Reinvención del pasado
La invención del pasado es una pasión, la menos resuelta de todas. A medio camino entre el psicoanálisis, la historia, la presunción y la fe religiosa, la memoria es de esos ríos internos que fluyen entre saldos del pasar del tiempo y el anhelo de ser igual o mejor al relato que de nosotros mismos elaboramos en continuidad. De poco o de mucho fiar, según domine el apego a las máscaras o la difícil habilidad de deslindar lo fundamental de lo secundario, su certidumbre depende del codiciado don de “dar en el blanco”. Si la imprevisible Nemosine lo permite, algún estímulo desencadena la magia de puertas que se abren, revelaciones que sorprenden y mensajes que piden ser descifrados. No importa que las reminiscencias jueguen en contra o se inclinen en nuestro favor, porque lo que queda de lo que fue es parte de lo que es; es decir, la identidad.
Para “dar en el blanco” o hacer coincidir el registro del evento con su interpretación, hay que lidiar contra tres enemigos que acechan sin piedad: el olvido, la confusión y los fantasmas. De tales luchas los pueblos construyen sus versiones, las personas sus autobiografías y las letras sus obras más perdurables. Empero, además de caprichosa Nemosine es injusta al otorgar su gracia, porque unas cabezas más que otras consiguen desvelar, con los riesgos que implica la claridad, la hazaña de recrear lo vivido o peor aún: la proeza de urdir olvidos para rellenarlos de angustia o de nuevos relatos. Capturado por los nazis con 650 judíos, de eso supo el antifascista italiano Primo Levi, uno de los veinte de aquella “remesa” que sobrevivieron al exterminio del campo de concentración de Monowitz, subalterno del de Auschwitz. Los horrores que allí vivió activaron su pluma en busca de salvación o, al menos, de una manera de hacer soportable su existencia.
Más de una vez repitió que “el futuro solo es posible si batallamos contra los fantasmas del pasado”. Supo que hay sin embargo fantasmas que se resisten y se llevan incrustados, como segunda piel. Aún así, no hay que olvidar ni estancarse –insistió- porque esto es una guerra sin fin. Y de guerrear, pues nunca dejó de hacerlo porque su cabeza era un hervidero de imágenes, sensaciones y voces que ni ríos de tinta consiguieron mitigar. Aun así –Sísifo encadenado- lidió con el pasado porque la libertad y el anhelo de ser libre es la esencia de lo humano. Y él jamás lo ignoró. Con obras tan estremecedoras como Si esto es un hombre o La tregua quiso probarse a sí mismo que era posible salvaguardarse de la memoria. Pese a todo, el aguijón del dolor no se apagaba con la escritura ni los recuerdos dejaban de aparecer y reinventarse. Dantesco de por si, lo padecido durante 10 meses de confinamiento fue el río que todo mojaba, hasta atizar el tormento interior que solo con el suicidio vio fin, aunque a otros sirviera para salvarse de similar infierno.
Cómo lidiar con el pasado es el misterio. Pero hay que hacerlo si en algo se ama la vida. Dejarlo a su aire es tan peligroso como pretender ignorarlo. Los recuerdos son dinámicos y, tan tramposos, que se transforman, atenazan o liberan a capricho. Cuando las sombras desfilan en mis ficcionarios evoco a Proust, a Primo Levi, a Sebald, a Yourcenar, a Marai, a Dante y a tantísimos memoristas sin cuyas versiones no apreciaríamos la creatividad de los recuerdos. Cierto –susurro a media luz-: hay que batallar para que el memorial de olvidos no se convierta en regimiento de fantasmas ni en historias del revés. A pesar de sus bondades, es imposible negar que la memoria es una gran embustera. A su antojo inventa. Nos hace creer lo que retiene o deja ir, lo que supone, confunde o reconoce. Siempre hay algo que permanece como grabado en el espíritu y siempre, también, lo que engaña a los distraídos y a quienes no recibieron el don de “ver” el otro lado. En eso consiste la gracia anhelada: en desentrañar lo aparente y atinar con el secreto que explica y nos explica.
Su nutriente es un enredo de sucesos expuestos a sensaciones, espejismos, emociones, juicios, supersticiones y revelaciones. Ningún pasado ha sido ni es de fiar, sea público o privado. Por eso los Tiresias y sus sucesores fueron y todavía son tan populares: por su facultad de decir “la profecía del pasado”, sin la cual ningún anuncio del porvenir –fasto o nefasto- habría contribuido a elaborar certezas y tomar decisiones. Aquellos adivinos entendieron que hay de mensajes a mensajes porque hay que evitar que los pueblos se entreguen sin más a la derrota. Su poder consistió en intuir que el amasijo memorioso contribuye a formar el carácter y que, con él, se crea la idea del mundo que nos dota de sentido. Así que, aun a nuestro pesar, la memoria interviene para bien o para mal y con rebeldía o sin ella, en el dibujo existencial y social de nuestros días.
Somos pues lo que creemos y quienes nos creemos, no solo lo que el otro ve a través de reflejos. Los demás interpretan o construyen a nuestras expensas, aunque lo fundamental es qué y cómo proyectamos lo que somos o lo que nos creemos ser. Sin embargo, sin espejos no habría yoes ni ustedes; tampoco crítica, interpretaciones cruzadas ni maneras de mirar y ser mirados. En eso consiste el drama de la víctima, del derrotado, del vencido que no se levanta: no batallar contra sus sombras ni proyectar su potencial, por lo cual no consigue mantenerse con el ojo en alerta sobre su situación en el mundo. Al Corifeo –esa aportación invaluable de los trágicos griegos- debemos además de lo demás entender el poder que ejerce en nuestras vidas la mirada “del otro”, indispensable para abundar en el profundo ser, así como para nombrar nuestra complejidad y ser nombrados.
Hay culturas que, como las nuestras, gustan del ocultamiento, del lloriqueo y del disfraz. A falta de claridad e ímpetu vital, enmascararse es tanto como negarse a ser porque se repudia lo que se es. De ese triste sentimiento que algunos consideran de inferioridad o de culpa y otros del vencido incapaz de superar la derrota, proviene el ya visible miedo de mirarse y ser mirados. No reconocerse ni ser reconocidos mediante el necesario intercambio de espejos y reflejos nos ha impedido apreciar la claridad, medir nuestra verdadera estatura, y algo peor: nos condena a la pasiva aceptación de un destino estéril, por enajenado al pasado. Este “complejo del vencido” es algo innegable que nos inclina, generación tras generación, a culpar al otro de nuestras desgracias remotas. Hacemos pues como que vivimos, cuando en realidad seguimos atados al fantasma de un pasado paralizante que ni siquiera hemos estudiado a profundidad. Nuestra única y verdadera fidelidad es al sombrío suceso que siglo tras siglo se reinventa sin vías de salvación. Y ésta y no otra es la verdadera condena del vencido: cargar sin sentido y sin rumbo el peñasco que “otros” pusieron sobre los abuelos remotos y continuamos cargando sin chistar. Aun ahora, cinco siglos después y a pesar de que nuestro mundo está años luz alejado de su mundo, recogemos la estafeta y continuamos la maldición de subir bajar la cuesta para perpetuar el esfuerzo inútil que ilustra, como viera Camus, el verdadero absurdo.
Los griegos, geniales en tantas cosas, dieron en el blanco al mostrar nuestro lado más vulnerable. Y eso se aplica a la necia imposibilidad de librarnos de fantasmas que ni siquiera nos pertenecen, lo que ya es digno de analizarse. Darle vuelta a la frustración encajonada durante medio milenio nos permitiría adueñarnos del presente y por fin ser nosotros mismos. Cuando la carga del pasado es tan frustrante se emula el tormento de Sísifo. Es la condena que ata y se repudia con idéntica intensidad y sin sentido. Cuando allá, en lo alto, se deja caer el peñasco, el sentimiento de libertad es inenarrable. Pero el brevísimo momento de felicidad es mero estímulo para recomenzar otra vez: siempre lo mismo, hasta que la razón interviene y triunfa la rebeldía.
Si no se entiende y se pone el pasado en su lugar, los sísifos enajenados continuarán condenados a una repetición infernal y sin salida. Doblegado y sin zafarse, el cuerpo se inclina sobre sí mismo, en tanto y el espíritu, ajeno al esfuerzo de pensar, pensarse y liberarse, se entrega a cualesquiera de las dos actitudes que confirman su postración: el lamento autocompasivo –propio de los vencidos- y la expectativa del conformista que, sin renunciar a sus apegos, repite a diario, como en una oración: “tarde o temprano, esto acabará”, “mañana será otro día”, “Dios dirá”, “alguien tendrá que castigar al causante de mi desgracia”, “con el tiempo comprenderán que las cosas no son fáciles”, “no hay mal que duré cien años”. “Ya es hora de que me pidan perdón…”
Si el pasado se estanca en la ilusoria eternidad del instante, se corre el riesgo de ceder a la aridez del pensamiento único. Y a eso nos ha condenado el sinsentido de un hombre que se atribuye el derecho de jefaturar el rumbo de nuestro destino. Nada, absolutamente nada ilustra el drama de un individuo o de un país, como mantenerse aguardando la nada en la trampa de lo que supone que fue. Aferrarse a la sombra de un pasado asimilado racial y culturalmente es nuestro verdadero absurdo. Sobre las ruinas de “los naturales”, perseguidores a su vez de sus coetáneos, crece de manera irrefrenable la complejidad de cientos de generaciones. Me refiero a los millones de personas que, en mayoría, jamás –y digo jamás- siquiera han sentido la curiosidad de saber quiénes son en realidad y cuál es su situación en el mundo.
Así que atarse a la reinvención sucesiva del pasado es un juego peligroso. Imaginación, prejuicio y memoria se han enredado tanto que, como hiciera Alejandro de Macedonia con el Nudo Gordiano, debemos cortarlo de tajo para verlo a distancia, comprenderlo en su dimensión y dejar de ser sus rehenes. Ya es hora –y nos tardamos, por cierto- de administrar a nuestro favor la memoria. Hora de aceptar de una vez y ante nosotros mismos y los demás, que la memoria continúa y que lo que somos no es desdeñable en absoluto.