La literatura no cambia el mundo, pero lo aclara y en ocasiones lo reinventa mejor. De amor, dolor, miedo, sueño, muerte, ambición y poder, con sus contrarios, intrigas y derivados, consisten los grandes temas desde el mito y la poesía hasta el ensayo y la novela. Por el Quijote supimos que aun lo más dramático tiene una parte de comicidad que nos hace sonreír; sin embargo, en nuestra América eran impensables las sonrisas e intocables los padres-padres, los héroes y opresores hasta que los miembros de la nueva novela comenzaron a atreverse con ellos. Hasta entonces los envolvía un halo consagrado, como de santos embalsamados, y la memoria los decantaba hacia la exaltación o el olvido, según la conveniencia o el peso de la orfandad.
Uno, dos o tres déspotas y apenas unos más teñidos de heroicidad aparecieron como el rey desnudo en unos ficcionarios mejor logrados que otros. De pronto, mientras avanzaba la segunda mitad del siglo pasado, oropeles, pedestales, sagrarios y fábulas infladas fueron perdiendo la pomposidad distintiva de nuestras tierras para abrir paso a los primeros retratos de la infamia o de los súper héroes. Recuerdo, por ejemplo, que cuando leía El general en su laberinto, se atravesaba en mi mente la patética leyenda de cómo la esposa de “Su Alteza Serenísima” contrataba pordioseros para llenarle la antesala y hacerle sentir, en su decrepitud, que una muchedumbre de peticionarios aguardaba el favor de una audiencia.
Así Bolívar en sus últimos días: un hombre solo que cavilaba en la hamaca remeciendo su enfermedad teñida de desvaríos. Excluido del poder, era apenas un errabundo debilitado tras batallar por la independencia del dominio español. Como pedazos de sí mismo el héroe abandonaba ideales, bienes y mujeres en el camino que antes lo aferraba a la vida. Al reconstruir un tiempo perdido o acaso inexistente, García Márquez creó con “El Libertador” la doble metáfora del cuerpo doliente y de la agonía aplicable a nuestros pueblos, miserablemente habituados si no al yugo del haitiano Henri Christophe de Carpentier, cuando menos a la inmunda mano del Patriarca otoñal del propio Gabo.
Lejos de parecerse al déspota solitario que, tirado en el suelo, no era más que un viejo decrépito con el uniforme de lienzo sin insignias, más viejo que todos los hombres, Bolívar se iba del mundo como salido de sí mismo, con un único par de botas y con la cabeza sembrada de fantasmas. Ensimismado, con el alma saliendo por todos sus poros Bolívar, el hombre, era una criatura débil que avanzaba hacia la muerte creyéndose en Europa. Divagaba por el Río Magdalena acosado por espectros, saludado al paso de pueblos que lo llamaban Libertador, y rodeado del triste séquito al que tampoco favorecieron los dioses.
Si algo hay saturado deesperpentos y episodios extraordinarios es la historia del poder civil, militar o religioso. Quitarle la mitra al obispo, las insignias al militar, la máscara al gobernante o el halo de autoridad al padre deja en cueros al que puede ser un gordinflón esclavo de sus apetitos, un cobarde matón, un impotente golpeador, un pobre diablo o un aceitoso aferrado a la caricatura que lo sostiene. Basta un vistazo al caldero de pasiones del que provienen tantos espantajos para comprobar que lo impensable se hace posible cuando el avasallado se inclina ante el dominio absoluto del uno.
Ningún súbdito del misógino y tiránico Schahriar en Las mil una noches, ni siquiera los afectados padres de las víctimas decapitadas, se atrevió a llamarlo a cuentas porque nada intimida tanto como comprobar que el poder, el verdadero Poder, es el poder de matar. Tal el secreto que en todo tiempo, cultura y lugar, atornilla al autócrata a la silla más codiciada: la única que, siquiera por un instante, hace al usuario sentirse dios y a sus súbditos sus criaturas.
Todo sería temor y temblor entre griegos y macedonios cuando Alejandro el Grande, divinizado “rey del universo”, condenó a morir en una piojera a Calístenes, su cronista y sobrino de Aristóteles, por haberse burlado de su fasto oriental mientras cedía a las obsequiosas caricias de los eunucos. El Oriente sin embargo, con ostentar habilidades supremas en tratándose de torturar, vejar y someter, palidece frente a la inabarcable producción de sucesos y personajes grotescos del continente africano.
De los faraones a los Daríos, de la estirpe de Aníbal a la locura de Calígula o de la megalomanía de Gengis Khan a la inconmensurable maldad de Leopoldo II (“El benefactor de Europa”), de Hitler, Idi Amin Dada, Omar al-Bashid, Kaddafi, Videla, Pinochet… y un largo etcétera, sin olvidar desde luego a los Ceaucescu ni a decenas de monstruos que erizan continentes y calendarios con anécdotas terroríficas, África sigue siendo fuente de inspiración en lo que a la cría de déspotas se refiere, pues de la magia negra al canibalismo, no hay desperdicio al entronizarse bajo la tutela de las fuerzas oscuras.
En lo que a nuestra geografía cultural se refiere, el tema del Mal absoluto en cuestión de tiranías ha llegado tarde y a cuenta gotas a nuestras letras. Entre el milagro y la magia, Carpentier tuvo un “revelación” que le permitió acceder a las “situaciones límite” de un hombre, de todos los hombres, ante lo incomprensible. Ocurrió durante su primera estancia en Haití, en 1943. Allí descubrió que el pueblo creía en los poderes sobrenaturales del legendario Mackandal, “a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución”. De ahí el origen del retrato, alterado a veces con magia y otras con gracia que atrapa al lector. Conseguir unidad exigió un estilo barroco: mezcla de surrealismo e historia. Así fue como en El reino de este mundo, publicado originalmente en 1949, ideó como un carácter legendario al antes cocinero Henri Christophe: “monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que todos los reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías imaginarias, aunque no padecidas”.
El real e inaudito Henri Christophe reinó de 1816 a 1820, hasta que la insurrección acabó con su tiranía, pero no con la maldición de un pueblo condenado a perpetuar su infierno en este mundo. Injustamente ensombrecido en nuestros días, Carpentier tuvo el acierto de integrar al inaugural escenario de la novela latinoamericana mitos de blancos y negros, leyendas, sueños y fábulas relacionados posteriormente con El siglo de las luces (1962): dos obras que, en lo esencial, se antojan complementarias. Henri es el déspota negro más tirano y más odiador de negros que los colonizadores franceses. Y también referente obligado de la figura del autócrata. Fascinado con los hallazgos insólitos del vudú, Carpentier prefiguró en uno de sus ensayos la senda de lo maravilloso e inesperado, lo inusual e improbable de lo que antes que nadie él vislumbrara como invaluable ficción verdadera. Consideró el hallazgo “un patrimonio natural de Latinoamérica”: “América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías –escribió-. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?”
La evidencia de tal singularidad serpentea en estas dos grandísimas novelas, decisivas en la invención literaria de Hispanoamérica. Todo está apuntado ahí, tanto en El reino de este mundo como en El siglo de las luces, donde con un claro trasfondo filosófico el autor franco-caribeño narra la vida de tres personajes arrastrados por el vendaval imparable de la Revolución Francesa. Es el granero de metáforas que con gran intensidad germinarían en el despertar latinoamericano. Imbuido de la negritud y sus misteriosa fuerza irreversible, Carpentier abunda en una realidad que, por mediación de poderes y seres mágicos, sobrenaturales o extraordinarios, se transforma en algo único y ajeno a “lo normal”, si es que hay “normalidad” en la cultura Caribe.
Sin dejar de ser real, el mundo del novelista comenzaría a eliminar fronteras, así como a aceptar prerrogativas de la sin razón y a obedecer sus propias e intrincadas leyes. Sus rasgos sólo son perceptibles en este estilo mágico-interpretativo que se iría expandiendo en la imaginación literaria cual rendija por la que habría de prefigurarse una identidad hasta entonces inexplorada. No hay normas ni tendencias en una narrativa novedosa. Sin desatender lo recibido, el fin del silencio secular y colonizado fundaría de este modo la propia imaginación del poder y la fantasía de la pobreza. La hazaña de esta apropiación del lenguaje sería la novela americana. Sin saber cómo ni por qué su voz profunda se manifestó de manera prodigiosa porque detrás del Poder, del gran y absoluto poder, sólo existía la mordaza. Burlada ésta, por el prodigio de la Palabra, brotaría la narrativa como río vertiginoso.
La palabra rompió, por consiguiente, su censura ancestral antes, mucho antes, de conquistar libertades políticas y sociales. A partir de entonces, la literatura se pobló con unos cuantos personajes entre históricos y ficticios que mostraron otra manera de mirarse y reconocerse a los lectores hispanoamericanos. Entre los primeros, el manco François Mackandal, líder de la Revolución haitiana; Bouckman, el iniciado jamaiquino; y Ti Noel, quien, fiel a la tradición africana de Haití y dominado por la pasión de la libertad, poseía el don de metamorfosearse o trasmutar particularmente en animalesy controlar las fuerzas de la naturaleza. Años después aparecería la figura del dictador y del déspota que se resiste a morir, como ocurriría al Patriarca de García Márquez, cuya exageración sobrepasó la habilidad narrativa del colombiano. El propio Carpentier, en 1971, se ocuparía de las ambiciones vitalicias del tirano ilustrado Doctor Francia: El recurso del método retrata precisamente al fantoche “prócer de la independencia y dictador perpetuo del Paraguay” que creó un método de gobierno con recursos “multiplicados al infinito”, que sería el manual casi imprescindible de todos los dictadores, aunque ya se sabe que todo dictador es único e irrebatibles sus excentricidades.
Continuará, 3 y último.