Cuando a pedido del psicoanalista leí el primer recuerdo de Julio Cortázar, el mío se manifestó de golpe: vívido, con olores, ruidos y sensaciones, durante segundos infernales fui espectadora y protagonista de una escena que me conmovió hasta los huesos. No sé si la memoria es una gran mentirosa o una notable inventora, pero cuando toma los relatos por su cuenta no hay quién la pare. Los roperos de tres lunas que había en la hermosa casa de mis abuelos paternos –una de las primeras de Luis Barragán en Guadalajara- parecían tan altos que no tenían fin. Me arrastraba en una agreste andadera de fierro por los cuartos que, alineados en cuadrado perfecto, se comunicaban entre sí alrededor del patio sevillano. Disfrutaba del sol ardiente yendo de aquí para allá con el biberón entre los dientes. Los adultos, mientras tanto, hablaban en la también inmensa habitación de la abuela, en cuya salita anexa a la cama, donde “de toda la vida” destacaban la cómoda y el tocador que nadie más que ella tocaba, acostumbraba recibir por turnos a la muchedumbre de hermanos, hijos, sobrinos y nietos que, hasta su lecho de muerte, le rendirían pleitesía como a la abeja reina que era. De pronto, en una de las alcobas más luminosas, adaptada por mi abuelo para fabricar las cometas que con buen viento echaba a volar en Chapala o en los descampados del barrio de Chapalita, vine a toparme de frente con una de aquellas lunas. El susto me dejó sin aliento. Casi paralizada, me quedé mirando mi reflejo en el ropero monumental. Todo ocurrió como el rayo: descubrir a “alguien” en el cristal me llevó a conocer el pánico: algo demasiado complicado para cualquiera, especialmente para una bebé que todo ignoraba de reflejos o espejos.
Al recordar la escena regresó la angustia que seguramente experimenté en aquella ocasión, acaso por no saber cuál de las dos era yo: la bebé del espejo, la que miraba, la de adentro, la de afuera… La confusión era total. No sabía nada, salvo que una intuida como yo estaba atrapada en una de las lunas que también me miraba. Grité. Luego lloré. Nadie escuchó. Me fui al comedor y regresé a mirar otra vez. El torpe rodar de la andadera metálica coreaba una profunda sensación de desamparo. Ignoro qué ocurrió después. Lo que permaneció encajado en los sótanos de la mente, a la espera de manifestarse, fue la imagen redonda y encapsulada, característica de la pesadilla. Supongo que fue tan intenso el pavor que, desde entonces, me dio por circular por el corredor aledaño al patio para no tener que pasar por "eso" que me había enseñado a conocer la angustia.
Durante una vida olvidé o reprimí el episodio. De no ser por la lectura de Cortázar quizá se habría quedado en las honduras punzantes de lo inescrutable; es decir, en esa mano/baúl intangible que pega y hiere, que nos saca del sueño o nos perturba sin manifestarse ni lanzar señales identificables. Creo que el recuerdo/cifra que “vuelve” sin ser llamado pertenece a las piezas clave de la memoria/azote que nos dibuja desde el profundo ser. Raya en el agua, sin embargo, el olvido recobrado señala lo que hay que mirar o leer desde la raíz de una historia o del autorrelato en proceso incesante. Quizá equivalente al separador de un libro, indica la página, el párrafo, el episodio o la palabra/puente entre el pasado y el presente que un día decide revelarse por muy secretas causas. Recuerdo/cifra –ahora lo se-, su impacto inauguró la vitalicia costumbre de evitar los espejos.
Muchos años después, al leer Habla, memoria, entendí cómo, en su infancia, a Nabokov se le metió el espanto en los huesos al ver la película hecha en casa de sus padres antes de su nacimiento: él no estaba, no era aún, su ausencia estaba marcada por un cochecito de bebé que había en la veranda… “vacío… como un ataúd”, escribió. Tal experiencia de muerte estaba fusionada a la de no-ser. Y creo que también la mía: como Nabokov, aunque de manera distinta, yo “no era todavía” a pesar de que ya había nacido. Y “no era” porque nunca me había visto ni en rigor había sido vista por otros: condición esencial para re-conocernos. Una más entre aquel familión nada ajeno a la costumbre de “soltar a los niños” para que no dieran lata mientras despiertos, seguramente pasaba de la cuna al piso o a la andadera con la que aprendíamos a caminar de forma independiente. Lo revelador es que, al filo del primer año de edad, no me conocía. Tampoco los demás me “regresaban” la imagen que me permitiera reconocerme o cuando menos no espantarme con mi propio reflejo.
A partir de que este recuerdo me estremeció, mi memoria comenzó a fluir hacia atrás tal vez –salvo que en sentido inverso- a como fluía en Delfos el sagrado kashma para dictar el oráculo o adivinación hacia adelante. Eso es lo que hace tan fascinante soñar o recordar: hacer visible lo invisible y verosímil lo espectral e inaudito. No dudo de que por eso me haya cautivado la mente de Borges, su manera única de “ver”, “saber” y “entender” desde el misterio del sueño y sin desdoro de las jugarretas de la memoria. Desde niña esperaba con ansia el momento de dormir solo para soñar, como si “alguien” eligiera mis películas nocturnas. Antes de entregarme al universo de la lectura y durante mucho tiempo después de veras creía que los sueños eran relatos secretos, historias tras bambalinas o mensajes en clave que había que atender y descifrar, hasta lo posible. La imagen/llave del canto de un gallo que aterrorizó al Cortázar bebé abrió mis olvidos para aclararme, con una nitidez asombrosa, que mi certeza o conciencia de lo real, quedaría marcada por esta impresión excluyente.
La niña que mordía el biberón no hablaba aún. Se desplazaba entre habitaciones y corredores absorbida por el chirriar de su andadera y mirando las lozas brillantes que una mujer trapeaba todos los días con verdadera fruición. El goteo de una fuente central rodeada de macetones con aroma a jazmín, las voces viajando por los pasillos que rodeaban el patio, el pregón callejero entrando por ventanales de grandes puertas de aquella casona luego convertida en escuela y ahora en monumento histórico…, el ruido de las cazuelas en la cocina, los olores agridulces del chocolate, el nixtamal, los frijoles, el arroz y el perol con verduras… Todo quedó en mi mente como un paisaje vital, grabado especialmente para que supiera no solamente quién soy, sino que había cosas bellas a pesar del olvido y de los episodios que, apenas por un indicio que se negó a borrarse, aún estremecen como ráfagas de dolor. Esta casa era de luz, como el canto de los canarios allá atrás. El universo de los abuelos contenía mi verdadera infancia, la belleza que nunca borré, la que reconozco por sus símbolos en un ámbito de sonidos y reflejos que se multiplicaban en ecos y duplicaciones extrañas que sí y no me pertenecían. Eran tan sugestivas y misteriosas las repeticiones como las sombras largas que poblaban el piso cuando más calentaba el sol. Seguirlas, pisarlas, fascinarme con el juego de refulgencias y siluetas oscuras, despojadas de gestos y rasgos, se convirtió en surtidor del conocimiento de la criatura que fui y nutriente de la que soy.
La historia de cristales, laberintos, ecos, repeticiones o sombras con que el genial Borges habría de fascinarme con seguridad es inseparable de esta impresión primitiva que, como otras, conlleva invariablemente el nombre siempre querido de Luis Barragán. El hecho es que esa experiencia del espejo no pudo ser más angustiosa. Caso distinto al del Cortázar/nene porque, ante su terror por el canto del gallo, aparecieron su madre y su abuela para arroparlo. En mi caso solo hubo un grito que para siempre me llevaría a repudiar los espejos. Un grito que, al manifestarse y “hablar”, cobraría sentido por el prodigio de la escritura, por la fuerza curativa de la palabra. Así me di cuenta de que el recuerdo “habla”: habla como entresacado de los vapores secretos del khasma distintivo del oráculo de Delfos. Habla por fin, sin renunciar al enigma de su primera absorción, sin romper la raíz de un dolor que queda después del dolor. Dilucidarlo o mejor aún, descifrarlo, remonta su impresión primordial; pero hay que decirlo o interpretarlo para poder soportarlo y, luego, sumarlo al bulto más o menos congruente de nuestra ficción verdadera.
Reconstruir el instante del pasmo inicial esclareció signos que salpican mis páginas con mensajes recónditos. Mi indeclinable deseo de entender acaso surgió del balbuceo de la nena que no se comunicaba, pero que aprendió a leer antes de los cuatro años de edad, acaso por necesidad de ser y de estar a la vista de los demás. La lectura fue desde entonces una pasión, la más perdurable de todas.