Parejas extraordinarias: Elena Garro y Octavio Paz

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Fue la ola evocada por Octavio Paz en una de sus páginas deslumbrantes: de cresta turbulenta, insaciable su rumor de marejada… Una ola “que se adelantó entre todas”, hasta saltar océano afuera. Delirante, corrosiva y lúcida durante noches de furor, daba rienda suelta a sus fantasmas. Su tinta no le otorgaba remanso ni el silencio la habitaba. En sus páginas resultaba de otro modo hiriente su palabra. Nacida en la Puebla tumultuosa casa adentro, le quedaba chico su mundo mexicano. A bocanadas aspiraba el humo de infaltables cigarros. Se rodeaba de cielos desplomados y de  todo lo que pudo ser de conquistar a Paz en paz. Hizo lo que hizo y eso fue: enorme onda que podía tocar los astros o sumirse en profundidades tenebrosas.

Con saldos al rojo, fueran de vida propia o episodios históricos, su escritura desafiaba y sorprendía. Por sobre nombres que abultaron su universo amoroso y muchos golpes de vida, un hombre fue su delirio  y única razón que la sostuvo hasta su féretro: Octavio Paz. Látigo atareado, estiraba su lengua para lamer en desnudez sus heridas. Gritaba, chillaba, exhibía cuentas privadas y sus sobresaltos ponían a temblar al temeroso temple mexicano. Recia y batalladora, concentraba su potencia de ola y con impudicia se dejaba caer en el paisaje espinoso de nuestras letras. No conoció remanso. Su talento la corroía. Nunca supo separar el hielo del fuego. Se arrojaba a la guerra armada de gritos y uñas, porque nada aprendió del arte de combatir a las sombras.

Hizo hablar a los ríos, elevó a personaje una calle y tuvo el acierto de dar vida a un pueblo para recordar el sino sangriento de la pasión que dejaría petrificada a su Isabel Moncada. Hechiceros, putas, soldados, perros, mujeres, niños, relojes, amores de paso, hoteles y cuanta cosa o señal va marcando las historias atormentadas integraron un universo fantástico en Los recuerdos del porvenir: con la de Rulfo, una de las mayores novelas de nuestras letras.

Inteligente en la escena, dramatizó situaciones trágicas y dignificó la memoria de un Felipe Ángeles que pensaba en la revolución tras las rejas, mientras aguardaba la muerte. Prefirió los grandes despliegues, en el cuento o la novela: paisajes abiertos, movimiento incesante, descripciones agudas y la presencia del narrador, eterno testigo de la difícil faena de sobrellevar la existencia entre episodios que sorteaban lo insólito entre accidentes comunes. La acomodaron en el realismo mágico por su habilidad para enriquecer lo vivido con lo inesperado, pero ni eso la definió. 

Elena podía construir espacios con el lenguaje y arreglar o desarreglar el tiempo donde las vidas se atoran en pequeños infiernos. Dotada con el ojo, el oído y el dedo que sólo percibe y gobierna el escritor de raza, pudo abundar en la autobiografía con arte maestro, especialmente en Los recuerdos del porvenir y La semana de colores, sus libros mayores. No fue sin embargo humilde ante las palabras.  Se prodigaba con facilidad y al renunciar a la síntesis espetaba escenas, párrafos y situaciones prescindibles que acabaron por ensombrecer sus historias.

Persistió como “partícula revoltosa” al zambullirse en la turbulencia que corría por sus venas. Ignoró la prudencia y vociferaba lo mayor o menor de su intimidad desde la certeza de ser acreedora del pedestal. Un pedestal lastimoso, cercado por la corte de gatos que a ella y a su ex marido les apetecía recoger, porque compartían el gusto por la naturaleza felina que rasga, agarra y rasguña para luego recogerse en la apariencia de indefensión. 

Rápida, lúcida, incisiva y atormentada, su dolor traspasaba la indiferencia de quienes ignoraban su obra, su quehacer o su biografía. Mientras Octavio brillaba, ella decrecía como el enfant terrible arratrado hasta límites peligrosos. Suya fue una infancia inacabada que juega con perversiones, no reconoce riesgos ni orillas entre Bien y Mal ni entre lo bello y lo siniestro. De ahí su natural trasgresor y la impudicia al ventilar aspectos tenebrosos de su intimidad peculiar.

Insaciable, no había océano que mitigara su sed ni voz, caricia o aliento que apaciguara el borbotón de lamentos con el que exorcizaba su infelicidad. Antes que ella lo hiciera desde la más grande exageración teatral y al margen de su característico frenesí, ningún otro se atrevió a gritar la verdad oculta en el monedero del escritor. Anudada al destino de Octavio Paz, lo maldijo y lo lloró como una Medea despechada, vengadora y vilipendiada. Insomne, discurrió cuanto pudo para que Octavio-Jasón no pasara un minuto sin padecer su aguijón. Muerto él en 19 de abril de 1998, ella declaró que se le acababa el oxígeno y todos la abandonaban. Sin la causa de su llanto, lloraba su soledad acompañada de la hija trágica, sumida en los corredores de su tormento.

Ella era una Helena como la de la túnica vacía del gran Séferis, la que vaga con la leyenda de sí misma, desamorada y herida, a salto de oleajes despavoridos. Era escritora ante todo, atenida a la fuerza de un odio que le servía de mástil, vela y buque para bogar en las aguas oscuras de una vehemencia que tropezó con el arte de la palabra. Radiante en las fotos de juventud, ágil y bella. Era la ola que refrescaba los mares de la esperanza. Era la madre-niña de la niña que se negó a crecer. Era un talento afilado con cuchillos ardientes. Y después era lava, destellos y tinta que no se agotaba ni con la pena de reconocerse Sísifo atado a su propia condena. Probó el deleite de la creación y con su habla hizo más que literatura al desenmascarar filones innominados de la cultura de la mentira. Quedó reseca y consumida en un departamento prestado de Cuernavaca,  condenada a juntar memorias del pasado y su porvenir. 

En 1958 vivían en París. A sus 41 de edad fue pionera en México como dramaturga y feminista. Su capacidad crítica la hizo incómoda en un ámbito  pacato, ignorante del laicismo. Y es que Elena, quizá por su residencia europea y ser una formidable lectora, se anticipó en la denuncia de la ofuscación femenina que estalla desde el coto domiciliario. De emocionalidad ostensible, su visión de la inconformidad, del tedio y de las trampas tendidas a las mujeres por el prejuicio y la discriminación alimentaría sus ficciones. Vivió a la sombra de Octavio Paz. Disipada durante su mayor turbulencia, no se molestó en disfrazar desvaríos ni conoció la ecuanimidad. 

Única en su especie, fincó un desmesurado estilo femenino, a la manera de la diosa Hera que no paraba de perseguir a Zeus. Al lado de Octavio Paz no halló fisura para revitalizar su infierno con dosis de feminidad verdadera, de poesía y pasión por el arte. Ni qué decir de la relación tormentosa entre ellos que iba dejando huellas en el servicio exterior al que perteneció Paz 22 años, desde 1946 hasta el telúrico ‘68. A veces iba y venía como las mujeres/satélite de los representantes parisinos del surrealismo, salvo que Elena nunca se resignó al silencio. Su índole de Hera furibunda no la ayudó a consolidar su estatura intelectual ni contribuyó a elevar su escritura. Tampoco consiguió infiltrarse en la curiosidad europea como otros coetáneos suyos, todos masculinos, empezando por el propio marido. Hay que reconocerle, no obstante, que su natural solitario en las letras, donde brilló a partir de Los recuerdos del porvenir (1963), fue escalpelo en la moralina de nuestro medio hasta irritar, desenmascarándola, la hipocresía de la sociedad mexicana. 

Vivió atravesada por el rayo de la pasión. Fastidiosa, insolente, con el reto en la punta de la lengua, la pluma en ristre y un saldo de lecturas que la hacían preferir el francés, Elena absorbió las contradicciones de su patria y de su época. Inusual y más sorprendente por su raíz poblana, desafió a su medio con una liberalidad, inclusive sexual y marital, difícil de soportar. Masculinizó su furor sin renunciar al prejuicio de la debilidad femenina. Perdió su eje y no lloró; más bien chilló como hembra herida. Sola y a gritos, enderezó una batalla absurda contra personajes relacionados con el movimiento estudiantil mexicano de 1968. Luego endureció las líneas de su rostro hasta labrar en sus arrugas seniles el mapa del infortunio. Con una historia de desencuentros y fracasos a cuestas, murió de enfisema pulmonar en un hospital de Cuernavaca el 22 de agosto de 1998 –a cuatro meses del fallecimiento del amado-, como una Helena desvalida y condenada al olvido después de la caída de Troya.

Eligió la furia para cultivar su talento y en su complejidad se reconoció indefensa, a pesar de que si alguna mujer era capaz de intimidar, seducir e influir era ella, decidida a jamás renunciar a su naturaleza de fuego. En el dolor de la abandonada dejó que su belleza se desgastara entre estaciones de México y Europa, hasta convertirse en una enferma cuidada por su hija Helena, “la Chata”, y rodeada de gatos apestosos, inclusive algunos traídos de Francia –el Ministro, Nino, Pedro, Korat, Misha, el tímido Pico, el Negus, el Colinabo, el Payaso…-. 

Nunca bajó la guardia. Constituidos por saldos al rojo, lanzaba dardos envenenados de cólera. A su pesar elevó a advertencia la lección  de hasta dónde puede llegar la autodestrucción cuando se supedita el talento al desajuste de las  emociones. Negaba lo mejor de sí, su esencia, creyendo que así se fortalecía o, al menos, que podía desahogarse gritando su frustración a los cuatro vientos.

Bella, marcada con esa elegancia graciosa que por evocadora del aire europeo suele atraer a cierta minoría instruida de mexicanos, transitó de lo liberal a la trasgresión. Pasó de la curiosidad activa a la digresión de la que pudo ser uno de los primeros ejemplos femeninos de autonomía creativa y creadora en la cerrada literatura mexicana del siglo XX.  Ganó en originalidad lo perdido en mesura. Tuvo su clímax, pero ante la posibilidad de elegir su propio renacimiento, cedió a la ceguera para hacer de la ofuscación la punta hiriente de su palabra.

Era cambiante y fragmentada; endeble como dibujo al agua. En vez de concentrarse en unificar su espíritu, algo muy hondo la impulsaba a más y peores descensos. Apátrida, se mantuvo asida misteriosamente a su raíz. Ni la tinta ocultó su animosidad; tampoco sus mejores páginas mitigaron las llagas que lamía con apetencia felina. A la velocidad de sus naufragios iba trasformando su prosa y castigando la claridad a cambio de discurrir denuncias oscuras, ámbitos y personajes femeninos que espejeaban su  turbulencia sin dejar de ser mujeres/hembras, mujeres de carne y hueso abrumadas por la desesperación. Fue víctima de una ansiedad amorosa equivalente a la sed que en vano trata de saciarse con agua salada. Nada y todo la quebrantaba. 

En ocasiones mostraba una lucidez sorprendente. Equilibrista, oscilaba entre el desafío y el pavor. Aseguró que un escritor (a) que no se compromete ni denuncia las atrocidades de su realidad carece de significación en todos los planos, empezando por el literario. Fue una intelectual incómoda, intrigante, peleonera y anárquica, fiel al impulso y tan creativa como brutal.  Se atrevió con signos y personajes sagrados, empezando por su amado/odiado enemigo, Octavio Paz.  

Fresca aún en sus primeras obras, construyó un mundo donde campeaban lo bello y la magia en situaciones y seres que por su riqueza revelan los corredores oscuros del alma del mexicano. Sus letras no desvelan el espíritu humano, como ella creyó; más bien lo diseccionó, lo enfrentó al escarnio y, al final, lo puso en piedras de sacrificio para ofrendarlo con la sangre remolida de una misma víctima propiciatoria: el amante perdido. 

Nació en la muy conservadora ciudad de Puebla el 11 de diciembre de 1917. Años después, para proteger a la familia de los excesos cristeros, los Garro se trasladaron a “la horrenda, calurosa y miserable” ciudad de Iguala, en el estado de Guerrero, donde ella y sus dos hermanos sobrellevaban el tedio cultivando la fantasía y asimilando lecturas comandadas por su padre. Confesó que le hubiera gustado dedicarse al baile. Fue una de las escasísimas mujeres inscritas en San Ildefonso. Eran los años de  su mayor esplendor, cuando se concentraron en sus aulas notables maestros y hombres pensantes. Inició Filosofía y Letras en la UNAM, pero no la concluyó. En aquél ámbito memorable conoció a Octavio Paz y jóvenes ambos, admirados como pareja, desafiaron a sus respectivas familias para casarse en 1937 y viajar a España, en plena Guerra Civil. Año de aventuras y decisiones promisorias, este episodio se convertiría en uno de los sucesos más importantes de su trayectoria intelectual. 

Al enfrentar penurias en el París de sus inicios, es de suponer que el joven matrimonio recibió con alegría el nacimiento de Helena, su única e infortunada hija, en 1938. Como otros  colegas, los Paz hallaron en la diplomacia la solución económica y cultural para desarrollarse en el extranjero. Pasaron varios periodos en Francia, Suiza y Japón. Antes del correspondiente traslado a India, en 1962, se consumó la separación y, con ella, el principio del enfrentamiento que no vería tregua ni fin. La propia Elena se encargaría de divulgar largos y estruendosos conflictos, infidelidades y agresiones mutuas en las que el tema del dinero sería eje constante. Las noticias llegaban con celeridad a México con la apetencia del psicoanalista y la delicia de los chismosos. 

Definitiva para ambos, no obstante haber denunciado Paz posteriormente que su vida con “la ola” lindaba en lo dantesco, la estancia en París no sólo les permitió enriquecer su respectiva curiosidad intelectual, sino que especialmente para él sería experiencia decisiva en su desarrollo. Allí se integraron al núcleo de intelectuales que  empezando por los surrealistas, iban a la vanguardia del arte y el pensamiento. Era la época en que la Secretaría de Relaciones Exteriores aún valoraba la presencia de los escritores en embajadas: el mejor correo cultural, representaciones de calidad en el extranjero y un surtidor natural de conocimiento y talento que repercutiría en la obra espiritual del país.

No obstante ser reconocida por su agudeza y a diferencia de Octavio, quien desde muy joven comenzó a publicar poemas y ensayos excepcionales, Elena no fue una escritora temprana ni acogida con facilidad en el ámbito literario. Generaba una desagradable tensión, envuelta en lamentos que extendía a sus libros. Abundan evidencias de su agresividad.  En la polémica entrevista realizada al final de sus días en Cuernavaca anudó obsesiones exacerbadas. Desde la pantalla del televisor se encargó de sintetizar al detalle su mensaje al porvenir: resentimientos contra el también agónico escritor quien halló arrestos para responder sus diatribas por los mismos medios de comunicación masiva: “Se puede ser un buen escritor y una pérfida persona. En el caso de la señora Garro, lo que más podría decirse en su abono es que pone su fantasía literaria al servicio de sus rencores y delirios”.

Ambos veían cómo se aproximaba la muerte sin haber resuelto lo fundamental de sus vidas.  Octavio, sin embargo, no perdió de vista la significación de su propia obra. Perduró entre ellos un erotismo demoníaco que les tendía trampas previsibles y constantes. Como si uno y la otra hubieran bebido la peor herencia del patriarcado, exhibieron su correlativo dominio de la muy mexicana capacidad de denigrar al adversario hasta reducirlo a polvo. Con océanos de por medio, a golpes periodísticos o de cualquier modo a condición de que para Elena fuera estruendoso, se enmendaban la plana públicamente o hacían el recuento de sus respectivos olvidos con tal de tenerse presentes. 

Si la literatura como tal pasaba a un segundo o tercer plano en aquellas diatribas, tanta descompostura era inseparable del ámbito de las letras. Caso único en la compleja historia cultural del país, tan agresiva y añosa pelea de gallos incomodó profundamente a Paz y dejó a Elena sin rastro de cordura; pero, por encima de lo anecdótico, mostró las tremendas desventajas que recaen todavía sobre las mujeres. De que fuera furibunda y sus delirios demenciales nadie lo duda, pero hay que apuntar que numerosos escritores ha habido tanto o más agresivos que ella, solo que su índole colérica no ha sido motivo para castigar el reconocimiento a sus obras ni a su persona.

Entre apostillas, misivas y réplicas encendidas, Octavio y Elena fueron construyendo una versión laberíntica que más allá de lo anecdótico podría revelar  lados oscuros de la rivalidad intelectual entre parejas, del carácter de la cultura y del sin fin de torceduras sexuales y eróticas entremezcladas a la creatividad. Por su significación, el poeta distinguido con el Nobel dejó mayores indicios que ella para facilitar la tarea de los biógrafos. Sobre Elena, en cambio, cayó la desmesura con el riesgo de ser estudiada e interpretada a la sombra del escritor más notable del siglo pasado; una larga sombra, como en justicia se quejara, sobre todo en los aspectos más decisivos de su respectiva relación con las letras. 

Se quejaba de que el poeta la había ensombrecido. Paz, por su parte, fue diana fácil de ataques por causas ideológicas. De “reaccionario”, “emisario de las derechas” y cuanto discurriera la tribu defensora de una izquierda cada vez más confusa e intolerante, él insistía en lo suyo: “la democracia a secas”. No obstante, nada de lo padecido sería equivalente al descrédito en el que ella cayó al involucrarse en los problemas del ´68. 

Admirada por propios y extraños, la renuncia de Octavio a la Embajada de México en la India, y la subsecuente “carta” filicida que su hija Helena Paz Garro divulgó en varias lenguas, lo encumbraron ante una generación que apenas lo conocía. La suerte, para la pareja Paz-Garro, estaba echada: Elena, a partir de entonces y siempre acompañada de la eterna adulta-niña, emprendió la fuga al autoexiliarse en los Estados Unidos en 1972, primera estación del peregrinaje doliente y dolido. Después España y París, a partir de 1974. Su figura y su nombre se eclipsaron. Paz, en contrapunto, extendió fama y reconocimiento internacional al lado de Mari Jo, que sin divorciarse de Elena sería su compañera hasta el final de sus días. Entre ellos, sin embargo, perduró el tsunami devastador. Elena escribió relatos y novelas arrancados a su infierno y Paz, autor de una obra monumental, acumuló distinciones y reconocimientos hasta coronar su prestigio con el Nobel.

Incapaz de explicar con coherencia lo sucedido, las dos Elenas (evocadas por Carlos Fuentes en un relato así titulado), se consideraron perseguidas políticas. Elena, en revoltura de genialidad y desvarío, se llamó acosada por “regímenes totalitarios y dictaduras”. Indistintamente se decía que era agente de la CIA, representante del Vaticano y espía de Fidel Castro (¡!). La memoria verdadera, no obstante comentada durante décadas, quedaría refundida en los incontables misterios y relatos ficticios que enmascaran las relaciones entre el poder y los intelectuales mexicanos. Al abrir sus respectivos archivos al cumplirse 25 años de su muerte, vendidos a la Universidad de Princeton, podrá conocerse qué es lo que ella escribía a los políticos entonces y por qué se relacionaba con ellos a distancia, qué pretendía y qué hubo en realidad de cierto o falso en semejante embrollo. En su abultada correspondencia inédita no faltarán quejas eternas: la necesidad de dinero, su infernal relación con Octavio, el desdén mexicano y el nulo reconocimiento a su obra. De política nada interesante, porque no estuvo en su repertorio.

En la dramaturgia, su obra mayor sería “Felipe Ángeles”, basada en el personaje real, uno de los hombres más discutidos y brillantes del levantamiento armado de 1910. Matemático y amigo de Madero, con quien estuvo preso en el Palacio Nacional por órdenes del golpista Victoriano Huerta, el hidalguense fue estratego de la División del Norte y adversario de las dictaduras hasta acabar fusilado en Chihuahua, el 26 de noviembre de 1919. Su juicio fue un oscuro episodio de venganza. Antes de su fusilamiento se recibieron telegramas y peticiones de indulto del propio país y del extranjero. A pesar de que el presidente Carranza pudo condonar la pena, mantuvo una actitud ambigua que al final determinó este crimen fatal. 

Convertido en una de las más perdurables leyendas revolucionarias, Ángeles continúa avivando la curiosidad literaria. Elena recreó sus horas finales. Pese a su actuación en las huestes villistas, tristemente célebre por sus atrocidades, Garro mostró a un hombre de espíritu en el ámbito que Mariano Azuela evocó como tolvanera cegadora e inacabable.

La correspondencia con el joven poeta,  coincidente con el noviazgo hacia 1935, y la sostenida con el escritor argentino Adolfo Bioy Casares, durante periodos de intenso y mutuo enamoramiento emprendido cuando Elena estaba aun casada, en París, con Octavio Paz y Bioy con la legendaria poeta argentina Silvina Ocampo, reservan un tesoro para la literatura. Apenas conocidas en fragmentos, en las misivas de Paz destaca la pasión juvenil que los unió. Soñador y enamorado, el joven poeta estaba dispuesto a hacer “cualquier locura por su amada”. Lo escribió sin sospechar que el designio habría de cumplirse, aunque no en los términos esperados. Por lo poco que se conoce, tales misivas revelan que el cuento que Elena inventó a propósito de su fuga y unión secreta con Octavio sería una de tantas ficciones que gustaba endulzar. Su versión no tiene más fundamento que la nada infrecuente y conservadora oposición familiar que amenaza con separar a los amantes haciéndola enviar a un internado. En esos años, ambos eran estudiantes universitarios. Se dice, sin embargo, que tras las formalidades del registro civil la pareja dejó plantados a los invitados a la ceremonia religiosa que debía realizarse en la Parroquia de San Jacinto, en el antiguo barrio de San Ángel de la ciudad de México. Ferviente católico, el disgusto de José Garro sería doblemente explicable al confirmar, en el atrio, que la rebeldía trasgresora de su hija era el mayor desafío tanto a sus creencias religiosas como a su apreciado concepto de autoridad.

Elena solía provocar amoríos tan apasionados que por seguirla y mantener sus caprichos cuando menos uno de ellos perdió su fortuna en meses de desenfreno y agitación compartidos. Proclive a inspirar leyendas, es probable que la exageración se haya infiltrado en cuentos que se repiten a costa de su memoria como parte de la costumbre oral, tan cara a los mexicanos. Lo innegable es que el tema económico, con la frustración general, fue constante. Sin pudor anunciaba que la acosaban las deudas, que no sólo ella y su hija Helena pasaban hambre y padecimientos, sino que sus decenas de gatos también resentían las carencias que la asfixiaban. 

Así era Elena: una escritora que en sus mejores alientos dejó cuando menos dos clásicos para la historia de la literatura mexicana: su hermosísima novela Los recuerdos del porvenir y la colección de cuentos intitulada La semana de colores, de 1964. En las misivas predomina la figura de mujer desasosegada que, grito en pecho y acompañada de su hija -la adulta niña que asolada por la monumentalidad y peculiaridades de sus padres no pudo crecer-, chillaba su intimidad en todas las azoteas. 

Hay vidas y obras que se funden en idéntico destino. En este caso, uno no puede entenderse sin la otra ya que, a su pesar, formaron una simbiosis indisoluble. Respecto de su narrativa, Elena fue su personaje principal, el más complejo y de síntesis imposible. Sus párrafos, como sus jeremiadas, crecieron desde el exterior. Al modo de su Isabel Moncada –poderosa protagonista de Los recuerdos del porvenir que acabaría convertida en piedra-, ella se consideraría una “no-persona”. Nunca mejor anticipado, su amor fue piedra de toque del porvenir. Elaboró un campo de espejos que la deformaban, afeando gradualmente a la mujer deslumbrante que fue, la admirada y querida por algunos de su generación. Denigrante y fatal, empero, el símbolo del amor transitó del deslumbramiento al odio sin concesiones, hasta convertirse en eje demoníaco de su respectiva existencia.

Elena no supo asimilar el sentido de una libertad que practicaba a pesar de todo. Quizá más amante del teatro que de la narrativa, “por el enorme derecho y revés que existe en él”, confesaría que en el matrimonio también habría un revés y un derecho tan desordenados “que nunca supe por qué me casé, ni si realmente me casé, ya que a los siete años de casada resultó que no lo estaba, pero que sí estaba casada por antigüedad o algo así. Y cuando treinta años después Paz hizo el divorcio, resultó que tampoco estaba divorciada, según me explicó Rodolfo Echeverría, cuyo hermano Luis era entonces presidente de México.” 

Esa tendencia suya a ignorar fronteras entre el sueño y la vigila o entre “el revés y el derecho” cifra su estilo. A pesar de sus numerosos títulos, dos obras brillan con luz propia. Todo está contenido ahí: sus fantasías, los distintivos ciclos de muerte y resurrección, una singular riqueza metafórica, símbolos, descripciones de gran eficacia… Luego -venganza divina a su perfección-, empieza a arrojar obsesiones, encuentros y huidas desde sus cada vez más desgastados puntos de referencia, a pesar de no declinar en su empeño de ostentarse como una “mujer sin ataduras”, en obras reiterativas y densas, memoria de su fuego. 

Fue una jugadora peligrosa. Deprimida y peleada “a muerte” con sus viejos amigos, exigía a gritos un trato de excepción a los gobernantes. No tenía en cuenta que en el México que iniciaba su gran crisis económico-social cuando regresó en 1993 a declinar y morir, los escritores tenían que ganarse la vida de cualquier modo. Ninguna ayuda ni beca ni pensión vitalicia a cargo de Octavio o promovidas por él le eran suficientes. Ninguna respuesta oficial, editorial o privada alcanzaba la altura de sus exigencias. Y es que Elena, ya casi sin respirar, se iba muriendo como una hiena.

Se quejó de ser incomprendida y maltratada en su patria, a pesar de que a su regreso,  enferma y cargada de resentimientos y “miserias”, fue nombrada emérita del Sistema Nacional de Creadores, en 1993. Tal distinción le otorgó una beca vitalicia que, por supuesto, no le bastaba para cubrir sus gastos; es decir, nada era bastante. 

Hábil creadora de su mejor y peor personaje, ella misma, comenzó a castigar su talento al concentrarse patológicamente en la huida y persecución. Desencadenó el ciclo atormentado que la transformaría en el ser violento, neurótico, vengador y desesperado que cultivó hasta su último aliento: décadas sin tregua, gastadas entre libros que escribía y textos que iba perdiendo en casas y cajas abandonadas como reflejo de su alma. Años también en que se irían agudizando sus rasgos esquizoides, teñidos de ciclos de violencia y depresión que la llevaron a enemistarse aun con desconocidos.

En temperamento tan señalado por contrastes insalvables, serían de esperar las más inusitadas reacciones. Se reconoció públicamente débil, desamparada e inofensiva. En el dolor de la abandonada dejó que su belleza se desgastara hasta convertirse en una enferma intimidante por sus arrestos. Era incómoda, inoportuna, habladora e impertinente. Lectora formidable, hizo de su razón la peor enemiga. Una de las más admiradas y repudiadas escritoras mexicanas, Garro vivió atravesada por un furor que la consumía entre conflictos maritales, adulterios oscuros y un peregrinaje imparable entre la geografía y la vida social. Abrumadora, insolente, de voz en daga y armada de un poderoso saldo de lecturas, descubrió que en la literatura cifraría su expiación. Absorbió las contradicciones de su patria. Inusual en una mexicana y más sorprendente por su raíz conservadora, católica y poblana, transgredió las costumbres. Fue impugnada, desdeñada y muy amada por varios hombres. Llevó el lamento colgando de su lengua. Nada la arredró, excepto la memoria de Octavio Paz, convertida en lava. 

Que los dos fallecieran el mismo año antecedidos por agonías lastimosas no sería casualidad para quienes escudriñamos “la historia del revés”. Si Elena fuera “la ola”, Octavio un laberinto de secretos en cuyo centro resonaba el eco de sus muchas voces y se multiplicaba su apego a las máscaras. Por sobre sus episodios infernales, de ambos quedarán sin embargo páginas que dignifican y encumbran lo mejor de nuestra literatura.