Misterios del amor
Todos –o casi- conocemos el estallido de un arrebato enceguecedor que identificamos con el enamoramiento. Enigmático y huidizo, es un fenómeno efervescente de preferencia compartido entre dos. Su intensidad duele, fascina, exalta, alegra y se expande por los sentidos hasta obnubilar la conciencia. Experimentarlo no solo hechiza y crea un territorio excluyente de lo cotidiano, además aviva el deseo sexual y despierta el afán de exclusividad y trascendencia que suele acompañarse de preocupaciones egoístas que, en el mejor de los casos, conduce a lo que Alberoni llama “estado naciente”; es decir, el que genera una peculiar fusión de individuos separados que incita a crear un destino juntos, a compartirlo todo, a sacrificarse por el amado y abrirse a una peculiar sinceridad.
Aunque el enamoramiento homosexual no es en esencia distinto, en la mayoría de los casos el de las parejas en edad de procrear se complementa con el acto reproductivo, donde comienza otra forma de ver, aceptar y apreciar al amado en una situación que rebasa el propósito excluyente de “vivir en el otro” para vivir con él al dar vida, forma y sentido a una identificación primitiva.
La felicidad del enamorado no tiene rival. Eterniza el presente. Consagra el instante. Allana el futuro. Vuelve transgresor, arrojadizo y aventurado al más tímido. Diviniza al objeto de su pasión y encuentra cauces para expresar la necesidad de introducirse a una situación nueva, revolucionaria si las hay, a la altura de una verdadera historia de amor. El amante/amado, por simple que sea, acude a la poesía para ilustrar por sí mismo o en palabras ajenas la transfiguración de su espíritu. Cupido se encarga de borrar defectos y debilidades de quien se vuelve único y especial por el hecho de ser “el elegido de su corazón”. Bajo el influjo de Venus las imperfecciones se vuelven graciosas, la piel, los gestos, los movimientos, las palabras e inclusive tonterías y rutinas se agregan a una continuidad placentera. Antes diversa, la vida se concentra en una sola persona, la que causa esta “herida” transfigurada en una dulce alegría. Una dual seguridad/inseguridad acecha sin embargo a los amantes. Es la presencia invisible del temor a que “eso” –su entusiasmo implícito- disminuya o desparezca, sea por la envidia de los demás, por los impedimentos externos que se interponen en el cumplimiento de sus deseos o por el riesgo de que la relación derive a un apagamiento tan súbito como su estallido inicial.
El uno, al fundirse en “nosotros”, despliega fuerzas que ponen en juego los alcances de la energía vital. El enamoramiento nos lanza a la aventura de creernos capaces de las hazañas más temerarias. Imaginamos más de la cuenta, fantaseamos, percibimos olores, colores y sensaciones que irrumpen en el erotismo. Una luz desconocida irradia cuanto fuera opaco y el anhelo de dar y tener placer agita la entraña con la intención de estar en el cuerpo del otro. Desprovistos de sexualidad, los amores platónicos parecen condenados a la imposibilidad de adquirir forma, trascendencia y sentido. Sin embargo, la existencia de una barrera, real o imaginaria, se vuelve acicate para mantener en vilo esa ilusión peculiar que mantiene en estado puro las fuerzas que lo alimentan.
Tal es la explosión de emociones y sensaciones del alma enamorada que los especialistas en la materia, cuyas interpretaciones por cierto son múltiples, diversas y no necesariamente coincidentes, aseguran que si bien es una de las experiencias más enriquecedoras, felices y anheladas por la mayoría, solo es soportable porque no es un estado lineal ni permanente. Si tanto fuego quema, no sentirlo siquiera una vez entristece al grado de ensombrecer la existencia. Se requiere sabiduría para conservar sus ascuas y estar en disposición de atizarlas para que la relación fluya en tránsitos de enamoramiento y amor, lo cual resulta difícil cuando los amantes descuidan el nutriente de la generosidad, la comprensión, la simpatía mutua, el sacrificio, el respeto y el reconocimiento a la individualidad del otro.
Nada como la amistad que se va construyendo durante periodos de declive, rutina o pasividad para reiniciar etapas de nuevos descubrimientos recíprocos. La procreación y el cuidado de los hijos es uno de esos periodos/cifra en que el enamoramiento disminuye a cambio de explorar otras formas de amor solidario y sólido. Hay múltiples factores que comprometen e involucran a la unidad de la pareja en situaciones que ponen a prueba su resistencia a lo distinto y externo. Inmersos en un ámbito familiar, laboral o social, los enamorados se dan cuenta de que a su pesar hay algo que tiende a separar lo que antes parecía indivisible. Por eso los enamorados, intuitivamente, se apartan de los demás, porque la exclusividad es de suyo excluyente como recurso de protección. Y no solo eso: está suficientemente estudiado que los no enamorados se sienten intimidados por este estado naciente que conmociona, agita fanatismos, remueve intereses, sacude supersticiones y prejuicios y atenta contra las categorías establecidas de la vida cotidiana.
Toda pasión -y ésta antes que las demás-, espeta las potencias que la alimentan. De ahí su riesgo mortal. Así lo ejemplifican desde los mitos hasta las historias de amor proscritas como la de Tristán e Isolda, Abelardo y Eloísa y ni que decir de Romeo y Julieta, a quienes bastó coincidir unos días en el reconocimiento mutuo para que, en el fervor de la adolescencia y el natural hervidero hormonal, prefirieran morir antes que renunciar a la dulzura encarnada por el amado/amante. A sabiendas de que eran mutuamente insustituibles y que los obstáculos familiares superaban su intención de “permanecer unidos para siempre”, eligieron la muerte antes que enfrentarse al vacío que significaba vivir sin el nutriente de su efusión compartida y fantástica. Por sobre el romanticismo que encumbra a esta pareja de jóvenes legendarios, en ellos se advierte la profundidad de que es capaz el estallido del enamoramiento.
No es extraño que la sociedad asocie ciertos estados de enamoramiento “no convencionales” con la locura, la transgresión y la insensatez. Motivo de burla y escarnio, el apego desmesurado de un viejo por una muchacha se tiene por grotesco, ridículo y fuera de lugar, toda vez que la disparidad también lo es de las energías vitales y de actitudes que desencadenan el impulso natural de crear una reciprocidad compartida. Inevitablemente el adulto enamorado de un o una joven se expone a sufrir un delirio teñido de muecas, caprichos y conductas que extreman los riesgos de un montaje romántico condenado no únicamente a la censura y a las desventajas implícitas en tal inequidad generacional, sino al choque de expectativas diferentes que tarde o temprano demuestran que, para que el enamoramiento trascienda inclusive entre miembros de culturas y religiones distintas, requiere que la pareja cumpla con la posibilidad de convertirse en espejo, complemento solidario del otro y disponibilidad para renunciar a cosas esenciales a cambio de otras quizá satisfactorias para ambos.
Desde tiempos inmemoriales se ha demostrado que la humanidad está hecha para reconocerse en los ojos, en el deseo, en la aceptación y en la simpatía de quien le regresa la emoción del amor para dotarlo de identidad, fuerza, sentido y sobre todo certidumbre: algo que, ciertamente, cursa situaciones y provoca reacciones completamente distintas al solo llamado de la sexualidad que comienza y concluye con el atractivo y la satisfacción de conquistar el objeto del deseo. Lo cierto, en asunto tan ardiente, es que de no cegarse a las imperfecciones del otro, nadie aspiraría a probarse en este afán de encantamiento y felicidad que, con suerte, enriquece nuestro sentimiento de humanidad.