Velocidad: la tentación del abismo
La imagen de la muchacha ávida de una vida excesiva y aparatosa que quedó embarrada en el pavimento me recordó a Isadora Duncan quien, a tono con “los felices años veinte”, cedió a la tentación del abismo y se encontró con la muerte. Con la distancia de un siglo entre ambas y cada una a su manera, las dos copilotas sucumbieron al vértigo de la velocidad y el desenfreno: la joven en motocicleta, a todo rugir en la carretera México-Cuernavaca; en la Costa Azul, la otra iba artificialmente feliz a bordo de un lujoso Bugatti descapotable cuando el larguísimo foulard rojo de seda que ondeaba graciosamente desde su cuello se enganchó en los radios de la rueda trasera. Sin que el apuesto conductor italiano se percatara, la vaporosa bufanda la estranguló de un tirón y no sólo la hizo saltar al Paseo de los Ingleses, en Niza, sino que fue arrastrada grotescamente hasta que los gritos empavorecidos de los testigos fueron más altos que el run run del cochecito.
Con nada qué ver entre sí, las dos mujeres encarnaron el espíritu de su hora respectiva: frustración, desencanto y sexualización excesiva al menos para sentir algo, sentirse… Sin un proyecto de vida más allá del aquí y ahora, como no fuera el delirante y dispuesto a romper todas las convenciones, la joven viajaba de paquete en el palomar de la motocicleta, abrazada al piloto: larga melena negra; ropa ajustada para marcar los pechos abultados, la cintura arqueada y el trasero ancho y bien alzado. Cualquiera puede enterarse en la web de que “La Negrita”, una de las supuestas novias del clan Unión Tepito, a sus veintitrés años de edad vendía armas en las redes sociales, sin nadie que lo impidiera. No es nueva la fantasía femenina con el machismo motorizado; lo nuevo es la forma de fabularlo y llevarlo al extremo del riesgo; en este caso, a unos 250 km/h.
A cielo abierto lo han repetido los miembros –hombres y mujeres- del ejército del diablo asociado a la delincuencia mexicana: jóvenes que prefieren una vida breve de lujos y emociones fuertes que la pobreza sin estilo y sin futuro. A la vuelta de un siglo, los años veinte vuelven a poner en la palestra la hipersexualización femenina como reacción a un pasado inmediato marcado por la desolación, la violencia y la ausencia de esperanzas activas. En la Europa de hace un siglo se radicalizó el estallido femenino a consecuencia de la Primera Guerra Mundial. Feroz si las ha habido, la experiencia dejó la muerte y la idea de la muerte atravesadas en el alma de los que sobrevivieron. Su reacción fue el estallido, un estruendo enmascarado de glamour y avidez de probarlo todo hasta que, a partir de 1929, la ilusión, la futilidad y el ánimo festivo reventarían frente al inesperado golpe de realidad que inauguró, para todos, otro capítulo de la historia.
En el México de las décadas recientes ha sido devastadora la impotencia aniquilante provocada por la desintegración social, por la manera con la que se priva a los jóvenes de futuro y garantías vitales: narcotráfico, feminicidios, secuestros, prostitución forzada, desempleo, ignorancia, pedofilia tolerada, impunidad delictiva y el general y prolongado estado de violencia que ha incrementado el impulso de muerte aupado a la certeza de transitoriedad. En las redes sociales se lucen las “novias” del narcotráfico: cuerpos a lo Barbi, mejor si reforzados con cirugías. A cielo abierto erotizan su participación en el peligro. Su actitud se corresponde con sus vestimentas, el lenguaje y la intrepidez con la que inclusive conducen ellas mismas enormes motocicletas o vehículos de lujo. No faltan las encarceladas ni reinas de belleza cuya fatalidad podría identificarlas como “reinas de la muerte”.
En “los locos años veinte” llamaban “mujeres de la vida” a las asiduas a espacios de esparcimiento principalmente en París, Berlín, Nueva York o Niza, donde intercambiaban fantasías artistas, flappers, bohemios, poetas y librepensadores. En ámbitos forzadamente artificiosos y de preferencia con ayuda del alcohol o de las drogas se reinventaba tanto lo femenino como la estética tramada con fantasmas eróticos sembrados de hombres “rotos”. Ejemplo redondo de ese ánimo transgresor, Isadora Duncan trascendió a plenitud a su propio personaje. Revolucionó el arte de la danza y protagonizó un destino trágico que la hundió en el pozo del sufrimiento. Desquiciada, se empinó en la autodestrucción durante los últimos años de su vida. Y, ataviada en rojo de punta a punta, lo consiguió para añadir a su leyenda una original y espantosa manera de morir.
Los años veinte de hoy no se inclinan por una estética liberadora ni creativa; todo lo contrario: el desenfreno y la ausencia de rumbo entrañan una profunda ansiedad que roza el vacío. Es la nada. Nos cerca la confusión desesperada. Así el ritmo del regatón, los perreos, el artificio festivo en altos decibeles, el gusto por lo grotesco y por las armas, la ostentación, las expresiones vejatorias y el roce con la crueldad que parecen gritar una desmoralizada necesidad de sentir, de ser notados, de balancearse en el abismo y, a fin de cuentas, de evitar la confrontación con esa nada que pese a todo quiere formar parte de algo, ser algo y con alguien.
Los residentes de la noche durante “los locos años veinte” arrastraban las sombras de millones de caídos, mutilados y atormentados en la guerra de trincheras. No obstante la música, la literatura, las artes gráficas, el diseño, la arquitectura, la danza -y el Art Nouveau en suma- respondían con aportaciones deslumbrantes a la parte oscura que persistía como un mal olor, el olor de la muerte. El talento florecía como deseo de vida, de la esperanza oculta en algún recóndito escondite. Al final del día los protagonistas del desenfado se hallaban habitados por una desoladora incertidumbre. Lo captaron escritores tan talentosos como Scott Fitzgerald, André Gide, Pirandello y nada menos que Kafka: genio que habría de enseñarnos de que se tratan la sinrazón, el vacío, el miedo y el absurdo. Siempre está la maravillosa novela de Djuna Barnes, El bosque de la noche, para exhibir la realidad de los atribulados mientras que, grácil, aún esbelta y talentosa, Isadora era adorada como una diosa en los grandes escenarios de Europa. Descalza, sin maquillaje, el largo cabello al aire y apenas cubierta con una sutil túnica evocadora de su pasión por Grecia, improvisaba sin reglas, sin posiciones ni estereotipos, al ritmo de cualquier sinfonía. Implacable como es contra algunos, el destino la hizo probar con anticipación y en carne propia el sufrimiento que aguardaba a las generaciones por venir.
Intrépidas, hipersexualizadas, arrojadizas, con melenas largas y prendas mínimas, sus fotografías en la web ilustran lo poderosa que puede ser la atracción del lado oscuro. Carecemos de testimonios de calidad sobre el desarrollo y transformación de las jóvenes portadoras de su propia concepción de la sexualidad, lo femenino y la mujer en el México hostil de nuestros días. Las enormes motocicletas a toda velocidad, sin embargo, no pueden separarse del machismo intimidante que crece afianzado en la fantasía del poder, el Poder que inclusive se atreve con la muerte propia y la de los demás.
Isadora se describió a sí misma en Mi vida, aunque de vez en vez surgen más biógrafos y nuevos datos que amplían su significación en la memoria de la dizque feliz despreocupación de los años veinte. Emprendió al anochecer del 14 de septiembre de 1927 su último viaje al grito de “adiós mis amigos, voy al amor; voy a la gloria”. El joven empleado del garaje, Benoît Falchetto, más interesado en venderle el automóvil que en ser recordado como su último amante, se ofreció para llevarla a su hotel a sabiendas que no podría escapar a un encuentro acaso no tan apasionado. A sus cincuenta de edad la histriónica bailarina estaba atrapada en la decadencia física y mental. Con un sobrepeso que no se molestaba en combatir, ya no bailaba ni quedaban rasgos de la Duncan largamente ovacionada. Arrastraba una historia de pérdidas, dolor, excesos, deudas, transgresiones, mal vivir y extravagancias que contrarrestaba su leyenda de revolucionaria en la danza. Ningún rasgo de sus días de gloria ni de la belleza de su juventud. No conoció la desolación de la vejez, pero años y ocasiones tuvo para padecer la hondura de la depresión, el pozo del desaliento.