Martha Robles

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Tropezar con las mismas piedras

laotraopinion.com.mx

 Obvio y controversial después de que el mundo probó liderazgos tan diferentes entre sí como los protagonizados por Churchill, Roosevelt, Mussolini, Hitler, Stalin, Castro,  Franco, etc., en las mayorías menos civilizadas perdura una suerte de nostalgia por el caudillismo y/o el poder personal.  De preferencia donde no hay parlamentos fuertes percibimos, todavía, un inocultable apetito de líderes, mejor si autoritarios, caprichosos y con mano dura. Aun a pesar de que el marxismo muriera de marxismo, como señalara Popper, y aunque la historia esté plagada de secuelas de las atrocidades cometidas por el poder personal y/o absoluto, pervive el clamor de la muchedumbre para ser controlada por el elegido, el ungido, el redentor, el guía.

Cuba fue la tierra prometida y Castro y el ‘Che’, héroes idílicos para una generación huérfana de padres y de figuras reales en tiempos oscuros. La segunda posguerra mundial dejó supeditado al planeta a dos poderes rivales que competían por tutelar el neoimperialismo desde sus respectivas ambiciones e ideologías. Sin alternativa intermedia, comunismo y capitalismo se constituyeron en fuerzas contrapuestas, aunque coincidentes en sus propósitos de dominio. Si bien hacia el fin del siglo el capitalismo no murió de capitalismo como ocurriera a la contraparte marxista, quizá porque en la democracia subyace su capacidad de rectificar y transformarse, al menos dejó en claro que, no obstante su tremenda imperfección, los sistemas capitalistas están abiertos a las reformas, están incluso ávidos de reformas, como tantas veces y de modos varios demostrara Karl R. Popper, el gran representante de la filosofía social.

Al menos durante algo más de tres décadas de jaleos políticos, rivalidades intimidantes y amenazas mutuas, Moscú y Washington invadían países vulnerables, instigaban a su antojo, prohijaban gobiernos/títeres, caudillismos y regímenes dictatoriales. En detrimento de una educación cívica, indispensable para la formación de demócratas, el predominio de las ideologías fortaleció los sistemas de sujeción, a su vez enaltecidos mediante cruzadas proselitistas que en nada desmerecían a los fanatismos religiosos. De este modo y ante el fracaso del laicismo y  las doctrinas sociopolíticas, resurgieron con ferocidad renovada los fanatismos que, en vez de las otrora guerrillas, aportaron al siglo XXI el recurso del terrorismo, con una obvia finalidad: administrar el poder del miedo que  estuviera en las exclusivas manos de las dos potencias mundiales. Entonces, en posesión de las armas más letales, los regentes del destino universal mantenían a la humanidad con el alma en un hilo. En plena “Guerra Fría”, mientras tanto, la gigantesca China y la pequeñita Cuba ajustaban a su manera  sus versiones dictatoriales de un comunismo no soviético, no obstante totalitario y de intolerancia tan inquebrantable que aún a la fecha se resienten sus consecuencias. En medio de saldos sangrientos y amenazas de ataques nucleares, el siglo XX pasaría a la historia como uno de los más violentos y contradictorios de los tiempos modernos.

Consecuentes con el efecto divisorio de la bipolaridad reinante, las generaciones de la segunda mitad del siglo pasado, por consiguiente, nacimos y crecimos atenazadas por dos lenguajes y dos modelos tan extremos como amenazantes, disímiles e inconciliables. Creadoras de sus propias mitologías,  derechas e izquierdas se constituyeron en sustitutos del Mal y del Bien, con una salvedad: no obstante su propaganda agresiva por los derechos y libertades, el capitalismo no arrojó héroes a imitar ni referentes inspiradores; tampoco provocó fidelidades ciegas ni autoinmolaciones apasionadas como observamos entre la feligresía comunista.

En contrapunto, las varias vertientes de izquierda fueron pródigas en fomentar figuras (masculinas)  ensalzadas con exageración  en sus orígenes. Sus pregones consagrados  se asimilaban como en una oración y ni pensantes como Sartre y sus camarillas tenían la decencia de aceptar los inauditos crímenes del estalinismo. Luego, ante errores fatídicos y ya inocultables como la Revolución Cultural, en China, el posterior desencanto del castrismo y el irremisible caos de la más cercana “Revolución Sandinista” (por citar algunos ejemplos), comenzaron las justificaciones, el arrepentimiento de los fanáticos y una suerte de silencio acusador de la estupidez de quienes adoran a supuestos redentores y, a la hora de las verdades, se quedan sin argumentos, como hoy ocurre con el chavismo venezolano y  su engendro monstruoso, Nicolás Maduro. Ni qué decir de la infortunada Nicaragua o de la Cuba dictatorial de los Castro, y así sucesivamente, sin desmerecer historias pavorosas como la de Saddam Hussein y de países reducidos a harapos como el propio Irak, Paquistán, Afganistán…., y tantísimos más que siguen siendo víctimas de lo provocado a corto y largo plazo por el dominio personal de sus caudillos, sus líderes, sus dictadores que fueron o no elegidos en las urnas.

Imperfecta como es, no hay mejor invento de la historia que la democracia, a condición de que existan demócratas, ciudadanos y ciudadanía; derechos y libertades. De no contar con estos requisitos, como en México y tantos países, el régimen electoral funciona como mera pantalla de las sociedades cerradas y su falsas instituciones. Lo que se encumbra con el hígado tarde o temprano queda exhibido como ejemplo de la degradación de lo que es capaz el poder absoluto. Los días de los monarcas deificados no acabaron con el régimen faraónico; más bien se trasformaron a partir del dominio ptolemaico y al paso de los siglos engendraron modalidades no menos brutales como Gengis Kan, los emperadores romanos, Carlo Magno…, y el colonialismo inacabado.  

La afirmación de Karl Popper es la mejor síntesis crítica a los regímenes totalitarios y, con ellos, a la deificación de personajes mesiánicos:  Quien promete el paraíso en la tierra nunca ha producido nada, salvo un verdadero infierno. En nombre de las sociedades abiertas y sus correlativas libertades y derechos, este paladín del racionalismo crítico desenmascaró los sueños de la razón moderna y sus construcciones de grandeza que suplantan la realidad, además de nutrir la ofuscación popular y la intolerancia deificando a quienes suponen dotados con cualidades mesiánicas.

Y en eso estamos, porque las advertencias no son alimento para las masas. Tampoco sirve experimentar en cabeza ajena, porque ya se sabe que, invariablemente, somos más listos que todos. Sin contención parlamentaria; sin oposición ni discrepancia organizada; con resabios de una partidocracia espuria;  supeditados al proclamado redentor de este territorio de culebras; sin pensamiento crítico y carentes de una poderosa presencia intelectual que razone los riesgos del poder personal, ya comenzamos a observar el poder del Único Uno. Rodeado de viejitos y empleados obedientes, nuestro santo mandatario electo ya ordena quitar y poner instituciones, obras, Estado Mayor, refinerías, aeropuertos… Todo, pues, exactamente como el personaje de El otoño del Patriarca:  

Allá arriba, lejos de las ficciones del pueblo, los gobernantes hacían lo que el Patriarca: “resolvía problemas de estado y asuntos domésticos con la misma simplicidad con que ordenaba que me quiten esta puerta de aquí y me la pongan allá, la quitaban, que me la vuelvan a poner, la ponían, que el reloj de la torre no diera las doce sino a las dos para que la vida pareciera más larga, se cumplía...” Era la rutina simple y a la vez compleja y espantosa de una América ciega y sorda a su diversidad y también incapaz de adueñarse de su destino (…)

Incapaces de adueñarnos de nuestro destino, si; así somos. Si en el pasados no quisimos ni pudimos crear un Congreso digno, un Poder Judicial confiable y un Ejecutivo respetuoso de los valores democráticos, ahora el carro completo ya anticipa los duros caminos que nos aguardan por agachados, por no atrevernos a ser, en verdad, una República a la altura de los mejores.