Ser lector (a): una pasión
Alberto Manguel define la lectura como “la más humana de las actividades creativas”. Humana -pienso con él o a propósito de él- porque congrega pensamiento, imaginación, descubrimiento, deseo, memoria, sueño, goce, emoción, deslinde… Vaya, creativa porque entre libro y lector se abre un mundo de dos lados entre los cuales palabras y silencio no cesan de intercambiar historias, laberintos, secretos y sentimientos insospechados. Me refiero a historias de la memoria pasada y por venir, así como a los relatos del escritor que habla y dice cosas; cosas que podríamos o no conocer, pero que en el mejor de los casos atrapan porque aun lo viejo, cuando dicho de otra manera, resulta tan original o luminoso que nos hace querer más, ir más allá, hacer una pausa para agregar, completar o disminuir, corregir, preguntar y cuando posible, también escribir en paralelo “otra cosa” nueva o distinta de la anterior. Esto, porque especialmente el lector/escritor está naturalmente inoculado de peculiaridades que lo hacen, aun sin saberlo, miembro de una cofradía de amantes de lo prodigioso: algo manifiesto mediante amor al lenguaje, curiosidad, pasión de saber, gusto por el objeto mismo, por su hechura, su memoria implícita y sus componentes; en suma, por el universo contenido entre portada y contraportada.
Lectora temprana y sin guía, me pregunto cómo me hacía de autores y títulos, inclusive infantiles, sin presencias sensibles a mi alrededor. Por algo me intriga la idea del Destino. Intuí que en la lectura se me revelaba el porvenir o ya estaban descritos hechos sucedidos o por suceder. Al crecer y aun antes de saber que Virginia Woolf escribió lo propio en su ensayo sobre Charlotte Brontë, reconocí huellas de mi existencia en cada libro que “me tocaba”: leer “era tanto como redactar nuestra autobiografía, porque a medida que sabemos más sobre la vida descubrimos que Shakespeare también habló de lo que acabamos de aprender.”
Sagrado desde mis primeros hallazgos, supe que el libro es depositario del misterio. A partir de esta certeza entendí por qué fracasan, una tras otra, todas las campañas en favor de la lectura: no hay pasión. Los no lectores pretenden persuadir de leer a otros que, como ellos, ignoran de lo que son capaces las palabras. Hay que estar inoculados para probar la fiebre. Entre pazguatos no se enciende ni se trasmite la llama que llama cuando se sabe que la palabra es luz y enamoramiento. Tampoco se comunica que un poema, un cuento, un ensayo, carta o relato cualquiera es un fragmento de la complejísima sabiduría atesorada en sabe Dios cuáles rechimales previstos por mentes tan prodigiosas e intemporales como Homero, Platón, Aristóteles, Sófocles, Shakespeare, Cervantes, Confucio, Juan de la Cruz, Kafka, Yourcenar, Borges, Steiner… Nombres penetrados hasta el hueso por el lenguaje; voces y metáforas que nos permiten ver; ver más allá de lo aparente: VER al otro y lo otro. Ver al Jesús de Teresa, ver el libro detrás del libro que dijera Jabès; ver el pergamino “que nunca volverá a enrollarse” y el infierno de Dante. Infierno que, años después de leído, es visto y padecido. Ver “tu rostro mi Señor” -como le dice lady Macbeth a su marido, es como un libro en el que los hombres pueden leer cosas extrañas. Leer pues como iluminado. Leer como los místicos, cuando elevaban la mirada al cielo en pos del Verbo; leer como el elegido que sabe -como san Agustín- que El libro que leen nunca se cerrará. Leer el sueño y saber…
Aleguen lo que aleguen en favor del libro y sus supuestas virtudes, nunca se ganará un lector con propagandas futiles ni a fuerza de palabrería publicitaria. ¿Para qué -me pregunto- los que no leen quieren que lean los que no leen? ¿Cuál es el trasfondo de tal propósito? Únicamente el que conoce la flama entiende la naturaleza del fuego. Cosa difícil esa de contagiar el enamoramiento del lenguaje y sus misterios. En cualquier nivel, incluida la universidad, nunca tuve un maestro que fuera un verdadero lector. Campeaba el tedio y abundaban burócratas de la enseñanza. Se recetaban títulos, bibliografías y medianías como si en la exigencia de “examinar” se les fuera prestigio y salario a los profesores. No me tocó en suerte, pues, alguien semejante al Roberto Bolaño devorador de lecturas que a mitad de la noche se levantaba porque debía continuar la página. No me tocó tampoco un tú que leyera como si en ello se le fuera la vida.
Aun hoy, cuando visito un museo o alguna de las bibliotecas que resguardan incunables, rarezas, manuscritos y antigüedades bibliográficas como joyas preciosas, me inclino con devoción ante un códice, un mamotreto, una tablilla sumeria, un papiro un libro de horas... Pienso en las cartas secretas y la pasión de Heloísa que no declinaba ante la cobardía del mutilado Abelardo. Agradezco en silencio la generosidad de Japón que estando allá y al enterarse de mi interés por el Genji y su literatura en general, me llevaron a conocer el diario de Murasaki Shikibu, entre otras obras remotas, cuya sola memoria aún me estremece. No por nada mi fascinación por la Biblioteca de Alejandría y su historia me han acompañado con la fidelidad de un único y verdadero amor; el amor ideal y recreado a fuerza de lecturas.
Ya se sabe que desde la remota invención de las tablillas, nuestra especie necesitó escribir, inventar lenguajes, extender las palabras para identificar y comprender lo humano, lo sublime, el horror, lo bello, lo conocido y lo desconocido. Fuera en tabillas, rollos, papiros o biblos, la lectura nunca interesó a las mayorías. ¿Por qué, desde sus orígenes y hasta nuestros días leer es privilegio de minorías? Me refiero a leer leer, no a conocer letras del alfabeto ni a rellenar con citas y boberías los muros de las redes sociales. Tampoco me interesan repetidores descendientes de Eco, la infortunada infecunda que aturrulló a Narciso. Leer, pues, como una pasión, la más perdurable e iluminadora de todas.