A más estudio, observo y analizo su historia y su conducta, menos entiendo a los mexicanos. Tanta violencia, desde los días de los chichimecas, me parece fatalidad irremisible. Acaso enchufado en la espiral genética, no sabemos exactamente dónde, cómo y por qué prosperó, con tan singular evidencia, el carácter torcido que predomina en nuestros coetáneos. No se nos quiere dar la moral ni el humanismo consigue infiltrase en las mentalidades, siquiera a pequeñas dosis, pero de manera efectiva. De veras que damos miedo. Si el buen Diosito separara por grupos a los corruptos, los lerdos, los criminales, los envidiosos, los perversos, agresivos, lambiscones, mentirosos, hipócritas, conformistas…; y destacara a la minoría de probos, responsables, educados y conscientes, esta última fila sería flaca y desmejorada, como los aprendices de ríos que apenas se dan a notar en nuestro mancillado territorio.
Al infaltable fray Diego Durán debo el relato de cómo se revestían los tatarabuelos con la piel del enemigo y cosas peores, consignadas por él mismo y otros cronistas. La primera vez que vi una escultura de Xipe Tótec –Tezcatlipoca rojo o“Nuestro señor el desollado”-, quedé pasmada. Busqué el origen de práctica tan brutal; leí esto y aquello, y cuanto más auscultaba la teogonía mexica más me explicaba el talante de sus descendientes. Y esto viene a cuento a propósito de la nota, en El País, que describe cómo los narcocaníbales del cártel de Jalisco obligaron a un par de adolescentes –como rito de iniciación- a comer la carne de una de sus víctimas.
Como río vertiginoso fluyeron en mi memoria algunos episodios que no desmerecen en crueldad de la tantas veces leída Historia de las Indias de Nueva España. Entre las atrocidades que nos espetan diarios y noticieros y las costumbres pavorosas de los pueblos prehispánicos, no hay distancia. Valga el ejemplo del capítulo LXII (sin que el contenido del XX y tantos más desmerezcan en horror), para ilustrar lo que, para nuestra desgracia y aunque con el lenguaje propio de la hora, parece actual:
La fiesta de la diosa Toci, que esta nación en su infidelidad celebraba cada año y con gran solemnidad y con gran multitud de ceremonias (…) era porque era tenida por madre de los dioses (…) Era hija del rey de Colhuacan que los mexicanos, recién venidos a esta tierra, pidieron para casarla con su dios. La cual fue muerta y desollada y adorada por diosa de su efigie, de donde resultó la guerra y enemistad entre los mexicanos y los de Colhuacan. Llegada esta fiesta tan principal y solemne, el rey Motecuhhzoma mandó fuesen aparejados los prisioneros que de Tlaxcala habían traído, para que fuesen en esta solemnidad sacrificados, y así empezaron a aparejar las cosas necesarias para el día de esta fiesta. El cual llegado, de todos los que habían traído de Tlaxcala, de ellos fueron sacrificados a cuchillo, que era el sacrificio ordinario de abrirles el pecho y sacarles el corazón y echarlos por las gradas del templo abajo. La segunda parte fueron sacrificados a fuego, pues a todos los quemaron en el brasero divino, y así medio quemados y casi sin sentido, los sacaban de encima de aquellas brasas, donde se andaban revolcando y los abrían en el pecho y sacaban el corazón y hacían la misma ceremonia que a los que mataban a cuchillo, y a éste lo llamaban sacrificio de fuego. A la tercera parta que quedaba llevaron al lugar donde estaba el templo de la diosa, que era casi fuera de la ciudad, donde ahora está la primera cruz, como salimos de México en la calzada, y allí, frontero del mismo crucillo que allí tenían y de unos palos muy altos y gruesos, encima de los cuales estaba armado un tablado muy bien hecho, donde tenían la estatua de la diosa puesta. Allí los asparon en unos palos y los asaetearon a todos con grandísima crueldad (…)
Además de los cargados de barbarie, hay hechos complementarios en los que el conformismo, la capacidad de enredo y la pasividad colectiva son irritantes y dramáticamente parecidos a los prehispánicos. Otros hacen brillar al taimado. Somos todavía los que fuimos, con el agregado de las ratas enchufadas a las nóminas. Inclusive en el disimulo tramposo se juntan pasado y presente. Repta la culebra, aunque ya olvidada de su índole sagrada, y con más vigencia que durante el calificado de “estado superior de barbarie”, las máscaras encubren el verdadero rostro de un pueblo donde gobernantes y gobernados compiten en crueldad, en abusos, saqueos e incapacidad de grandeza. ¿Qué hemos hecho durante más de quinientos años? ¿Dónde está la civilización tan ponderada por los colonialistas? ¿Dónde el espíritu de la República de los independentistas?
Las semejanzas con los que desollaban, quemaban vivos, se comían a sus víctimas y extraían corazones son pavorosas: a la mano están Ayotzinapan, los “pozoleros”, los secuestradores aficionados a la mutilación, los del ácido para deshacer cuerpos, los que cubren con cemento fosas improvisadas, los que cuelgan, decapitan, los que trafican con personas… Están los miles de “desaparecidos” en el éter o en el subsuelo ya sin dignidad, sin ser recordados por “los otros”, sin nombre ni identidad, sin rostro ni huellas; están las estadísticas sin alma, sin moral, sin compromiso, sin satisfacción ni justicia; están los socavones tan campantes, los saqueos a manos llenas de funcionarios y partidos consagrados por un régimen de poder que avergüenza; están las burlas, la impunidad... Y ahora los caníbales. ¿Qué clase de país hemos construido? ¿Cuál es la cultura que nos enorgullece? ¿Educación?
Los griegos lo supieron y así lo trasmitió el helenismo a nuestra civilización: La educación es inseparable de las fuerzas formativas de la sociedad. Sin sociedad no hay cultura. Las cualidades morales y espirituales constituyen el espacio vital de la polis. Nunca, nunca olvido la frase de Werner Jaeger que determinó mi compromiso moral desde que comencé a leer su maravillosa Paideia: La educación no es posible sin que se ofrezca al espíritu una imagen del hombre tal como debe ser. Que no nos timen con discursos espurios sobre una más que tramposa “Reforma educativa”, que de reforma nada tiene y menos aún de educativa. Insisto en Jaeger: “La cultura se ofrece en la forma entera del hombre, en su conducta y comportamiento externo y en su apostura interna”.
Los mexicanos no se han despojado de sus máscaras ni de su pasión por la sangre. El perverso Huichilopochtli sigue reinando y México vuelve a ser lo que fue: un presente en el que lo insospechado y el pasado se fusionan. No me pareció casual el hallazgo del Huei Tzompantli en el Templo Mayor de los mexicas, altar donde se apilaban o empalaban las cabezas aún sanguinolentas de las víctimas: amontonar cráneos es costumbre vigente y tolerada, para nuestra desgracia.
No lo imaginaron los liberales del XIX; tampoco los ateneistas y ni siquiera las más cercanas generaciones de intelectuales, como la de Octavio Paz, que en pleno siglo XXI, cuando más se nos atiborra de discursos por la democracia, y los partidos políticos se han convertido en una de las mayores lacras. Si, jamás hubieran creído que la población remontaría su tendencia ritual y una vez más, como suele suceder casi de manera cíclica, repetiría, asimilado, lo peor de sus antepasados.
Nuestro enigma ancestral, cifrado por el serpentear de la culebra, ha burlado ideologías, invasiones, credos…, para reptar en libertad. Siempre culebra, muerde y envenena. Nadie la detiene. Nadie la doblega. Aparece en las piedras labradas y, con sus fauces encontradas, sigue dominando nuestras vidas. Hay que reconocer que ratas, como se dice ratas, no se registran en los códices porque su plaga es uno de los agregados a las porquerías contemporáneas. La aparición de los caníbales no es sorpresiva en este pudridero en que se ha convertido el país. Es un paso adelante. Es lo que sigue y lo que anticipa el mayor descenso moral de nuestra historia.