Los beneficios que nuestra cultura debe al mejor exilio español son invaluables. Ejemplo de excelencia, México no ha formado un filólogo, paleógrafo, bibliófilo y académico de la talla y fecundidad de Agustín Millares Carlo. Miembro de una familia liberal y en posesión de una enorme cultura, nació en Las Palmas de la Gran Canaria en 10 de agosto de 1893 y allí mismo murió en 1980, tras padecer décadas de peregrinaje. Aquí llegó como vicecónsul de la República en 1939 para encargarse de “Los niños de Morelia” y colaborar en la creación de La casa de España en México, entre otras tareas. Una de las mentes más apreciadas por el presidente Manuel Azaña, el triunfo franquista lo convirtió en expatriado. No obstante la obra que ya lo encumbraba en su tierra, aquí pasó página y como el memorable fray Luis de León en Salamanca, después de sufrir tres años en las mazmorras de la Inquisición, seguramente susurró para sus adentros: dicebamos hesterna die. Así, en vez de lamentarse quizá pensó decíamos ayer, y de inmediato se aplicó a impartir clases de Paleografía y Lengua y Literatura Latina. En la UNAM se encargó de la edición de libros y, como si fuera poco, también de la sección bibliográfica de la Revista de Historia de América, editada por el Instituto Panamericano de Geografía e Historia.
Tan enorme humanista tuvo un destino peculiar: servir de enlace entre dos culturas para historiar la obra espiritual del Medievo y del Renacimiento europeo desde Hispanoamérica. Destacado miembro correspondiente de la Academia de la Historia en su España natal, a la que ingresó en 1935, se doctoró en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid. Allí continuó la hasta entonces casi solitaria obra de Marcelino Menéndez Pelayo, de cuyo magisterio oral y escrito procede el impulso inicial de la filología contemporánea. Quiso la suerte que en plena madurez y por la devastación causada por el franquismo, Millares Carlo empeñara su sabiduría en la noble tarea de enriquecer el castellano en Hispanoamérica. A pesar de su difícil situación en medio tan ajeno a su experiencia, jamás mermó su pasión por la enseñanza del latín medieval y la paleografía peninsular: temas que, junto a la bibliografía, lo distinguieron entre lo mejor de las humanidades clásicas.
Con hombres de tan grande valía como él, en México se abrieron las puertas al doble humanismo erudito y crítico que hasta hoy, en pleno siglo XXI y transcurridos más de 80 años del memorable exilio, sintetiza tres ejes de nuestra cultura: la obra de los evangelizadores del siglo XVI, el brote academicista y republicano del México del XIX y las aspiraciones democráticas de las generaciones actuales. Quizá por confinarse en cotos de especialistas, siempre minoritarios y aislados, la importante herencia de Millares Carlo no solo no ha sido divulgada ni apreciada, sino que apenas se conoce por unos curiosos. Hasta donde tengo noticia, no hemos tenido la grandeza de honrarlo como se merece. Y me avergüenzo por ello, sobre todo por el montón de medianías que brincan para darse a notar con sus trabajitos menores.
Prestigiado conferencista, a sus treinta años de edad, en 1923, abandonó temporalmente España para sustituir a Américo Castro en la dirección del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires. Regresó al año siguiente para dirigir, hasta el fatídico 1938, el Archivo-biblioteca del Ayuntamiento de Madrid. En ese periodo fundó una revista y se concentró en una intensa actividad académica y editorial en francés y español que no le impidió declarar su compromiso moral con la República de Azaña. Era obvio que, al término de Guerra Civil , sería uno de los miles de expatriados avecindados en México.
A diferencia de otros connotados españoles, Agustín Millares Carlo no padece en principio la desesperación del exilio. Llega a México en julio de 1939 como cónsul adjunto de la Embajada de la República Española y en ese carácter forma parte de la recién fundada Casa de España -por invitación de Genaro Estrada, Alfonso Reyes y/o Daniel Cosío Villegas-, institución que, como primer deber, debía alojar a los de mayor prestigio y tradición universitaria en la península. En atención al portentoso surtidor de talentos que sobrepasó la aún pobre infraestructura cultural del país, se propuso que la Casa de España fuera un centro vanguardista de investigación y estudios superiores. Aunque con ajustes a los planes originales, el propósito de conservar la excelencia académica se ha logrado, a pesar de que el actual Colegio de México conserve escasas ligas espirituales con sus cofundadores hispanistas.
Miembro de la Unión de Profesores Universitarios Españoles en el Exilio, Millares Carlo no se incorporó al cuerpo de profesores de la Casa de España, pero mantuvo una estrecha relación con su desarrollo académico. Incluso participó con José Gaos en la selección y primer acervo de su biblioteca, mientras enseñaba a los hijos de sus compatriotas tanto en el Instituto Luis Vives, como en la Academia Hispano-Mexicana y en el Mexico City College: misión conmovedora si imaginamos a este sabio ante los niños de su patria quebrantada en un país que nada entendía ni valoraba su precioso saber. Imagino al hombre de mediana edad, en la plenitud de sus capacidades, robando horas al día para estudiar los libros, la escritura y los libreros de la antigüedad. Tiempo y condiciones hallaba, a pesar de las limitaciones económicas, para además historiar la literatura española hasta fines del siglo XV, entre otras tareas de investigación.
Lo asombroso es que en esos años de intensa actividad intelectual pudiera participar como vocal en la Junta de Cultura Española. En la UNAM fue catedrático de paleografía española y de lengua y literatura latina, desde 1941. Allí dirigió, posteriormente, el seminario de lenguas clásicas, donde realizó una brillante e invaluable labor durante casi dos décadas que abarcarían desde la responsabilidad del aspecto lexicográfico y etimológico del Diccionario Enciclopédico de la UTHEA hasta la cofundación, con otros exiliados, de la aún notable Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana de la UNAM, que debería llevar su nombre.
Civilizador infatigable, no me extraña que en 1959 abandonara el país. Se trasladó a Venezuela para dirigir la Biblioteca General de la Universidad de Zulia. Becado por la Organización de Estados Americanos, allá continuó la enseñanza, el rescate bibliográfico de nuestras raíces americanas y la investigación de la paleografía, sin la cual sería imposible acceder a los documentos antiguos. Así como en México fueron pródigos sus estudios y traducciones de lenguas clásicas y humanistas, en Zulia emprendió temas venezolanos que habrían de distinguirlo con el doctorado honoris causa por las universidades de Maracaibo y Zulia, además de la distinción del “Fray Junípero Serra Award” por la Academy of American History.
Una mente de excepción, al repasar su obra y su magisterio no puedo menos que pensar que hay vidas, como la suya, la de Rafael Cansinos-Assens, Américo Castro o la de Marcelino Menéndez Pidal que escapan a todos los referentes. Hombres de pura letra, llevaban la tinta en las venas y la pasión de saber en el corazón. Su universo era el de la palabra. Su interés absoluto: desentrañar conocimientos y mostrar lo oculto de nuestros mayores. De ahí su mérito y el asombro que me provoca el encuentro con biografías que encumbran la pasión por las humanidades.
Reconocido en otros países por su americanismo y sus afanes por recobrar la cultura clásica, no deja de asombrarme que la UNAM no lo hubiera distinguido con el doctorado honoris causa que sobradamente merecía. Inclusive hoy vagan su nombre y su legado en solitario: una sombra benéfica en los estudios clásicos. Me estremece también la figura de este espíritu casi monacal que en plena madurez, viudo reciente y fiel a una extraordinaria disciplina, abandona su patria para cumplir una fugaz misión diplomática. Por orden ministerial recibe, en México, la noticia de que es dado de baja como miembro de la Real Academia de Historia de Madrid. Sosegado, entonces deja atrás cátedras, otras membresías académicas, un medio que lo respetaba y quería, archivos y fuentes medievales, distinciones y un ambiente propicio para el estudio en solitario en patria ajena. Sin lamentarse, amigo del silencio, comienza su labor como refugiado y, al darse cuenta de la escasísima bibliografía trabajada en nuestro país, inicia desde sus cimientos lo que, en justicia, sería fundamento del nuevo humanismo mexicano. Éste, para nuestra desgracia, prosperó a cuenta gotas y en nada se equipara al generoso legado de mi admirado Millares Carlo.
Además de una impresionante lista de traducciones que abarcan textos de Marco Tulio Cicerón o Tácito, poetas latinos y humanistas tales como Don Juan-José de Aguiara y Eguren y su Biblioteca Mexicana (1695-1763), hasta Tratados de fray Bartolomé de las Casas, escribió ensayos sobre el Quijote y Cervantes, archivos y bibliotecas o literatura antigua en ediciones críticas. Aquí reedita o publica por vez primera obras tan monumentales como, de 1941, Nuevos estudios de paleografía española, Antología latina (en colaboración inicial con Agustín Gómez Iglesias) y Gramática elemental de la lengua latina. Dos años después, en 1943, con J.I. Mantecón, Ensayo de una bibliografía de bibliografías mexicanas; en 1945, Índice y extractos de los protocolos del Archivo de Notarías de México, D.F. En 1950, Investigaciones bibliográficas iberoamericanas, además de Literatura española hasta fines del siglo XV. Tres años después, en 1953, Historia de la literatura latina; y, Juan Pablos. Primer impresor que a esta tierra vino. Siguieron: Los promártires del Japón, ensayo bibliográfico (1954); tres volúmenes, con J. I. Mantecón, del Álbum de paleografía hispanoamericana de los siglos XVI y XVII y entre traducciones y ensayos, decenas de títulos que lo consagran como uno de los hombres mejor formados del siglo en lengua española.
Hermoso y aleccionador, su Introducción a la historia del libro y de las bibliotecas, editado por el FCE en 1971, es imprescindible para quienes amamos la fascinante trayectoria de la escritura. Exacto en sus datos, de prosa clara y pasión erudita, don Agustín fue un filólogo de pluma y curiosidad insaciables: como en su circunstancia dominicana Pedro Henríquez Ureña, él también fue maestro de niños “quizá porque de entre aquellos grupos saldría un escritor notable, un filólogo, un investigador u hombre de letras que depuraría su cultura nacional”. Así lo confió Enríquez Ureña a Ernesto Sábato, cuando éste lo encontró en el metro de regreso a casa, a mitad de la noche, concentrado en la corrección de las tareas de sus pupilos.
Millares Carlo nunca pudo ni quiso romper sus vínculos espirituales con España. A distancia enviaba colaboraciones y misivas a sus discípulos. Al concederle su repatriación, en noviembre de 1949, acepta viajar a Madrid hasta 1952, tras ser nombrado profesor de carrera de la UNAM, después de más de una década de servicios. Sin abandonar América, reinicia relaciones con la Península. De allá procede su fama de americanista y no, como debió ser, de aquí, de entre nosotros. De allá también provienen los reconocimientos que lo destacan como si no el mayor, al menos uno de los más destacados representantes de los estudios clásicos contemporáneos.
No obstante la monumentalidad de su obra, son escasos, por no decir nulos, los testimonios biográficos y documentales sobre su estancia en México. Permanecen sus libros, prólogos, ensayos y traducciones, sin los cuales sería imposible escribir nuestra historia, desde el siglo XVI. Por eso es actual, por eso es nuestro. No se trata de un sabio distante, sino del estudioso que enlaza el saber antiguo al moderno para fincar las bases de nuestra identidad cultural, la pertenencia continental y los orígenes universales del helenocentrismo que podrían aliviar nuestro infecundo y estorboso complejo del vencido.
Don Agustín dio a conocer por primera vez en castellano, en impecable traducción latina, De unico vocationis modo de fray Bartolomé de las Casas, así como la edición crítica de los Tratados y la Historia de las Indias, sin los cuales sería inaccesible el conocimiento de la obra mayor del obispo de Chiapas. Recordarlo aquí, con estas líneas, es un mínimo, por modesto, acto de gratitud. Desde que empecé a estudiarlo, a partir de la lectura de Libros y Bibliotecas… medí nuestra deuda moral con él, empezando por un justo y público reconocimiento. Sería ingrato también olvidarse de nombres tales como el de José Gaos, Eduardo Nicol, José Ignacio Mantecón, Rafael Altamira…. Baste afirmar que a ellos debemos las actuales generaciones el entendimiento de un nuevo humanismo indiviso de la conciencia crítica, sin cuyos vínculos con la Antigüedad jamás podríamos aspirar a una América libre y embellecida por el ensanchamiento de nuestra lengua.
Don Agustín, ya viejo, accedió a volver a su patria. Murió en su tierra natal y entre su gente en 1980, con la doble satisfacción de haber enriquecido con una obra monumental a una España ya inclinada a la democracia y, a la par, haber dejado en América un inapreciable legado espiritual que deberíamos recuperar para hacernos mejores personas en vez de dejarnos llevar por la bajeza que nos rodea.
¡Cuánto hubiera dado por conocerlo, por atender sus lecciones y hablar con él! Éste sin duda era un hombre y un sabio..