Siempre Rulfo, siempre entre los muertos
Que su pueblo era horrible y pobre, como los pueblos de tierra caliente, donde la gente se mata, los campesinos carecen de tierra, las mujeres mandan, los curas se aprovechan de las muchachas y los que pueden se van de braceros. Así me contaba Rulfo las durezas de su infancia en el café de una librería en Insurgentes, casi esquina con Barranca del Muerto, o en la más cercana a su casa en Guadalupe Inn. Dada su natural dificultad para relacionarse, podría decir que fuimos amigos, al menos de esos de edades desiguales y la misma pasión por las letras.
De Jalisco los dos, sabíamos que todo es posible en aquellos rumbos que han perdido hasta el nombre. Yo le contaba que conocí en Zapotlán a “las señoritas Arreola”, fabricantes de dulces y hermanas de Juan José. Allá iba de vez en vez para visitar a mi tía abuela quien, además de jugar a las cartas, dominaba el milagro multiplicador del 5% o 10% mensual, lo que le permitió adueñarse de un número nada desdeñable de casas, locales, ranchos y “lotes” de toda índole. “Ah, sí! -reponía Juanito-: en esos pueblos se dedican al agio… y arreglan sus asuntos a su manera”.
Taimados pues, fueran del llano o de Los Altos, los nombres que llevaba en la memoria eran como los de su Comala genial, salvo que los de mis recuerdos sacaban en las tardes sus sillas a la banqueta, se sentaban inclinándolas contra la pared y “jugaban a las duradas”. Ganaba el que más horas permanecía en ese estado de observante ociosidad que desde pequeña me dispondría a entender el universo rulfiano. Más que novela ilusoria, Pedro Páramo es una perfecta trasposición literaria del pueblo muerto, de la mentalidad perversa del macho que hizo su propia revolución para defenderse de la revolución. Es la idealizada y magnífica Susana San Juan, el hijo errabundo en busca del padre, el México esquivo, oscuro, el que nunca se da a conocer.
La brevedad no le impidió atinar con la soledad en revoltura de sueño, mito y extrema crueldad. A 60 años de su primera edición, Pedro Páramo exhibe lo que es capaz el mexicano “malo”, el que continúa imbuido de cacicazgo. Rulfo reúne todas las voces, desde el delirio al murmullo profundo, pero invariablemente impresiona la del viejo que pregunta <<¿Te acuerdas de cuando mataron a la Perra?>>, mientras voltea las tortillas frente al fuego. Es la voz sobre todo del hijo huérfano, eco de los muertos en un pueblo muerto. Es Dorotea, Pedro Páramo, la verdadera patria, el submundo, el rostro oculto…
“No soy un escritor profesional; apenas un aficionado…” Un cigarro seguía al otro, la ceniza caía donde fuera y Juanito, de pocas y casi ininteligibles palabras, recordaba que allá en San Gabriel, como en todo Sayula y por esos rumbos ardientes de donde él “había sido”, pegaba el sol como patada de mula. La gente era hermética, no hablaba de nada, se guardaba sus cosas por desconfianza. No le faltaba razón al decir que en los años cincuenta la literatura mexicana no tenía presencia ni valor ni nada. "Era nada". El analfabetismo era aplastante. La gente no leía. Los que lo hacían compraba traducciones y publicaciones españolas o argentinas de novelistas rusos o norteamericanos como Dos Passos, Faulkner, Hemingway o Sinclair Lewis. Pese a ser ediciones de 500 ejemplares de la magnífica Editorial Cvltura, de sello mexicano, las librerías de viejo tenían todos o casi todos sus títulos porque no sin razón se decía que “los lectores eran los mismos que escribían”; es decir, que por cualquier lado que se cuente, no llegaban a 500 y más bien sobraban un montón de libros que no se vendían en décadas.
El diagnóstico de Rulfo era preciso y coincidente con Vasconcelos: que no había literatura porque a los escritores no les gustaba la verdad ni tenían resueltos sus problemas básicos. Tampoco se podía construir una gran novela con otra cosa que no fueran la ignorancia y la miseria. A los narradores de la Revolución no los apreciaban porque los tildaban de reporteros de ciertos sucesos -agregaba. Que Pedro Páramo o antes Los murmullos, igual que sus cuentos, se le ocurrió cuando visitó el panteón de San Gabriel o de Sayula o cualquiera equivalente al de la geografía de su memoria. Recorrer tumbas “es lo único interesante que hay en los pueblos”. Así fue como Susana san Juan se le vino a la cabeza.
Con ese lenguaje tan de campo esquivo en llano ardiente, “inventó” la trama con la presencia de los muertos, pues en los camposantos rurales los cadáveres “se suben” por encima de la tierra y pueden rondar entre los vivos. Lo que también enseña el campo, además de su creencia en los fantasmas, es que siempre sobran las palabras. Por eso tiró más de 150 cuartillas, realizó dos o tres versiones en seis meses y, a la voz de que menos es más, se ciñó a lo esencial hasta abarcar un mundo entero.
Enemigo de entrevistas, de juicios sumarios y protagonismos ociosos, en público decía que su novela era oscura y que no era Pedro Páramo el personaje, sino Comala: un pueblo muerto, de gente muerta, con ánimas rondando sin espacio ni tiempo; ánimas que aparecen y se desvanecen, como las de los que mueren en pecado, que son casi todos “y por eso andaban tantos rondando por el pueblo”.
Consciente de esa sensación sombría, típica de los pueblos de Jalisco, sin más le pregunté si arrastraba la sombra de su infancia. “Es una sombra que me llena de decepción y desengaño desde que ahorcaron a mi abuelo y asesinaron a mi padre… Y Pedro Páramo es eso y nada más: la búsqueda del padre… y, al final, la esperanza que se derrumba como un montón de piedras.”
De poco o casi nada apreciable en las letras mexicanas –como no fuera la poesía-, el medio siglo se pobló de obras y nombres que demostraban que el país si era un universo para contarse. Con la excepción de Reyes, siempre aparte, Paz abrió el camino al nuevo ensayo con El laberinto de la soledad y la narrativa comenzó a abultarse con las ficciones de Arreola, la presencia arrolladora de Carlos Fuentes, el hachazo doliente de Revueltas, el acierto existencialista de Josefina Vicens, Ricardo Garibay, macho entre los machos… Una tras otra se multiplicaban historias, estilos, destellos de una cultura diversa durante siglos silenciada. Por encima de cualquier consideración, dos títulos fueron raya en el agua y siguen siendo referentes de nuestra mejor y más original literatura: Pedro Páramo y, desde luego, Los recuerdos del porvenir de Elena Garro.
Como la multiplicación de los panes, se reprodujeron los escritores durante los pródigos años sesenta. Inés Arredondo, Rosario Castellanos, Ema Godoy… Aparecieron mujeres de buena pluma y autores como Sergio Pitol, Salvador Elizondo, Luis Spota, Jorge Ibargüengoitia, Sergio Galindo y un batallón de jóvenes demostraron que había talento y participaba con pujanza en el “estallido” latinoamericano.
Pedro Páramo y Los recuerdos del porvenir, sin embargo, brillaron entonces y todavía reinan en solitario. Dos obras y dos autores distintos, inclusive contrapuestos, como el silencio y el vocerío, como la furia y la cólera mansa. Ambos arrancaron la máscara al México sombrío. Desnudaron su impiedad, su machismo surcado de pasiones, atado al fracaso que a unos condena a vagar como ánimas entre muertos/muertos y a otros, como Isabel Moncada, a quedar en la memoria de los vivos convertida en piedra.
Amaba las letras y, de Brasil, casi todo. Rulfo publicó su Pedro Páramo en 1955, hace 60 años. Texto obligado en las escuelas, por millones se cuentan los ejemplares y por decenas sus traducciones. Un prodigio, por donde se vea. De fines de 1963, muy distinta fue la suerte de Los recuerdos del porvenir: un regalo para lectores exigentes. Como Francisco Rosas e Isabel Moncada, como Juan Preciado, como el secreto de Luvina, como Susana san Juan o Pedro Páramo -pesos pesados de nuestras letras-, Comala e Ixtepec se integraron a la fábula de un México que no fue, que no es, aunque sigue siendo: paradoja siempre; un México hoy desechurado y reducido a surtidor de sangre y llanto.