Si buscamos entre los desiguales registros del pasado remoto o cercano, descubrimos que a grandes calamidades han seguido cambios sustanciales, aunque no por necesidad hayan sido beneficiosos. Así se infiere desde la gran pandemia que asoló a los atenienses y causó la muerte de Pericles en el siglo V ac, hasta los avances científicos del siglo XX que respondieron a la gripe española, la tifoidea, la poliomelitis, el ébola, el cólera, la varicela, el sida, el hn1n1, etc. con medidas sanitarias, vacunas y/o fármacos cada vez más sofisticados (a partir de la penicilina), hasta rematar con el desafío de la actual covid-19, que aún estamos lejos de superar.
En ningún país se han establecido las prioridades que nos harán modificar de manera totalizadora las costumbres durante los años venideros. No hacerlo o hacerlo mal provocará declives irremisibles, como lo demuestra la historia. Aunque un mundo poscovid se anticipa con exigencias ecológicas y de saneamiento socioeconómicas inaplazables, estamos más distraídos con el cambio de liderazgo entre las potencias –ayer supuestamente invencibles- y el ascenso de los nuevos ricos que están dictando los ritmos del orden mundial, sin que concentren la atención compartida en lo fundamental: la defensa y la continuidad de la vida, con todo lo que eso implica y compromete.
Lo que ya se deja notar durante esta crisis, es que si antes de la covid ya eran claras las distancias y las características de los países y las sociedades de primera, de segunda o de tercera, en el porvenir inmediato esas franjas irremisiblemente van a empeorar. En eso no hay discursos que valgan ni demagogias que convenzan de lo contrario porque no tardan en ser más dramáticas y visibles las distancias reales entre los símbolos del bienestar y “los condenados de la tierra” que dijera Fannon. Para nuestra desgracia los mexicanos, como el resto de la América Latina, no estamos entre los bendecidos por los dioses ni con los protegidos por el fruto de generaciones dedicadas a construir un gran Estado republicano.
Es obvio que en el panorama global no se puede dejar a la deriva la tremenda polarización ideológica, social y económica destacada por la pandemia. Tampoco debemos aplazar una radical estrategia de saneamiento ambiental ni el cumplimiento universal de los derechos humanos, porque se acortan los plazos para aplicar estrategias de rectificación. Pero, a pesar de la tremenda amenaza que se cierne sobre nosotros, hay países y gobernantes aferrados todavía a cultivar el atraso devastador mediante medidas obsoletas como el sostenimiento de las energías sucias, la destrucción de bosques y especies animales y vegetales, la contaminación de las aguas, el sostenimiento de prácticas agrarias y laborales vetustas y cuanta política ya se considera letal, adversa y/o proscrita en regiones civilizadas. En este renglón, López Obrador se ha encumbrado y fortalecido como el amañado populista, campeón del retroceso, y el mayor enemigo de las decisiones oportunas, preventivas, inteligentes y convenientes.
Dada la ineficiencia demostrada durante la crisis actual, en cuya punta se ostentan los muertos y los yerros enchufados a la pandemia, no es aventurado suponer que la América Latina -y México no es excepción- será de las regiones que descenderán grandes peldaños en la escala del atraso. Ante la irresponsable destrucción de las instituciones para concentrar el poder personal del Ejecutivo y privilegiar a las fuerzas armadas por obvias razones, no hay manera de esperar que, en nuestro mundo poscovid, México aporte frutos en educación, en los servicios asistenciales, en el desarrollo de la medicina, de la tecnología, de las ciencias, las humanidades, el arte, la industria y la cultura en general. La evidencia indica que, por consiguiente, es improbable equivocarse respecto de lo que se vislumbra para el futuro inmediato cuando el presente es tan dramáticamente desesperanzador.
Las advertencias probadas sobran, pero como lo puso de manifiesto el demencial Donald Trump: nada es más peligroso que un desquiciado con poder ni más grave que el hecho de que sean débiles o se hayan destruido las instituciones democráticas, ya que en ellas descansa la única posibilidad legal de detener y/o contener a los gobernantes nefastos. A Trump le debemos haber mostrado cuán fácil es mover, agitar e incitar a la sedición a las hordas que a ciegas siguen a “su líder” y lo aclaman como al becerro de oro.
Hasta ahora, tales regustos antidemocráticos, tan caros a las masas huérfanas de “líderes”, “guías tutelares”, “hombres fuertes”, mesías o autoproclamados “redentores”, eran considerados parte de la geografía política de los bárbaros, a cuya mala –y extensa- fama hemos estado vinculados los latinoamericanos en general y los mexicanos en particular. A la luz de las crisis ambientales, de la bipolaridad agravada por el veloz fracaso neoliberal, así como de los dramas sin rumbo relacionados con los movimientos migratorios, la narcodelincuencia, la miseria con ignorancia, el desgaste de las tierras y la pésima distribución de las garantías vitales en el mundo, se ha allanado el camino para el ascenso y/o fortalecimiento nada sutil de fantoches, tiranuelos, gorilatos, “supremos”, “iluminados”… Me refiero al retorno, ahora avalado por la propaganda electoral, del tipo de engendros que de Mussolini a Franco, de Hitler a Stalin a Mao y sus “4 magníficos” a Ceaucesco a Castro, a Hussein, a Muamar el Gadafi… fueron encumbrados por masas de vociferantes en las plazas y dejados en libertad para realizar infamias sin cuento y sin límite.
La historia es el espejo de lo que aún puede ser en función de lo que ya fue posible. Sin el invaluable freno de los derechos humanos y sin la intervención de las instituciones democráticas, que para nuestra desgracia eran de por sí débiles en México, todo, absolutamente todo puede esperarse en el México poscovid. Bien aseguró Popper –y no nos cansaremos de recordarlo- que sobre el inabarcable historial de infiernos y después de tanto padecer dominios brutales, la democracia, con sus derechos, alcances y libertades, es el menor de los males. Por eso hay que defenderla y madurarla a toda costa.
Acaso por lo atractivo que para muchos resulta el poder de un solo hombre, éste Único-uno aparece y reaparece bajo modalidades diferentes de tanto en tanto. Su sola ley y su palabra consagrada es y ha sido el gran referente del infernal historial de tiranuelos, fantoches y enemigos jurados del derecho y de los avances civilizadores. Si el montonero Trump no quiso quedarse atrás en la danza de los orates encumbrados, sus ocurrencias no llegaron a peor gracias a lo que salva a cualquier país de sus propios yerros, de sí mimo y de sus malas elecciones: su orden legal, su fuerza institucional y la organización civil de los demócratas, sin cuya conciencia, decisión y patriotismo cualquier patán podría hacerse con las riendas del dominio.
Mala cosa esa de buscar culpables, esconder la mano y jugar al “yo no fui” para hacer de la hipocresía una máscara de la ineptitud y la inmoralidad. La primera condición de un buen gobierno es el respeto irrestricto por lo gobernados, lo cual implica patriotismo, defensa del derecho y honorabilidad. Navegar armado de chivos expiatorios no salva a nadie del fracaso asegurado.
Los tiempos se acortan. La epidemia no da tregua a su paso devastador. En unos meses o años se amontonarán los restos del naufragio y no habrá farsante ni mesías ni populista que, a punta de abominables chistoretes y desafíos adolescentes, salven al país de una de las peores caídas de su historia. No atender este llamado de emergencia en situación tan aciaga es una decisión que debe ser condenada por la sociedad si es que existe algún sedimento de civilidad o, al menos, cierto instinto de supervivencia.