Ricardo Garibay, escalpelo en ristre, 4
Lo mexicano, su mundo
Construyó un gigantesco espejo colmado de reflejos conocidos y jamás reconocidos, poblado con multitud de episodios que han moldeado nuestro espíritu colectivo. Parados de golpe frente a tal monstruosidad social, verídica y vigente, cualquier tentativa crítica queda paralizada por la perplejidad. Los pormenores temáticos de Garibay, por otra parte, descubren los secretos hilos de su mundo, el mundo áspero del escritor que se desgarra en cada párrafo como en un rito catártico, así como lo sugiere su drástica y significativa metáfora de abrirse en canal, como las reses, tal vez porque el volcán que lo habitaba se mantiene en actividad constante desde su tumba. Y marcadas como están sus páginas por una colérica conciencia católica del pecado, disparaba estados fulminantes de expiación, actos redentores y sublimatorios para acallar sus tormentos o combatir al "fantasma que provoca la angustia ".
Su mundo, ceñido con el símbolo del orgullo, es el de los actos rasposos que calan hondo en la percepción y poco requieren de voces porque se trata -y así la recreó con habilidad singular- de una situación mítica en la que, por el prodigio de los gestos y las actitudes, los débiles adivinan y refuerzan a los fuertes y entre ellos se trama un complicado juego de amos y siervos, de alianzas y complicidades a muerte, intrigas, conjeturas y nudos sexuales tan apretados que no hay vida, paciencia ni razón que puedan desanudarlos. Sin excluir al "Púas" (su admirado boxeador), o mejor aún: desde ese monarca de la barbarie que atesorara glorias con los puños, sus personajes son campeones del protagonismo viril: erguidos donde deben, vehementemente ignorantes, bien temperados por la mala vida, instintivos, elementales y sin pasiones de más. Nada piden, nada buscan, jamás preguntan ni aclaran porque en las suertes de su laberíntico silencio se fincan los términos de su supuesto poder. Para eso está la mirada, para enseñar cómo se lleva el mando en los ojos. También en la calma demuestran su resistencia y aun en su modo de andar ostentan una sospechosa soberbia que si bien algunos la creen distintiva de los machos rurales o de los verdaderos padrotes, las mujeres sabemos que su influjo abarca también los resquicios urbanos, incluso entre quienes se precian de intelectuales. Ellos asisten al mundo sin inmutarse. Espectadores monótonos de la vileza, de la crueldad y de la extrema violencia, es preferentemente en las cloacas y en las ratoneras en donde concentran su poderío ilusorio. Desde allí controlan codicias y vicios, negocian de pura palabra y las cuentas se ajustan a señas, sin rogativas que valgan, porque ya se sabe que "el que no cumple se muere".
Aguantadores de veras, su indudable acicate es el regusto del mando, ese probarse macho, golpeador y perdona vidas con las mujeres, colérico a discreción, bebedor respetable y autoridad por encima de leyes, gendarmes o instituciones. Se trata, en fin, de un deslinde cultural del mestizaje mexicano del siglo XX que se perfila primero con el criollismo, asienta los fundamentos de su estilo con el poderío de los hacendados, se expande con el desdén de "La Bola"; crece, se multiplica y establece su jerarquía con la tolvanera, porque allí se miden los hombres, se juegan la vida durante el levantamiento armado y se definen, en todos los frentes de la existencia, las condiciones últimas del dominio. Finalmente, el machismo que hoy padecemos se asienta a plenitud en el México de los años veinte para consolidarse en el “sistema” y fusionarse a la demagogia que envuelve los mitos de la democracia, la justicia social y la equidad entre clases y géneros.
No deja de asombrar que en esta cultura bravía, cifrada con el estigma del macho y bronca en los queveres de la existencia, sea tan escasa una respectiva expresión literaria. Esto quizá se deba a que los mexicanos no se han sentido seguros en el manejo de las palabras y si bien son prontos para proferir insultos, afilados al esgrimir adjetivos y procaces con el doble sentido, se vuelven tímidos, tartamudos y groseros, lerdos o en extremo ceremoniosos frente a los espejos; con mayor razón al pretender recrear artísticamente los episodios de su existencia. Se puede incurrir en la procacidad, como Carlos Fuentes. Se puede inclusive novelar asuntos escabrosos, como la homosexualidad, la miseria o la violencia política, pero no se toca todavía con inteligencia creativa, el hueso de una verdad que aún impide no se diga aceptarla, sino siquiera precisarla para reconocerla.
Caso peculiar, por todo eso, el de Ricardo Garibay: su poderosa individualidad asalta en cada página, se fortalece entre los párrafos y rebelde como fue acaso hasta el último de sus días, hiriente y sin prejuicios, rasga en su obra con impudicia la pasividad de sus lectores para encarar lo duro que es el oficio de vivir en nuestra tierra mexicana. Levantado en la prosa, cabal y valiente, en cada uno de sus párrafos van quedando las evidencias de cómo se forja un estilo semejante al accidentado paisaje del altiplano. Perseguidor de los recovecos cordiales, él vivió como hablaba. Habló como escribió y escribió como un modesto, a veces humilde y deslumbrante en páginas memorables, vigilante del alfabeto, ciertamente enamorado de la palabra.
“Fiera palabra”
Irreverente donde según él debiera, peleonero indeclinable y dueño de un aspecto salvaje que recuerda a los gauchos, serenos y machos entre los machos. Evocador de un Hemingway desbordado. Familiarizado con los valientes del universo de Jack London, tuvo además algo de Kipling o del Horacio Quiroga cruel que hace esgrima con la muerte. Cuesta sin duda entender su complejidad, porque era de los que de veras conocieron la materia de la escritura, el goce incomparable de la creación. Eso explica su afirmación de que únicamente ante el lenguaje se inclinaba con humildad, porque "nunca acaba uno enseñoreando a las palabras". Así lo afirmó en la que sin duda ha sido la más aguda, por penetrante, entrevista realizada, en cualquier tiempo o circunstancia, a un escritor mexicano: "Ricardo Garibay, fiera palabra" (El Nacional Dominical, junio 2 de 1991), por su sobrina Norma Garibay. Hasta para celebrar el lenguaje era bronco, "engallado" y “maloso”, inclusive cuando le rendía tributo a su herramienta de trabajo: "las palabras son estas viejas putas que no llegan a entregarse nunca."
Si creemos que fondo es forma y que el tema determina al género, entonces es explicable que en esta entrevista, sin precedentes en nuestro medio por sus desgarradoras revelaciones confesionales, Ricardo bien podría representar con genio al autor de su propio protagonista. Allí se descubrió él, definiéndose por sí mismo, como un hombre sensible y entregado al arte de las letras. Tal vez, en nuestra tradición misteriosa, haya sido el único autor que combatía a sus demonios con otros demonios igualmente fieros. Allí mostró, de manera descarnada, al escritor, al hombre detrás de la pluma que exhibía en el entrecejo la cólera con impudicia. Fumador empedernido, inventor de su multidifundida imagen de boxeador, infatigable rencoroso. Pero también tuvo la vanidad para desplegar al apasionado del idioma que fue. Alzado y orgulloso en este medio atroz, sembrado de bajezas y recubierto de sombras míticas, religiosas y particularmente barrocas, nunca tuvo la debilidad de bajar la cabeza ni permitir comentarios adversos que dañaran su autoestima.
Y es que Garibay, chaparro, feo y regordete como fue, un “indio güero”, como se dice groseramente, transformó el complejo del mexicano en móvil de dominio al través de las palabras. Proveniente de un medio hostil, representativo de la vulgaridad con violencia que subyace en nuestro pueblo, provinciano si los hubo, como su Hidalgo natal, decidió asestar golpes literarios a los disfraces verbales. Y lo consiguió con largueza. Por eso se desnudó en su peculiar zaga autobiográfica, para mostrar la índole ardiente de quien cumple a diario, década tras década, su destino creador en una sociedad acrítica, dispuesta a infligir dolorosas persecuciones a los que sostienen contra viento y marea su talentosa originalidad.
Brillante en ocasiones, no obstante su índole intratable y siempre empecinada, Ricardo se empeñó en mostrarse orgulloso de su inconformidad, celoso de su vigor selectivo y, otra vez, conocedor del significado preciso de las palabras. Que por eso era soberbio, “porque no hay otro modo de sobrevivir aquí”: "una soberbia insobornable ante los demás. Una humildad de perro delante de mi propio trabajo. Hay que ser levantado, hay que tener dignidad y orgullo. No pedir, dar. No andar buscando las limosnas que otorgan los grupos, y las camarillas y las mafias. Hay que escupirles a la cara, soberbia ante toda esta gente, desde el jefe del Estado hasta el gendarme último, y una abismal humildad frente al trabajo porque el trabajo, si se es escritor de veras, es un motivo de constante humillación."
Salvarse por el lenguaje
Autor de Par de reyes, una de las obras de arte en la novelística mexicana, en cada línea de su vasta bibliografía se empeñó en curtir el lenguaje como se curte la piel, para meterse en los resquicios de una realidad penumbrosa. De allí sus contrastes y la clave de un estilo laborioso y colérico; rotundo, fascinado con el curso creciente de expresiones recias, frases cortantes. Un estilo prendido a imágenes sugestivas, dramáticas y confesionales, de las que se antojan sentencias en la orilla de la muerte. Sobre todo se conservó fiel a las situaciones directas, a la decisión de rasgar los duros o leves recubrimientos de la verdad para exhibir el fondo del alma. Implacable, mantuvo el ojo en alerta y la atención dispuesta, en todos los casos, para encender agrediendo conciencias, para acometer la verdad y pelear sin tregua, aun en contra de su propia sombra y por cuanto pudiera representarle una buena causa. Atareado en la "cacería de las emociones", anduvo metido en la peligrosa aventura de desafiar y zaherir con el arma afilada del alfabeto. Asestado el reflejo de lo real y doliente, imagino que se sentaba a fumar, a esperar su efecto de remolino para después atizar nuevas hogueras verbales. Así, tal vez, se sacudía el malestar, con un poderoso "diccionario personal", extraído de las coladeras del México siniestro, para después incorporar sus términos y filiaciones al exigente universo literario de quien sabía lo que hacía, sin las pretensiones publicitarias de los miembros del “Boom”: "una propuesta diferente".
Lejos de conformarse con reescribir la violencia, él inventó un huizachero espiritual con todo y protagonistas. Lo trabajó, lo moldeó "sin alma de por medio" mordizqueando la existencia, sin piedad; explorando sus espinas en los territorios de la ira cruel o de la culpa desventurada. Bien sabía que es ahí, justamente en el intimo huizache, en donde las cosas se aclaran o se enturbian porque sí, porque así es el oficio de vivir, porque la fortuna lo dispone o simplemente porque a algunos voluntariosos se les da la gana ser así: malditos, vengativos, crueles, desolados, cabrones o matones “hijos de la Chingada”.
Mancuerna también en solitario de José Clemente Orozco, Ricardo, en el de por sí estrecho panorama de nuestras letras, se significó por ser uno de los escasos escritores que sin miedo, a pesar de las tradiciones, de las cofradías y del gusto circunstancial, se empeñó en dirigir su pasión idiomática a la búsqueda de una voz, la suya propia, capaz de contener el tono preciso, la modulación coloquial, el desdén de los levantados y aun la melodía correspondiente al paisaje de aridez y abundancia emocional. Su obra es semejante al Altiplano reseco y ardiente, desde cuyos vericuetos se iba apoderando del mundo, arrancando secretos, descarnando la ira, pelando sin tregua las costras del alma.
Su dureza es la del México de grietas resecas, semidesértico y atroz que, a querer o no, todos llevamos dentro porque corresponde al país de las erosiones espirituales, el de la crueldad o el griterío que arde de noche en los burdeles. Mundo esquivo, calculador a la mala, brutal y retador de la muerte, al modo de los pistoleros. País de madres monumentales, mujeres de apariencia insignificante, poderosas y chantajistas, como la voz de un destino que, para nuestra desgracia, carece del sentido griego de la tragedia. Esa voz tan suya, mezcla de luminosidad y puñetazo, es la de un carácter que presintió Martín Luis Guzmán al describir, por ejemplo, a un matón como Rodolfo Fierro, pero que no recreó plenamente, no obstante sus indudables aciertos. También se respira en el universo garibayano el influjo, lejano por cierto, de la barbarie que tramada de autoritarismo, figuras cacicales y desprecio por la vida, proliferó a sus anchas durante el levantamiento armado. Pero no se encuentra en las obras de Garibay, pese a su envoltura de ostensible violencia, el universo revolucionario de Mariano Azuela, porque es otro el realismo social que lo habitó y otro el tiempo político y social de un mismo sentimiento de dominio.
Pedro Páramo por su parte, arquetipo del machismo criollo, es cúspide cultural del cacique petrificado, propietario de la tierra y su destino: todo reverdece con su presencia omnipresente; la vida es vida por él y junto a él; sin él arde el llano como el más claro signo de aridez y muerte. Con ser significativa esta figura que reine entre los muertos, no abarca el mundo del otro macho de nuestro tiempo, el que aún campea en ranchos y cantinas, hombres sueltos por los cuatro rumbos que crecen cobijados por sus madres consagradas y, desdeñosos de la nobleza, los que se alimentan de odio para intimidar y golpear. Estos y los criollos son los que habitan el mundo literario de Garibay. Éstos y su fecundo surtidor de máscaras para encubrir la ficción de una virilidad a toda prueba, la que rezuma malignidad para que nadie se les acerque, la prepotencia simuladora y siempre indiferente a los intereses de los demás y la que, como los erizos, sobrevive con su revestimiento de espinas.
Cierto: el estilo es triunfo del diccionario personal, su fondo/guía. El suyo, desde este universo atroz, resulta nítido, intempestivo, hincado en la angustia de quien, con idéntica intensidad, asimilaría la pasión de vivir y la dolorosa hondura de su religiosidad cerrada, colmada de signos amenazantes, de restricciones y señales de muerte. Estilo equivalente al mexicano harto de laberintos que en vez de balas dispara frases/daga, y a cambio de máscaras prodiga espejos. Indudable conocedor de nuestra cultura, evocó al país que surge del levantamiento armado, el de los "bragados" y las mujeres "entronas", al México de las horas crueles, el de las batallas individuales y un doloroso vacío infiltrado a la angustiosa búsqueda de identidad, que jamás se consigue en el machismo.
Es curioso que Garibay reconociera en Alfonso Reyes, quien no podía ser más opuesto, una de sus influencias significadas. Curioso es, también, que en uno de sus arranques críticos se hubiera atrevido a desacralizarlo, a mirar “al bueno de don Alfonso” como un escritor cobarde, en la orilla de sí mismo, sin arrojo ni reciedumbre. Curioso y revelador que él, a quien le hubiera gustado -según lo afirmara con ostensible gozo- "ser un padrote verdaderamente famoso... o un campeón de peso welter... un verdadero salvaje..." haya establecido su filiación espiritual justamente con su antípoda y no con quien más se identificaba su índole exacerbada, su afligida religiosidad que anduvo atrás de su necesidad de redención: el Vasconcelos autor de memorias notables e inconforme profesional, hasta la hora de su muerte.
Ejemplos de escritores de raza verdaderamente mexicanos, Vasconcelos creó un ánimo, dispuso un tono para la creación literaria, pero no dejó un universo en las letras, ni un carácter o voz distintiva en nuestra cultura, salvo en el caso peculiar de su autobiografía en la que encarna de manera notable la historia del país. Garibay, en cambio, apretó un mundo para meter en él la circunstancia que vivimos: esa realidad colérica, esencialmente bárbara y sin escrúpulos; huizachero que nos atiza el rostro y espejea una verdad que duele, que incita a la batalla civilizadora, la que nos hace gritar a unos de indignación o a otros, como a Garibay, afilar la pluma para clavarla a mitad de una máscara tan desolada y desoladora que ni siquiera ha podido apropiarse del signo trágico. Una realidad de tal modo doliente, impotente e imprecisa, que para sobrevivirse a sí misma, debe conformarse con su clamor de piedad y misericordia.