Retorno a los años oscuros
Yo no había nacido cuando Simone de Beauvoir, iluminada al lado de Jean Paul Sartre, observa a su alrededor y reconoce en carne propia que su situación no es igual a la de sus coetáneos varones. Publica entonces El segundo sexo como quien clava un hacha bajo el Arco del Triunfo. Decir que no se nace mujer sino que se llega a serlo provoca tal escándalo que tres, cuatro y más generaciones después su nombre sigue agitando los santuarios feministas. Ocupada en controlar la mente y condenar los pecados de la carne, la Iglesia católica hace la vista gorda mientras Pío XII, reconocido conservador y anticomunista, mantiene secretas ligas con Mussolini y la Alemania de Hitler. No obstante las exigencias de los aliados para que fijara una postura crítica, el silencio del Vaticano confirma el antisemitismo papal. Solo los católicos pasan por alto que en 1933, como secretario del Vaticano, el aún llamado Eugenio Pacelli propició un concordato entre la Santa Sede y la Alemania nazi para que “a cambio de no intervenir en política”, el régimen de Hitler “respetara los derechos de la Iglesia”. Las consecuencias de tan vergonzosa actitud nos afectarían inclusive a los no nacidos aún.
Ni de lejos estaba previsto que yo fuera concebida cuando Virginia Woolf, depresiva vitalicia, llenó con piedras los bolsillos de su abrigo, tiró su bastón y paso a paso, desesperada aunque decidida, se adentró en río Ouso para que la corriente la arrastrara hasta el fondo. Tampoco estaba en el mundo cuando ocurrió la mayoría de sucesos negros del siglo XX, incluidos los asesinatos de García Lorca y Miguel Hernández. Crecí sin que nadie citara las bombas arrojadas a Hiroshima y Nagasiki. Nadie nos instruyó sobre la fundación de Israel y el drama palestino. Tampoco existieron Gandhi, la independencia de India y la desobediencia civil en el imaginario mexicano. Jamás oí comentarios sobre el Holocausto, los campos de concentración y los crímenes cometidos tanto por el fascismo alemán como por el estalinismo. Distraídos con los primeros culebrones radiofónicos y televisivos, quienes me precedieron estaban más interesados en Jorge Negrete, Cuco Sánchez, Consuelito Velázquez y en el batallón de nutrientes que, a la par, encumbró “la época de oro del cine nacional”.
Hasta descubrir su invaluable aportación a nuestra cultura, el exilio español era una entidad etérea, ajena al interés de las escuelas que, por descontado, no estaban enteradas de nada. Nadie, nunca, se refirió al genocidio cometido por los belgas en el Congo. En vez de abrirnos los ojos, las monjas de mi escuela ponían al frente la alcancía de “un negrito” de barro, arrodillado con las manos en actitud de oración. Cada mañana depositábamos una moneda en su espalda, “para las misiones en África”. Rezábamos para que se acabara el comunismo. Se daban por sentadas las dictaduras en América Latina, las guerrillas y los levantamientos campesinos. México era una burbuja en la que no había problemas sociales ni persecuciones, solo “gente perversa o revoltosa”. No existían la lucha de clases, la miseria con ignorancia ni la violencia. Cuando una hija de familia “salía con la novedad” de estar embarazada, el padre, enfurecido, ponía el grito en el cielo (cuando había padre). Tras el consabido “¿cómo me has hecho esto?”, se iba contra la madre por no haber cumplido “con la única obligación que tenía”: vigilar el himen de las hijas. Lo que seguía es la historia de nuestros días.
Inmersos en la Guerra Fría y de espaldas al historial de infamias, millones de mexicanos venimos al mundo al filo o durante la segunda mitad de uno de los siglos más decididos a acabar con nuestra especie y la vida en el planeta. Mientras Europa se levantaba con brío de sus cenizas y los Estados Unidos se convertían en la mayor potencia internacional, aquí enseñaban a leer con resabios de las Rosas de la infancia. Martín Luis Guzmán diseñaba y revisaba “los textos únicos” que NO distribuía la SEP en colegios privados en los años sesenta, aunque tampoco estaban al día respecto de las ciencias, la política, la sexualidad y las artes de la hora. Antes de que el ’68 levantara el tapete de la hipocresía mexicana, la intolerancia religiosa, aunada al nacionalismo exacerbado y al falso laicismo, sometía a la sociedad entrampada en su pasado. Pasado al fin, arrastraba la imposibilidad de construir un gran país. Enajenados por el síndrome de la derrota, ahora “todo se agita para que todo vuelva a su lugar”. Correr hacia atrás con la ilusión de avanzar es el prejuicio mejor divulgado por la facción reaccionaria que nos “gobierna”. MORENA o 4t, que más da: solo cambia la insignia. Sea al través del repudio a las energías limpias, por el odio a la cultura, a las libertades, a la inteligencia educada o al progreso, la consigna es una sola: remontar los años oscuros con moralinas renovadas.
Como nosotros ayer, los escolares de hoy ignoran todo respecto de los sucesos de su tiempo: la realidad mexicana, la tragedia siria, Afganistan, las inhumanas corrientes migratorias… No tienen idea de lo que ocurre en el Medio Oriente ni a su alrededor. Carecen de complementos formativos en el arte, la política y la ciencia. Sus lecturas, su interés musical, su formación cívica, su curiosidad, la historia, la filosofía, la gramática… La condena sigue sobre nuestras cabezas como la espada de Damocles: mismos o peores acarreos políticos, resignación, miedo, lambisconería, complicidad, bajeza… No te expongas… No digas, no critiques, no hay ninguna necesidad… Y la culebra no cesa de reptar, tal como lo anticiparon en Tenochtitlan los remotos, remotísimos presagios. Sin embargo, aturrullados, impera la misma indiferencia de lo que hay en o más allá de nuestras narices.