El discurso dominante define la época y por contraste también a sus detractores, pero no a los pensadores libres: a diferencia de las mayorías, las individualidades innovan, van a la vanguardia y no se identifican con lo establecido. Sea religioso o político, el propósito del discurso dominante es homologar, eliminar diferencias y debilitar el ímpetu liberador de las culturas; de ahí la costumbre de perseguir y abolir la crítica, lo distinto y la desobediencia, inseparable de la razón educada. En nombre del poder y del supuesto “interés del pueblo”, la voz directriz, para afianzarse, corrompe derechos y libertades. Sus propósitos se integran a un lenguaje de exclusiones y repudios que se agravan al sentirse vulnerados por la influencia diversificadora de los “seres únicos”.
Las medianías, siempre en alerta para no violentar el espíritu de la tribu, son el mejor soporte de los discursos dominantes, al grado de constituirse en enemigas protagónicas de las mentes brillantes. Inclusive las letras medianas se corresponden con el gusto y las preferencias en boga. Basta, a modo de ejemplo, darse un paseo por la música, las letras o la arquitectura comunista o fascista para confirmar cuán intimidantes llegan a ser los seres únicos donde imperan los dogmas, las ideologías y la intolerancia. No hay misterio en los discursos avasalladores cuando de cerrar y mantener el Poder se trata. El discurso dominante es el mensaje. Para entenderlo, hay que bucear en los lenguajes de Hitler, Mussolini, Stalin, Mao, Franco, Perón, Castro, Putin, Trump e inclusive en las peroratas de los pequeños autócratas, a la manera de López Obrador, Ortega, Maduro, Milei, Bukele...
Condenada a la soledad, la naturaleza de las individualidades o “seres únicos” tiene sus propios rumbos. Aunque nazcan, crezcan y se desarrollen en ella, independizándose y ensimismándose, no están ni se sienten integrados a la comunidad. A pesar de aislarse, el distinto es visto por los demás y también señalado o ninguneado. Gracias a sus antenas convencionales, el otro ve o percibe lo diferente con más agudeza cuando el ser único se debate entre no darse a notar y no poder evitarlo. De ahí el cuestionamiento vitalicio de figuras tan trascendentales como Sócrates, Diógenes, Fidias, Leonardo, Séneca… Y es que no hay opción: aun a costa de arriesgar la vida o la libertad, el ser único es el que es en sí y, por consiguiente, no puede evitar ir a contracorriente.
Obsérvese cuán marcado de obstáculos y penurias es el destino de tantos filósofos, pensadores, artistas y escritores no asimilados a las ideologías ni a los credos: Giordano Bruno, Galileo, Newton… La lista de perseguidos de ayer u hoy es estremecedora. Son hombres y algunas mujeres sobre cuyos desafíos descansan importantes frutos. De ellos proceden ideas, obras, vanguardias y revelaciones porque, originales, reflexivos y creativos de por sí, no acatan ni caben en los patrones del clan. Están dotados para aventurarse con lo menos visible: lo oculto, lo innominado y la dificultad.
A riesgo de marginarse o ser perseguidos (lo que es frecuente), asumen su singularidad expresándola mediante ideas, en el arte, la ciencia o en las letras. Las singularidades o seres únicos ven, entienden e interpretan desde perspectivas nada convencionales. El más alto ejemplo nos remite a la Grecia clásica, cuando gracias a la independencia de las ciudades estado hubo tal riqueza de individualidades que, milenios después, aun nos maravillan. Así el Renacimiento: otro surtidor de seres únicos también sellado por el dominio de otra edad y su respectivo discurso dominante para manejar a la tribu.
Es un fenómeno de ida y vuelta. Así como la mayoría y los gobernantes se intimidan ante el que Unamuno diría “un carácter”, el ser único no socializa como lo demás, tampoco acepta ser “uno de nosotros” ni comparte prejuicios que a los demás les son necesarios. En suma, el ser único está condenado a la soledad o al ostracismo. Inclusive llega a apartarse por decisión propia, por inadaptado, rebelde, visionario, crítico e inconforme.
Es famosa la hora en que Montaigne decidió retirarse a pensar y escribir sus Ensayos en su torre emblemática. Después de él se multiplicarían tanto los viajeros que no hallaban su lugar como nuevas torres reales o simbólicas. Además de varios genios renacentistas, las biografías de Rousseau, Diderot, Voltaire o de exploradores y genios del siglo XIX como Sir Francis Richard Burton o Lawrence, el de Arabia, ilustran de manera dramática el padecimiento íntimo y las reacciones de “los otros”, inflexibles miembros de la tribu. No son las mayorías los protagonistas del progreso, sino sus beneficiarias. Los diferentes y talentosos enriquecen la vida en sí y las culturas. Hay que asomarse al siglo XX para ver más de cerca el destino de genialidades como Pessoa, Kafka, Hannah Arendt y tantos perseguidos por el fascismo alemán durante el fin del imperio austro-húngaro: Joseph Roth, Stefan Zweig, Robert Musil, Walter Benjamin….
La reciente lectura del Ser único. Un desafío existencial del filósofo alemán Rüdiger Safranski me hizo levantar otras páginas y acudir en paralelo a algunos de los autores examinados. Es flaca aún nuestra cultura y muy pobre en diversidad temática y pensadores. ¡Cuánta falta hace aquí la suma de saber, originalidad y pensamiento! Al margen de sor Juana y más acá también de Octavio Paz o Esther Seligson, este de los seres únicos es un tema inexistente en nuestra tradición literaria. Rüdiger tiene en común con Ortega y Gasset la buena pluma y la virtud de provocar y atrapar a sus lectores con sugerencias que, párrafo a párrafo, nos hacen ir más allá de lo escrito; tanto, que por el poder de la libre asociación sin darnos cuenta nos dejamos llevar a “otros” espacios de la razón, de las biografías y de la imaginación. Es un tesoro de sugerencias. Una vez más ha renovado mi interés por la tensión que se extrema entre el ser singular, la sociedad y los enemigos de la democracia, de la diversidad y de la creación en su más alto sentido. Más allá de sus páginas, coincido con este brillante alemán en creer que la singularidad entraña un verdadero desafío existencial.