Desde los días en que el castellano llegara a nuestra tierra, América quedaría entre las promesas del destino. Su lucha se ha balanceado entre la mejor herencia de los evangelizadores humanistas y el afán devastador de la barbarie. Con gran sentido, Alfonso Reyes asignó una función prospectiva a la palabra recibida para atender el llamado de una responsabilidad inesperada en el mundo colonial: su incorporación al ensayo unificador de la cultura.
Permanecer entre las promesas del destino significa enfrentar el desafío de la adversidad que distingue a los vencidos. Como en las limitaciones materiales o en la indecisión popular proveniente de siglos de acoso al pensamiento, persecuciones y miseria, también son obvios los empeños por integrarnos al patrimonio universal del humanismo. Reyes no ignoró que la americana es una realidad teñida de contrastes: a más ostensible el efecto de su pasado colonial mayor el desafío de superación que ha recaído sobre escritores, científicos, artistas y maestros, porque a ellos corresponde incrementar las razones de fe en una sociedad mejor. Se trata de una minoría privilegiada cuya razón de ser se cumple por la voluntad de superarse. Así lo vivió y así pregonó la capacidad transformadora de la razón cultivada.
El puñado de miembros de su generación compartió la misma certeza, convertida en móvil educativo por Vasconcelos: “la cultura sólo existe en la inteligencia de los individuos, y sólo por ella se sostiene”. No todo se reduce al proceso evolutivo del desarrollo ni al prejuicio de que vivimos marginados del saber de nuestro tiempo; sin embargo, si no existieran talentos singulares sería peor la crisis moral que nos aqueja. Reyes supuso que la inteligencia social de los países dominantes no lleva un curso favorable al equilibrio y que por eso tenemos que fomentar el ejercicio de la crítica, como compromiso del saber. No en las masas, que todo imitan, sino de unas cuantas individualidades proceden la esperanza y los remedios para mejorar la existencia. De allí el celo de este ensayista por los nutrientes del saber. Vivió confiado en el poder multiplicador de una simiente que si bien brota donde nadie se lo espera, sus frutos llegan a expandirse por la palabra, en la que creyó con religiosidad.
Son las variantes individuales de los genios de excepción, la inventiva y los descubrimientos, los que garantizan el fortalecimiento cultural. Variantes que, en nuestros pueblos, avivan la voluntad de trascendencia con el deseo de superarse que repite el voluntarismo ponderado por Vasconcelos, quizá como eco de una generación que, como la suya, tuvo en Pedro Henríquez Ureña las fuentes de un mensaje asimilado por los ateneístas. Por ellos sabemos que hay peculiaridades actuantes como focos genéticos o vasos comunicantes que alimentan o afianzan un conocimiento general entre diversas disciplinas.
La obra de Alfonso Reyes destacaría por su singularidad: síntesis y labor propositiva, además de hallazgos en la reflexión contemporánea sobre el improbable ser universal que tanto ponderó. Poeta y humanista, su vida ejemplifica la fuerza del individuo allí donde parece que la adversidad no se aviene con la vocación disciplinada ni con el talento. Basta leerlo para aceptar con él que no hay más promesa del destino que la voluntad liberadora del espíritu ni más misión intelectual que la indicada en la única finalidad del humanismo: salvar al Hombre –insistió- con sus propios atributos y sobre el saldo acumulativo de sus defecciones.
Abolir la postración e integrar las varias directrices del espíritu creador son propósitos que don Alfonso compartió con otros humanistas. Creyó en la democracia por las mismas causas por las que abominó del sometimiento o de la brutalidad deliberados. Y es que la justicia, para él, depende del desarrollo social en libertad porque su ejercicio se enriquece cuando se educa el intelecto con la guía de la virtud y la conciencia del servicio. En ese sentido, ponderó hasta idealizarla la cultura griega y, en menor medida, también la latina y la medieval. A tal certeza obedeció cierta premura por combatir a la ignorancia porque de ella son el retroceso de las dictaduras, el prejuicio de superioridad racial para encubrir una burda explotación y el fanatismo de quienes no pueden elegir. Según él, en los ignorantes predominan imágenes primarias o algunas figuraciones salvadoras discurridas con la fe de una sola representación del mundo.
Nuestra América, como solía llamarse al continente delimitado por la lengua compartida, representaba la necesidad de una toma de conciencia; es decir, una definición de su carácter como parte activa y dialogante en el proceso civilizador universal; activo y actuante entre las lenguas. No se refería a cierta transmisión de lo que a todos es inherente como resultado del vivir humano, sino a su armonía continental para vencer el nefasto signo de los pueblos coloniales, que al parecer están limitados desde su profunda conciencia para incorporar su inteligencia a la continuidad del legado cultural.
Suyo era también el sueño de Bolívar, aunque Reyes ensanchó, a través de imperativos helenos, el empeño de unidad continental. Sin la responsabilidad moral de la política no puede ser posible ningún equilibrio solidario entre los pueblos. Lograr esta armonía depende de una suma de individuos, de su fuerza interesada en el Bien como principio y de la crítica que corona a la razón. Es este el hilo conductor de una obra vasta, siempre pedagógica e indivisa de las fuentes clásicas. Su idea unificadora consistió en reorientar la voluntad en función de la cultura, mediante un empeño de autotransformación crítica que no puede sustraerse del propósito más general de la sociedad. Así se entiende que es de minorías el deber de vigilar el rumbo ético durante el proceso de nivelación social.
“Llegamos a la edad -dijo- de entender nuestra tarea como un imperativo moral, como uno de tantos esfuerzos por la salvación de la cultura, es decir, por la salvación del Hombre”. Por nuestra propia realidad, siempre cifrada por la circunstancia colonial, abarcaba Reyes una doble pertenencia americana al legado aborigen y a lo consustancial adquirido por medio de Occidente desde las raíces grecolatinas. Tales elementos, indivisos de por sí del orden indicativo de lo humano, han contribuido a precisar una identidad dentro de las nociones unificadoras del espíritu, y más aún: un principio por el cual este continente, lejos de resignarse a fracasar ante las adversidades, prefiere vivir aferrado como está a su vocación por la justicia a la que cuesta hallar una solución confiable o la oportunidad de ajustar sus ideales a la circunstancia de los hechos.
Si aceptamos que la cultura es el repertorio del Hombre, nuestro deber no podría ser otro que conservarla y continuarla. En ello se compromete el destino de la especie. Conoció nuestro escritor la amenaza nuclear y los usos devastadores del saber. De ahí los imperativos humanistas en la función civilizadora. Tal su certeza en el poder transformador de la cultura basada en la virtud. Por eso es y será actual su esperanza activa por una vida digna.
Fiel a la paideia, Reyes vislumbró el defecto capital de una supuesta civilización de especialistas aptos en una dirección entrenada, pero incapaces de conocer el sentido humanitario y humano, a plenitud y con sus posibilidades. De ciencia bárbara calificó al saber de los que omiten su lealtad primicia, su apego espiritual a los asuntos del cielo y de la Tierra. Nada podría sustituir a los universales en la formación de nuestros jóvenes, insistió. Educar es también trasmitir una visión de conjunto del medio y de la especie. Conocer, en suma, lo que ha sido, es y ha de ser el Hombre como especie privilegiada con la razón para respetarlo y perfeccionarlo sistemáticamente.
De aplicarse esta idea, que don Alfonso retomó de lo mejor de la paideia -magistralmente estudiada por Jaeger,- podríamos protegernos del poder devastador del aprendizaje limitado de la técnica y de los desvaríos de la improvisación y de la ignorancia. La conciliación de los opuestos, no obstante conservar la diversidad entre los pueblos, hace exige entender los fines propios de la especie; es decir, conservar y acrecentar la obra del espíritu trasmitida por la cultura.
Así lo proclamó en su “Discurso por Virgilio”: “El desvincular la especialidad de la universalidad equivale a cortar la raíz, la línea de alimentación. Cuando los especialistas, magnetizados sobre su cabeza de alfiler, pierden de vista el conjunto de los fines humanos, producen aberraciones políticas. Cuando los hombres lo pierden de vista, labran su desgracia y la de los suyos.” De estas palabras se desprende una severa advertencia. Es necesario recoger de los mejores aquello que anhelamos para los que habrán de sucedernos. La nuestra no es hora exactamente de crisis, sino de revisión de valores, como lo asegurara nuestro clásico.
Con más claridad al paso del tiempo y ante la brutalidad en la que se encuentra sumida nuestro país, la obra de Alfonso Reyes, crece como advertencia en muchos aspectos y, en otros, si sabemos entenderla, sombra protectora de nuestro destino. No es demanda ni aspiración menor participar en la razón del ser, mediante la obra del espíritu, para que no sean la casualidad ni los instintos los que dirijan las acciones. En gran medida, la cultura es un imperativo ético de la existencia; ésta y no otra debe ser la rienda de una sociedad en la que lo mejor está por construirse.