con depresión, tristeza, desaliento y frustración, es además uno de los sentimientos que más se perciben en las redes sociales. A estas alturas, una cosa es evidente: no somos un pueblo feliz ni confiado. Tampoco los mexicanos apreciamos la verdad por encima de todo ni hay indicios de una superación sostenida o de un anhelo por ser mejores porque los más siguen creyendo, como dijera Jean Paul Sartre, que “el otro, el otro es el infierno”. Por consiguiente, la solución de nuestras vidas o su perdición sigue en manos del “otro”, no de las nuestras.