Martha Robles

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Truman Capote, el siempre vivo

Rebasaba apenas el metro y medio de estatura, pero ni el amaneramiento ni su voz aflautada le impidieron auto definirse en su último libro, Música para camaleones (1980), con estas palabras: “Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”. Infaltable entre la beautiful people, sus delirios no tuvieron carta aborrecida hasta que sus ex amigas, “las cisnes”, lo condenaron al ostracismo.  Su declive fue tan lastimoso que quedó reducido a piltrafa. Alegó que era inevitable revelar el lado oculto de las celebrities, porque estaba en su naturaleza. Mojaba su pluma en lo más prohibido y dominaba con tal maestría el arte del chisme y la confesión que en cada página realizaba un strip-tease que superaba al anterior.

Se regodeaba a tal punto con la mordacidad, suavizada a veces con toques amables, que repetía como en una oración: “las palabras me han salvado de la tristeza”. Sin embargo y aunque nada apagó su talento ni lo condenó al olvido, la reacción de los agraviados, en la que no faltó un sonado suicidio, lo hundió en una depresión irremisible que empeoró fatalmente sus adicciones. De que era genial no cupo duda, y fue vanguardista en varios aspectos. Baste citar la creación, en 1966, del versátil y muy apreciado espacio literario entre lo verosímil, lo ficticio y lo real que él mismo etiquetó de non fiction, a propósito del éxito sin precedentes de A sangre fría: suerte de reportaje novelado, no/género o escritura inclasificable que, basado en el pavoroso asesinato de una familia en Kansas y la condena a muerte de los dos supuestos criminales,  enriqueció sustancialmente los modos de contar.

La non fiction es una de las invaluables aportaciones a las letras modernas, a condición de que los vasos comunicantes entre el relato, el ensayo, la crónica y/o el reportaje cobren su más alto sentido por la calidad de la prosa, como la de Capote.  Su estilo absorbió el espíritu de un siglo XX que se aventuró en los sesenta con lo novedoso y la rebeldía, la experimentación en el arte y las drogas, el orientalismo, el uso de la primera persona en la narrativa, las protestas masivas y la curiosidad por los lenguajes audiovisuales. En atención a las contradicciones inevitables, hay que reconocer que la época que proclamó con el hipismo “todo está permitido” no pudo zafarse del violento conservadurismo clasemediero que escondía sus debilidades.

Su pericia para escudriñar las vidas de los ricos y famosos se anticipó al lucrativo estallido de la prensa rosa. Por su cultura y gran estilo, dejó la vara muy alta a quienes todavía tratan de imitarlo. Equilibrista entre lo ficticio y lo verosímil, sus retratos eran feroces y de tal modo precisos que no necesitaba nombres reales para identificarlos. La materia prima con que se balanceaba entre el periodismo, la frivolidad y la literatura se convirtió, a nivel global y como salta a la vista en el llamado papel cuché o prensa del corazón, en oro molido unos años después de su muerte, ocurrida en 1982.  Nada había en el tiempo para que se diera otro Proust; sin embargo y a pesar del precio pagado por ello, Truman demostró que nada es más rentable ni apetitoso que el chisme, la indiscreción y el lado oscuro de las celebridades.

Adoraba ensalzarse a sí mismo tanto como ventilar al selecto club de los millonarios neoyorquinos. La vanidad le impidió prever que le harían pagar su indiscreción después de las primeras entregas a la prestigiosa revista Esquire que, según él, lo convertiría en el Marcel Proust americano con el proyecto Oraciones respondidas: “novela” inconclusa por obvias razones. Los capítulos reunidos fueron publicados póstumamente con este título tan sugerente -Answered Prayers-, primero en Inglaterra en 1986 y un año después en los Estados Unidos. Adelantado en la versatilidad anecdótica de lo que se tenía por proscrito, no creyó que los ociosos ricachones fueran tan intocables como los políticos.

Su protagonismo sustituyó durante varios años su fiebre escritural. Emperador de los mentideros donde fluían secretos y era de mal gusto hablar de dinero,  Capote cultivó una relación de amor/odio con miembros del jet set que en mayoría consideraba estúpidos. Colaborador regular del New Yorker, en los apuntes de su Autobiografía dijo: “preferiría ser amigo mío que enemigo”. Ahora, a propósito del centenario de su nacimiento, reaparece su fantasma en el mundillo del comadreo. La ocasión es idónea para divulgar la serie de Ryan Murphy, anunciada en HBO Max: Feud: Capote vs. The Swans, basada en el escandaloso artículo que, en 1965, a sus cincuenta de edad, publicó en Esquire, la revista considerada más prestigiosa de Occidente no solo por sus firmas y su diseño, sino por mantenerse desde su fundación, en 1933, en la cima del mejor periodismo.

“Quién que sea no es” diría Unamuno. Y el que es, lo es por su genio y figura. Nacido en 1924, Truman Capote era un carácter. Cuesta imaginar su aislamiento infantil en su Luisiana natal, cuando comenzó a recoger habladurías, cuentos, peculiaridades de sus vecinos y cuanto pidiera su apetito de ver y oír la vida de los otros. De pequeño acompañaba a la criada a las casas de los adinerados “para enterarse de todo”; a partir de ahí, todo sería historia. Mientras el pequeño Truman crecía al cuidado de parientes, William Faulkner, el otro prodigio sureño, recreaba los destinos sombríos que pululaban en la región como sombras “entre el ruido y la furia”: infortunios  asimilados como manera de ser después de la Gran Depresión de los años treinta. Distintos en lo esencial como escritores, cada uno es indispensable para entender la complejidad de un  Estados Unidos multicultural y agarrado al símbolo del dinero desde todas las perspectivas.

La biografía de Capote es fascinante. De manera temprana proclamó su talento y su homosexualidad. Se vanaglorió de haber sido portador de episodios oscuros en su carácter de gigoló y madre escucha.  Pese a considerarse un temprano y formidable lector, adoraba el glamour. Preguntaba a sus frívolos anfitriones por qué le contaban sus confidencias sabiendo que era escritor. Y los amigos/enemigos/amantes/cómplices  con los que un día navegaba en sus yates por la costa atlántica y entre semana gustaba comer frente al Hotel Regis, en La Côte Basque de la neoyorquina calle 55, donde esposas y amantes se reunían para ser envidiadas y darse a notar, más y peor se exhibían y estiraban la lengua creyendo ilusoriamente que sus confesiones eran más inviolables que sus cuentas bancarias.

Conmemorar centenarios es una excelente ocasión para recuperar encuentros felices con  lecturas y autores. En ese sentido (y pensando en que los eventos internacionales por la muerte de Kafka están a la vista), este 2024 avanza con una prometedora lista de nombres y obras que nos apartarán, siquiera por unos meses, del “ruido y la furia” que ha convertido a nuestro pobre país en un infierno.