Santa Muerte
Los evangelizadores se cansaron de comprobar que ni palos, diablos o amenazas de fuego eterno podían contra la “idolatría” de los naturales. Para tercos, terco y medio; pero el avezado fray Diego Durán no tardaría en advertir que los bautizados eran más taimados que cristianos. A la voz de “lo que mande su merced”, en vez de abolir sus creencias las mezclaban a lo ajeno, empezando por la cohorte de santos y advocaciones marianas. Para desencanto del clero, en el inevitable sincretismo perdurarían rasgos -inclusive oscuros- en el alma de los nativos. No que fueran mejores personas los colonizadores ni que su religión trasmitiera sabiduría y justicia, es que para ellos sólo había un credo, una sola idea de lo humano y un Dios único y verdadero. Por distinto e incomprendido, lo demás había que abolirlo para que los vencidos asumieran su situación de supeditados a las normas del amo.
Por muchas causas -y no solamente religiosas- españoles y criollos consideraban inferiores y chapuceros a los naturales. Entre tantos repudios que impidieron consolidar una identidad mestiza capaz de superar el complejo del vencido, los dominadores no podían tolerar que “adoraran lo grotesco y demoníaco”. No encontraban virtud ni sentido estético en nada. Temblaban de horror frente a Cuatlicue, “la del faldellín de serpientes”, en cuya dualidad cabían los principios de la vida y la muerte. No se diga del respeto que se profesaba por Mictlantecuhtli, Señor de la Muerte, cuyo aspecto descarnado ilustraba la importancia de su macabra intervención, con su esposa Mictecacíhuatl, en el destino de los antiguos mexicanos.
Desde el siniestro Tzompantli, donde se colgaban las calaveras para honrar a los dioses, hasta cualquier variedad de máscaras, pinturas y piedras con esqueletos labrados, la muerte en todas sus expresiones es inseparable de la mentalidad y la religiosidad de nuestros antepasados. Entre burlas, veras, ironías y miedo enmascarado, la popular Catrina de José Guadalupe Posada no es por ello casualidad cultural, sino resultado del sincretismo alojado en el inconsciente colectivo. Es tal el culto a la Muerte que lo raro habría sido que no evolucionara como espejo social. La devoción por una típicamente mestiza Santa Muerte no carece de fundamento: en esencia, conlleva la dualidad originaria como protectora-destructora y administradora de la vida y la muerte.
Enmascaradas o no, las creencias y el sentimiento de lo sagrado reflejan el carácter de su feligresía. Respecto de la Santa Muerte predomina una fuerte influencia popular en el enredo de devoción y supersticiones con el catolicismo local. Su reputación no desmerece ante las costumbres del día de muertos; tampoco con la actitud que se guarda con la muerte en sí o las peculiaridades funerarias. Patrona de criminales, migrantes, “mojados”, narcotraficantes, prostitutas, delincuentes, políticos, comerciantes y cuanto individuo o “colectivo” simpatice con los negocios del inframundo, la Santa Muerte no se limita a ser honrada en nichos callejeros ni en altares domiciliarios porque su creciente complejidad como religión organizada nos sorprende hasta en pormenores. Es tan poderosa su visibilidad que no podemos menospreciarla ni tomarla a la ligera porque, inclusive a nivel internacional, goza de una gran credibilidad.
Hay que ver la monumentalidad de su figura en Tultitlán, a las puertas de su templo, para calcular cuán lucrativa es su supremacía. Protectora del más allá y de naturaleza dual, como los señores de Mictlán, no se trata de un culto pobre ni desestructurado: tiene doctrina, prelados, accesorios, liturgia y muchos y enormes templos. No existe barrio, casa, calle en el centro de México ni plaza popular desprovista de santuarios tan surrealistas como Ella misma: calaca barrocamente ataviada con túnicas y tafetas coloridas, exvotos y abalorios exagerados con luces de neón… Sentada o de pie, sus nichos se llenan de rogativas escritas, guirnaldas de papel y muchos, muchísimos tributos en especie, especialmente dólares. Guardiana de las “putitas chiquitas” y de los atribulados de la noche, inspira una religiosidad sombría y ceremonial que sin duda se explica porque nos viene de lejos.
Me pregunto a qué espiritualidad se vincula un esqueleto consagrado que no reconoce clases sociales. Su disponiobilidad es absoluta para quienes buscan favores, protección y justicia. Los “mojados” se encomiendan a Ella al aventurarse “pal otro lado”. Meten billetes por la ranura de sus nichos y hasta los asesinos, con las manos ensangrentadas, se inclinan ante “su Santísima Muerte” con la humildad del desamparado. Nadie se atreve a robar el montón de dinero acumulado. Gloria bendita y guardiana también de comercios, lupanares, reclusorios y lo que se vincule al lado oscuro, es impresionante observar cómo proliferan capillas, sagrarios domiciliarios, hornacinas y hasta estampas, imágenes de bolsillo e infaltables y surrealistas reliquias. Ni un pelo escapa al control de diáconos, oficiantes, guardianes y ritos litúrgicos que atraen a la muchedumbre hasta donde la Parca sienta con más saña sus reales.
Imposible negar que en nuestro México subyace el misterio. Estamos llenos de extravagancias, aunque estemos incapacitados para comprenderlas.