Shambhala o Shangri-la
Al caminar por las faldas de los Himalayas, pregunté al monje budista que me acompañaba durante mi estancia en Nepal si había un fondo de verdad en el antiguo mito sobre el reino de Shambhala. Entre relatos de aquí y allá, intercalados a reflexiones doctrinarias, abundamos en detalles extraordinarios sobre por qué un supuesto lugar de perfección ha atraído tanto a la curiosidad de Occidente. En una de las pausas, el lama me miró de fijo y juntó ritualmente su cabeza a la mía. Me habló al oído y susurró algo apenas audible. Sólo entendí que buscara dentro de mí, que “Shangri-la es el Camino y no hay más Edén que el que se oculta en el corazón. Signo, palabra, silencio y símbolo, sin embargo, quedaron entre mis referentes vitalicios y, desde entonces, ha sido imposible separarlos del eje reflexivo de mi escritura.
Entre los vergeles idílicos que han discurrido todos los credos, el misterioso Shambhala o reino de luz habitado por seres perfectos o en aceleradas etapas de perfección, destaca por su armonía universal entre la paz, la sabiduría y la belleza. Inmerso en las raíces del shamanismo, del hinduismo y del budismo, durante miles de años Shamballa o Chang Shambhala, como se le conoce en la India -donde supuestamente permanece oculto entre los Himalayas-, ha inspirado numerosas fábulas sobre la existencia del santuario interior, consagrado a la iluminación. Algunos libros lo localizan más allá del norte del Tíbet, donde solían apartarse a vivir en soledad los meditadores, ascetas, ermitaños y yoguis de tan inmensa sabiduría que, aislados del mundo y por participar compasivamente de la divinidad que se encuentra en la energía y en todos los seres vivos, adquirieron el poder de guiar y proteger de sí misma a la humanidad. Otros dicen que hay que buscarlo sin meta porque, en realidad, Shangri-la es el Camino y lo que sucede en ese camino como ruta de realización.
En aquellas regiones donde todo es posible, no hay más que experimentar lo sagrado para abrirse al misterio de la iluminación y del paraíso bienaventurado. Fuente de sabiduría eterna y Edén habitado en perfecta armonía con la naturaleza y el universo por seres inmortales, tiene a Kalapa por capital. Que en sus jardines de sándalo hay un inmenso mandala tridimensional de kala chakrá, realizado por el rey Suchandra, quien vino desde el norte de Cachemira para divulgar la práctica del kalachakrá que aprendió directamente de Buda en Dhania Kataka. Indicios como éste indican que, quizá localizada en Cachemira o en el Tíbet, en esta ciudad prodigiosa reina el rey Kulika, sentado hasta el infinito en su trono de leones.
Inspirador de complejas utopías de felicidad y nirvana, bastó referirme a Shambhala para que el acucioso lama desdoblara una larga y erudita fábula sobre este refugio de perfecta espiritualidad. Lo conocí como Shangri-la en mi adolescencia, gracias a la lectura de la novela de James Hilton, Horizontes perdidos, y fue una de mis puertas de acceso al budismo tibetano. Secreta, aislada del mundo exterior y perseguida por exploradores y curiosos occidentales, quizá desde que la genial Alexandra David-Néel publicara noticias y libros sobre su monumental hazaña de acceder a pie por los Himalayas nevados al entonces Tíbet proscrito, esta hermosa utopía supera cualquier mito edénico.
Geográficamente se asocia a Shambhala con la cordillera Kunlun, una de las cadenas montañosas más largas de Asia que forma, hacia el este, la frontera del Tíbet. Estas montañas son infaltables en la mitología china, por lo que no extraña que ahí se escondiera el paraíso taoísta, cuyo primer visitante sería el rey Mu, de la dinastía Zhou, a quien se atribuye el descubrimiento del palacio de Jade de Huangdi –nada menos que el célebre y muy borgeano Emperador Amarillo- y de la Reina Madre del Oeste, Xiwangmu.
Oasis inaccesible, paraíso subterráneo provisto de pasajes que conducen a todos los continentes, axis mundi o quizá un estado alterado de conciencia donde se congregan todas las energías, Shamballa (por otro nombre) es un ideal místico a pesar de que ocultistas, viajeros infatigables, peregrinos, espiritualistas y teósofos en vano se han dedicado a explorar e inquirir sus fuentes míticas, supuestamente físicas e inclusive bibliográficas. Empeñado en consagrar su símbolo, James Hilton recreó este cielo en 1933. Su pasión por el budismo le hizo identificar el mito de modo tan persuasivo que no tardó en creerse verídica su ubicación en los montes Kun Lun, aunque la tradición tampoco descarta la legendaria Bielovodye o Tierra de las Aguas Blancas de la remota Rusia como sedes inequívocas del templo sagrado por excelencia.
Shamballa ha sido una suerte de Nirvana figurada, cuya visión beatífica no se altera al paso de los milenios. Como los grandes mitos que perduran alojados en las honduras del ser, el Reino Oculto continúa alimentando el éxtasis con que se asocia la vida. Allí, sus enigmáticos inmortales contemplan la salida del Sol, desconocen el paso del tiempo y perviven en un estado de pura felicidad cultivando eternamente los dones del espíritu. Sólo trasmiten el misterio de su visión remota y sus poderes sobrehumanos a los privilegiados quienes, en su viaje interior, han abierto las puertas de la percepción para ver todo tal como es, infinito.
Ningún otro paraíso ni figura mítica ofrece tan claras pistas de las potencialidades espirituales del ser humano. Significa, en toda su magnitud, un volverse hacia adentro para descubrir lo que somos capaces de conocer y experimentar los humanos en la conciencia recóndita. Buda se apartó del mundo para conocerse y conocer el mundo al través de miles de reencarnaciones. Sus experiencias meditativas lo llevaron al estado perfecto, el de nirvana o su Shamballa interior, que no es otra que la perfecta sabiduría o iluminación. Durante su proceso contemplativo supo que era posible una liberación del sufrimiento, no de la vida. Vislumbró en su estado contemplativo todas las cosas, todas sus reencarnaciones, todos los seres y tiempos. Miró el fin del mundo y más allá. Iluminado, “el Despierto” se dedicó después de su maravillosa experiencia a trasmitir su doctrina y aun a la edad de ochenta y dos años, cuando murió, enseñó el camino a sus discípulos.
Se cree que los sabios del Reino Oculto viven fuera del mundo, en una región inescrutable, rodeados de luz y en plena felicidad. Cuando Buda declaró que la Nirvana es una salida para el dolor, se refirió al estado de bodisatva que conoce la inmortalidad y participa compasivamente de las penas del mundo, tal y como se pregona respecto de los maestros espirituales que acceden al no-lugar o Reino Oculto de Shamballa o renombrado Shangri-la: un espacio cósmico donde se experimenta la liberación iluminadora propia de la idea que Nietzsche desarrollara como Amor fati, o el amor al propio destino, el cual quizá sólo se logra por quienes han conseguido tanta sabiduría espiritual que causan la anhelada unidad con el universo.
La trama del destino o de la vida que se hila en Shamballa es la de la aceptación gozosa del sosiego. Éste se encuentra dentro de sí. Lo sabe quien consigue vivir, según las altas enseñanzas budistas, sin deseo ni temor gracias a su experiencia de lo eterno, desarrollada al través de la meditación que invoca el poder interior.
Shamballa, por consiguiente, no es un lugar físico. Es el Camino y la respuesta del camino que habría de nutrir la doctrina contenida en el Kalachakra, que es la mayor fuente del misticismo tibetano, desde que Buda trasmitiera su mensaje a los hombres santos que lo siguieron en la India.
Según textos sagrados del budismo tibetano, el Reino Oculto consta de ocho regiones rodeadas por un anillo montañoso hecho de hielo traslúcido, en cuyo centro se localizan la ciudad de Kapala y el palacio de Kingos compuesto de oro, diamantes, coral y otras gemas preciosas. Anterior a la Atlántida y superior en logros espirituales y materiales, lo describen como un paraíso circular, al igual que las grandes imágenes primordiales de la humanidad que no únicamente reflejan la psique, sino la figura empleada invariablemente por magos y sacerdotes para hacer que la magia funcione. Lo circular, como las estupas y los Mandalas (que en sánscrito significa círculo, quizá para sincronizar la energía personal con la universal), al igual que la rueda de la vida y una enorme cantidad de símbolos orientales, gira como metáfora de eternidad. Considerada eje del mundo por encontrarse ceñida por un anillo luminoso, Shambhala concentra el orden cósmico. Sus pobladores se anuncian dotados con una sabiduría y poseen una experiencia más profunda que el común de los mortales.
Emparentados espiritualmente a estos sabios maestros, los lamas más evolucionados, que fueran observados por la célebre orientalista Alexandra David-Néel durante los catorce o más años de estudiar el budismo, filosofías orientales y otras doctrinas de la India, serían ponderados a lo largo de su vasta obra. al describir sus capacidades extraordinaria, cultivadas mediante disciplinas meditativas, como la levitación, el control absoluto de su mente, la clarividencia, la habilidad de aparecer y desmaterializarse y la gracia curativa: datos que confirman la idea que asegura que la de Buda es una conciencia luminosa, inmanente que da forma a todas las cosas y a toda la vida.
Las imágenes del paraíso de la iluminación, de la eterna juventud y de la felicidad convergen en la idea del Camino. Sus versiones coinciden con la sugestiva propuesta de mitólogos, como el memorable Joseph Campbell: Shambhala es la recompensa del viaje interior, cuando los meditadores cultivan, mediante la contemplación, sus propios poderes para trascender la rueda de la vida.