Cuando la humedad grisácea enturbia los sentidos y el tiempo pesa como ballena inmóvil, Kawabata es remedio contra todos los males. Nadie como él para trasmitir la quietud de la joven durmiente, el temblor del rocío, la luz cambiante, el lago de la perfección imposible o el súbito enamoramiento del estudiante que, en viaje entre Tokio y Shimoda, describe con delicadeza sin par todas las emociones: dolor, frustración, tristeza, melancolía, sensualidad, erotismo… La pequeña percusionista llamada Kaoru, en la Bailarina de Izu, es el primer anticipo de la sutil genialidad de este autor cuya vida y obra, además de estar en el núcleo de mi biografía intelectual, es el representante por excelencia de lo bello en las letras.
Con él, insomne vitalicio, me ocurre lo que a la abandonada Okoto en Lo bello y lo triste cuando, al escribir una carta, acude al diccionario para consultar el ideograma “pensar”. Ante la riqueza de revelaciones que vinculaban su amor perdido a todo lo que veía u oía, sintió que su corazón se encogía: el mundo, su memoria, la nostalgia y la certeza de que ni el tiempo ni los ríos pueden correr hacia atrás, como le dijera su protegida Keiko... Todo, en un instante, se fusionó al miedo terrible de tocar el texto: Oki estaba ahí, en las palabras de las que no podía prescindir porque, como la sombra de su espíritu, seguían adheridas al dolor que la dejara exhausta. Sabía que el ideograma pensar significaba también añorar, estar triste y no olvidar. Pensar y estar viva, pues, era el recuerdo de aquel abrazo, inseparable del lenguaje inscrito en su propio cuerpo.
Tiempo, soledad, sensibilidad y palabra, tratados como el roce de la seda y la pureza esencial, forman un lenguaje de tan singular belleza lírica que Kabawata, heredero de la remota idiosincrasia japonesa, rompe con la tradición para enriquecerla y elevar a las letras del siglo XX a un templo sólo comparable al hechizo contemplativo del jardín, de la luna o de la lluvia.
Cuando me aplico en busca de las claves de su estética minimalista descubro en sus ensayos la naturaleza zen y, desde ella, la poesía que lo habitaba. Gracias al Nóbel, en 1968, su obra se expandió por Occidente como símbolo de sensualidad, observación y enseñanza secreta equivalente a lo que él mismo escribiera sobre el maestro del arreglo floral Sen’o Ikenobo, de quien aprendió que “con una rama florida y un poco de agua se representa la vastedad de ríos y montañas. Con un solo capullo, todas las delicias afloran en profusión”. Asimétrico y potente, el jardín japonés simboliza el poder de la naturaleza mediante el equilibrio entre lo diverso y lo vasto que a su vez logró este artista de la palabra, que fascinó a Mishima: la otra orilla de una expresión renovadora que, a partir de la posguerra, tambalea entre el bonsai y el acantilado, entre el ritual contemplativo y el movimiento vertiginoso, entre el impulso suicida que arrastró a numerosos intelectuales y artistas –incluidos Kawabata y Mishima- y el despertar de una vitalidad que, en lo económico, conduciría a las nuevas generaciones hacia la desmesura industrial y consumista que tiende a robotizar al trabajador enajenado, el que antes de la derrota bélica pudo haber sido uno de los personajes que rendían culto a los antiguos preceptos de reverencia, riqueza espiritual y tranquilidad cultivados, con suma elegancia, en la ceremonia del té.
Pieza maestra del minimalismo y del dominio de las sensaciones, La casa de las bellas durmientes, severamente simple y sencilla, es a las letras lo que un solo tallo en el arte floral: la revelación de “la enseñanza secreta”. El tiempo, la memoria, la soledad y las añoranzas del anciano tendido junto a la muchacha profundamente dormida, quizá drogada, fluyen como las fantasías y las edades perdidas para dejar al desnudo la intensidad de lo bello ante la sombría proximidad de la muerte. Como en El país de la nieve, en Lo bello y lo triste e inclusive en El diario de un muchacho, este genio de buena familia originario de Osaka, que nació el 14 de junio de 1899, fue tocado, en idénticas dosis, por la tragedia y la sensibilidad.
Dolido hasta sus últimos días por el aparatoso suicidio de su entrañable amigo Yukio Mishima, ocurrido en noviembre de 1970, Kawabata cayó en una depresión tan profunda que ni la escritura de El maestro de Go consiguió aliviarlo. Refundido en un apartamento con vista al mar este “viajero perpetuo”, que hizo de su soledad una obra de arte, decidió abrir la llave del gas para acabar con su vida, a los 72 años de edad, el 16 de abril de 1972.
Nada más contrario al barullo ensordecedor, al coheterío distintivo del mexicano o a su distintiva pobreza ceremonial que el silencio y la sensualidad consagrados por el autor de El sonido de la montaña. Cuando me siento agobiada, como en estos días colmados de furia e insultos ensordecedores que afirman la tendencia mexica a enturbiar lo claro, aborrecer la transparencia, profanar la palabra e ignorar la fuerza creadora de la contemplación, vuelvo a mis maestros amados como el sediento al agua. Inhalo entonces, siento la luz y dejo que la poesía me recorra como bálsamo consagrado. Si la estética es mi refugio, esta sabiduría del mejor Japón el espacio “donde la palabra victoriosa se ofrece en su desnudez liberada”, como escribiera Edmond Jabès, otro adorador del lenguaje.
En su discurso de aceptación del Nóbel, “El bello Japón, y yo”, Yasunari Kawabata acudió al haikú para ilustrar su propia caligrafía con algunos cantos “de honda y cálida devoción, al hombre y a la naturaleza”. Esa reflexión de la vigilia a media noche, cuando la Luna de invierno “viene a hacerme compañía”, como cantara el monje Myôe hacia el s. XII, también me permite adentrarme en la propia luz, donde la emoción ante lo bello abre correspondencias entre la naturaleza y los sentimientos humanos.
Eso es lo que agradezco de este maravilloso autor que texto a texto y línea a línea me va revelando los goces de su meditación, pero sobre todo la intensa y siempre sutil luminosidad que, más allá del silencio y más allá de los días, deja al desnudo la palabra esencial.