Si amar a la elegida por la sola razón de desearla fuera bastante para colmar una vida, las cosas para un don Juan a quien sólo alegra la seducción peregrina, serían demasiado sencillas. Conquistador arquetípico, equipara el amor a la guerra. La resistencia lo excita, pero consuma su triunfo repudiando a la que, enamorada por fin, se le entrega sin condiciones. Desear, siempre desear lo difícil o inalcanzable y perder el interés al lograrlo. No hay fin ni emoción intermedia porque el amor se idealiza de rostro en rostro y salta, con atavíos renovados, de una persona a otra.
Precisamente en eso consiste el secreto de la publicidad para vender mercancías: hacerlas deseables, insustituibles y después tirarlas. La complejidad que vivimos confirma la actualidad del mito al hacerlo extensivo al consumismo voraz de cosas, símbolos y personas. Adquirir, poseer y después desechar desencadena sentimientos que van de la ansiedad al vacío; pero no en un don Juan porque, como todo psicópata, para él no existen la culpa ni el remordimiento. Nunca, nada, puede satisfacer el ideal o la fantasía que lo incita a seducir, ser aceptado y continuar la fuga no de la otra o del otro, sino de sí mismo.
Cuanto más cree amar, o en su caso poseer incautas sucesivas, mayor su absurdo, porque nunca encuentra la saciedad. Con ojo clínico atisba a la presa, de preferencia virgen, inclusive monja, casada o comprometida y mejor estando aún con la otra: así paladea mejor la conquista. No es que no suspire por la que tiene; tampoco que no la encuentre atractiva, es que lo desconocido y por venir se le vuelve irresistible. Tal impulso activa sus habilidades de seducción y, rostro afuera, despliega al hombre simpático, adulador, atractivo y en apariencia dueño de sí que enamora a la doña Inés de cada ocasión. La presa cae, él la usa y, al sustituirla, despliega la cruel realidad que oculta en su verdadera naturaleza que, según algunos, es esquizoide, en tanto y otros especialistas la consideran histérica.
La atracción ilusoria va ascendiendo en la escala de un amador para quien, según sus códices, todo está permitido. Sustraído de la idea de cualquier dios que lo contenga, sólo valora su propio juicio. Nada lo liga a nadie ni lo libera de nada. De antemano don Juan ha renunciado a la esperanza en el porvenir; es decir, carece de memoria y de prospectiva. Sus expectativas comienzan y concluyen en el aquí y ahora. Vive sin apelación y sin contentarse con lo que tiene. Es un irreverente sucesor de Zeus que gasta sus días fanfarroneado, engañando, despreciando a la muerte, porque de hecho la teme. Repetir una misma actitud lo hace sentir vivo, dueño de la situación y superior a sus rivales. Es tan ocurrente que no hay disfraz que no le funcione, crimen que lo detenga ni sexualidad que se iguale a la manera que tiene de dar nada, pues nada tiene en su corazón seco, en su cabal estado de vacuidad.
Para el “burlador”, como lo llamó Tirso de Molina, no hay ley humana ni divina que frene su fatuidad, su falta de escrúpulos ni sus apetitos sexuales. El pasado no existe en el registro de su conducta ni la memoria lo hace consciente de la estéril repetición de una búsqueda de gozo. Don Juan es un vividor, no un coleccionista, de ahí que decir donjuanismo equivalga a la renuncia de cualquier atadura moral, afectiva o de conciencia. A pesar de sus alardes, en sus propósitos predomina el seductor sobre el mujeriego, aunque resulte difícil separarlos, inclusive al hacer extensivo el fenómeno entre homosexuales. Por el poco valor que le reconoce a la vida está dispuesto a jugarse la suya en un duelo o mantenerla en la orilla del riesgo, lo que le resulta todavía más placentero.
La muerte aparece desde los primeros indicios de un supuestamente real Juan Tenorio, miembro de una familia noble de Sevilla, que asesinó al Conde de Ulloa para raptar a su hija, engañarla, deshonrarla y no dejarle más salida que el convento o casarse con otro para encubrir su vergüenza. Desde las primeras dramatizaciones del personaje, lo representan como un libertino inconmovible a quien ni siquiera afecta el ridículo. Su móvil es la insolencia victoriosa, la afición a lo teatral y la fugaz felicidad que experimenta al ir saltando de uno a otro flirteo para cumplir la terrible sanción que invariablemente, lo conduce a destruir lo que ama o a la que desea.
Sobre la carga religiosa con que se ha pretendido castigar en éste y en otro mundo las perfidias del conquistador irresistible, el de don Juan es el único mito literario que ha reflorecido constantemente en casi todas las expresiones artísticas desde el siglo XVI e, inclusive, en versiones sucesivamente adaptadas para ilustrar la banalidad de las relaciones modernas. El donjuanismo ha transitado del drama a la comedia y a la ópera, de la leyenda al recurso anecdótico y de la curiosidad del ensayista al análisis sociológico y social para incorporarse, a partir del siglo XX, al repertorio del psicoanálisis. Por encima del Quijote y más allá de la popularidad simbólica de Fausto, el carácter disipado y esencialmente grotesco de don Juan excede cualquier freno moralizante.
Cada vez más complejo y sin embargo adaptable, el modelo ha encontrado un acomodo perfecto en el individualismo engendrado por la sociedad de consumo. Comprar, adquirir o poseer, alimenta el deseo, pero nunca garantiza satisfacción. Es un enajenado que renace fortalecido de fechorías cada vez más complejas y crueles. Más moderno y actual se antoja cuanto más desatiende las normas y transgrede lo que los demás más aprecian. Quienes procuraron para él un castigo ejemplar, en cambio, borraron de la memoria social e inclusive literaria porque ninguno de aquellos justicieros logró unificar características paradigmáticas. Cayó también un lastimoso olvido sobre los franciscanos que lo amenazaron con el infierno. Ni sombra quedó de los que, en nombre del honor, lo asesinan secretamente para mandarlo al averno. Y es que los vengadores, como los castigos religiosos, cayeron en descrédito en nuestro tiempo, quizá porque a cambio de la idea del pecado creció el interés por desentrañar los vericuetos de la conducta.
Nadie mejor que el Burlador de Sevilla para reelaborar histriónicamente su inclinación juguetona e invariablemente mentirosa. Y aunque el proceso de repetirse es infecundo, a él lo colma de sentido. Su naturaleza es muy obvia: no hay misterio en sus patrañas ni complejidad en la rutina de aparecer, seducir y desaparecer de preferencia emboscado, por lo que sus víctimas comparten la responsabilidad del timo, a menos de que se trate del modelo de mujer incauta, ingenua e ignorante de los enredos de la seducción. Así fueron seguramente las confinadas en los conventos o en sus hogares en los siglos XVI y XVII, pero no obstante los avances de género, la evidencia demuestra que ni profesionistas ni feministas se libran de las engañosas redes del seductor embustero.
Precisamente por sus defectos, nunca por sus virtudes, don Juan es amado y odiado por las mismas causas que se le admira o se envidia. Profesional del escapismo, de preferencia apuesto, galante hasta el ridículo e invariablemente adulador, es arquetipo del seductor que ignora la tristeza. No sólo la suya propia, sino la que siembra a su alrededor. Egoísta a ultranza, de vivir, solo vive multiplicándose en su goce absurdo. El don Juan que prolifera entre nosotros ostenta peculiaridades de la cultura que lo recrea como símbolo infalible. Practicante del úselo y tírelo, el donjuanismo es, entre nosotros, representación viva y vacía de la fugacidad del instante.
Desde su profundo ser busca un ideal imposible: la madre, el padre, la emblemática Helena de Troya o cualquier fijación que arrastra desde la cuna. Atado como Sísifo a la condena de multiplicar una misma obsesión, don Juan se imita a sí mismo al cautivar y luchar por el objeto de su deseo; luego estruja, castiga la esperanza a cambio de un aquí y ahora sin redención, aunque adorna su fantasía de lo eterno renunciado a la añoranza. En realidad no conquista nada, más bien incrementa el enorme vacío que lo habita. De ahí que sólo pueda ser fiel a lo que nadie podrá darle nunca: el gusto amargo de una respuesta única y totalizadora de todos los rostros del mundo.
Lo que ya procede es examinar la parte correspondiente, la que cede y se rinde a los delirios donjuanescos, quizá por una misma ilusión de banalidad compartida