Según el Ramayana, las olas del Ganga purifican las cenizas de los muertos y manchas o enfermedades de los vivos. Sagrado siempre, tan inmenso surtidor se precipita desde el cielo para perderse en el océano. Fusionado al complejo fervor del hinduismo, el Ganges encarna a la primera hija del Himalaya o Señor de las Nieves, a quien los dioses enviaron al terreno mundano. Piadoso, Shiva ofreció tender su propia cabellera para sostener este rico manantial de turbulencia y calma. Inclinó su cabeza y peinó sus rizados cabellos para evitar que, en su descenso, Ganga provocara una hecatombe cósmica. Y porque la tierra era incapaz de soportar tan tremendo peso torrencial, Shiva se compadeció de los hombres al imponerse allí mismo, en Benarés, como el gran dios terrorífico y propiciador que, desde entonces, es honrado como patrón de espectros y cementerios, yogui de incalculable poder espiritual, poseedor del tercer ojo y verdadero guru, soberano del karma y del samsara, rey de la danza y maestro de las artes. Conmovido por las ofrendas de un monarca de noble raza, prometió liberar de su transmigración o rueda de la vida a las almas que buscaran su iluminación en estas aguas consagradas. De ahí que morir, cremar y arrojar las cenizas en éste, el mayor sagrario vivo de la India, pertenezca al ancestral culto shivaíta, distintivo de sadhus y santos aghori.
Varanasi o Benarés está situada en el banco occidental del Ganges. Hacinada y maloliente, remoto asiento de templos y palacios ya ruinosos, aprendiz de urbe, inmensa gradería de agrestes crematorios milenarios, su magia resplandece al alborear y va clareando hasta el estallido majestuoso de la aurora. Consagrada a plenitud a Shiva, de sus estrechas e inmundas callejuelas surgen sombras por montones en pos del agua prodigiosa. Como dibujadas por la noche, muchedumbres de peregrinos se suceden entre mantras y plegarias en todos los caminos. Han viajado días y noches y gastado ahorros de una vida para bañarse en la ribera o hacer incinerar a cielo abierto a sus difuntos. Los habituados a la miseria se echan a dormir donde sea, por lo que hay que caminar sorteando no sólo cuerpos fatigados, sino vacas, niños y perros que abundan en todas partes. Sin pudor e inclusive con agresión, vendedores de joyas y sedas, de ungüentos y sahumerios perfumados, de talismanes, baratijas o conjuros acosan a los incautos. Sin que falten rateros ni pordioseros, esta es la ciudad más frecuentada por los sadhus, invariablemente presentes alrededor de los crematorios. Abundan tridentes y divisas shivaítas, reliquias, dioses y diosas repintados y adoratorios en patios, fachadas quebrantadas y amplios corredores: primera estación de forasteros, antes de realizar los arreglos funerarios. Lo sagrado y lo profano se entremezclan entre lenguas y un sin fin de trotamundos. Saris coloridos, exóticos turbantes, túnicas y chales integran, más que contrastar, la desnudez encenizada de los sadhus.
En el lecho del Ganges subyace el símbolo trascendental del karma. La India se aprieta aquí, donde el misterio confirma su nombre y las castas se mantienen distantes, especialmente en las plataformas de la muerte. Una vez recogidas de la hoguera por los parias, de preferencia el primogénito arroja al agua las cenizas mientras suave y rítmicamente, desde modestas barcazas, los parientes arrojan flores y velas para facilitar el término de la transmigración del difunto: principio mítico de la purificación y, para algunos, puerta de acceso al paraíso.
Aquí a los dioses también les gusta el prasad: ofrenda que en India se realiza con frutas, guirnaldas, aromas y rupias. Los brahmines pululan mercando funerales en sánscrito que, según los caudales de la familia, recompensan su largo peregrinaje. Y es que en Benarés confluyen en idéntico tumulto los muertos y los vivos, ascetas, peregrinos, yoguis, meditadores, estudiosos y aun budistas o agnósticos, con un mismo propósito: honrar y recibir bendiciones de deidades y de símbolos de diversos credos religiosos. Moscas, leprosos, monos, vacas famélicas, adivinos, mutilados y chuchos sarnosos completan un paisaje donde lo tremendo apenas se puede soportar y lo sublime incita tanto a lo grandioso que, en plena ambigüedad, provoca algo hondo entre dolor, asombro y placer.
En rickshaws desvencijados, sobre palanquines decorados, a lomo de parientes, a tirones, en carretas o tractores, tirados por bueyes, en elefante, burro, caballo o camello y hasta en plataforma hábilmente transportada en bicicleta, van por cientos los cuerpos tiesos presidiendo el desfile funerario en ruta hacia alguna de las piras o gaths a cargo de “intocables”, únicos que por “descastados” manipulan cadáveres sin ser contaminados.
Cientos de cuervos sobrevuelan la extraña quietud que antecede a la aurora. Allá, en el río, un rítmico bogar rompe apenas el silencio. Confunde el perfil arquitectónico, sólo deslumbrante por los engañosos reflejos de la Luna. Las barcas navegan como llevadas por fantasmas. Huele a pueblo castigado, a dolor de siglos en la corriente encenizada, a incienso en nubarrón sobre la bruma, a podredumbre, a carbones, ascuas y esqueletos. Huele a pira en Varanasi. Huele a dualidad que hiere, azota la razón y despoja de sentido cuanto supusimos inmutable.
Junto a la mía navega una barcaza solitaria. Rema un Harijan, un paria. En la popa lleva el cuerpecito atado de un recién nacido. Lo va a arrojar al corazón del Ganga, porque los pequeños muertos son considerados dioses. Sus cuerpos no se queman: de ellos sale polvo, no ceniza, que a poco se disuelve o reposa en el fondo de las aguas. Los adultos, en cambio, exhiben el saldo de sus vidas en la espesura encenizada de sus huesos. Los que no supieron venerar a su mujer, los codiciosos, egoístas, embusteros o malvados, que además de su falta de rectitud no aprendieron a perdonar ni a perdonarse, dejan residuos densos, equivalentes al peso exacto de su alma. La levedad es propia de santos, sabios e iluminados. Así se calcula qué tan apegadas quedan las almas al mundo, cuánto karma tienen aún que depurar o cuáles son los trabajos espirituales que deben realizar en siguientes encarnaciones, antes de conquistar la anhelada liberación definitiva.
El firmamento estalla en color. Es el fulgor, despertar de un nuevo día. Al frente, fuego azul bajo humareda inacabada, chirriar de huesos, lluvia de briznas y ceniza. Se congela el pensamiento. Van en vilo las hebras del apego. Y así se sienten. Turbia el agua, recibe el diario alimento de los muertos. Flotan cientos de ofrendas, más flores y candelas que van, se pierden en la inmensidad del misterio. El alba ya no es alba al irrumpir la claridad entre el abismo nocturno y la pureza de algo que, más que tiniebla en fuga, es chispa de refulgencia, ascensión y unidad. Percibo un vislumbre de resplandor. Todo parece desprendido de una luz remota, sagrada. Es la pausa. El silencio. La espera. De pronto, con la majestuosidad sorpresiva de la India, el Oriente se ilumina con el círculo solar. Al punto se impone un HOM larguísimo y profundo quizá proveniente de las gargantas que se bañan en el río. El ensueño trasmuta en compasión y la vida se funde a la imagen de la muerte.
Amanece. Sagrado el Sol en rojo hiriente; sagrada el agua y sagrada asimismo la Palabra. Se enciende la Aurora como parpadeo divino y anuncio del nuevo día. Cielo y agua se entreabren y se abrazan. Es el nacimiento, transfiguración. Es la llama que llama. Eterno retorno, blancura y expectación. Renacida, la visión de la vida se impone otra vez. Se congregan Muerte y transparencia vital. Navegan restos del fuego con sobrantes de humanidad. Reina la voz, un solo clamor. El nombre invocado, su sonido esencial, indica que está dicho lo que se ha de decir. Allá, bajo la bruma encenizada que participa de la danza de la creación, el Sol traspasa la fe, el abandono y la soledad. El universo está en orden. El alba desnuda otro espacio de realidad, mientras penumbra y sombras anidan la esperada liberación.
La Palabra, toda ella principio y final, también ha nacido de las honduras sombrías y del balbucear. Permanece una voz presentida: incierta plegaria, espacio no habido y corear. En las plegarias se percibe naturalidad y revelación. La perfección es respiro de eternidad, música sostenida, límpida y dulce, que baña y esconde lo inesperado, la manifestación, el prodigio. En el oriente está el disco solar, la vida, campos que aguardan los decursos de la semilla y el fruto; al occidente, la imagen humeante de las hogueras y los templos de la muerte. El agua une sendos extremos; en su corriente fluyen el principio y el fin, la rueda del destino.
Por costos y castas aguardan bultos yacentes, oraciones y piras, según su rango. Atareados en pillar clientes, los brahmines mercadean ceremonias, oraciones y ritos. Se resiente el regateo y lo mundano. Acaso es la luz o la fe lo que hace distinta a esta gente. Quizá sean las espirales del tiempo o los sabios oficios de Shiva, pero no hay duda de que aquí se deja sentir el poder de este dios meditador, uno en la trinidad esencial, creador, sustentador y destructor del mundo.
Todo es esplendor, energía y luz radiante. El reflejo solar se adueña de la mansedumbre del agua, de los leños humeantes, del perfil de las barcas, de las edificaciones escuálidas… Y entonces se respira la religiosidad dibujada en miles de rostros coreando mantras. Más allá, donde el ruido pierde su nombre, flotan cuerpecitos y flores al compás de candelas. En las graderías se amontonan peregrinos enjabonados, mujeres que lavan ropa azotándola y retorciéndola contra las piedras. Hay parias que recogen carbón, burros entre carros y paredes, vacas y perros entre el gentío y basura… ¡Cuánta basura! Pero lo sagrado está ahí, no importan el muladar ni el hacinamiento.
Transcurren siglos en instantes. Es como si Varanasi renaciera y muriera de la aurora al ocaso. Como si cumplir el deseo de morir y bañarse en el Ganges sellara un sentido transitorio en el mundo. Las gargantas invocan a Brahma, a Shiva, a Vishnú, a sus deidades y cifras espirituales, como lo hicieran los padres del tiempo en el seno del universo. Los meditadores continúan sentados frente a la visión agónica de la hoguera y con indiferencia entrenada, muestran los signos encenizados que surcan sus rostros. Caminan los mendicantes con fidelidad al verbo primero. Otros acuden al manantial de la lengua y hablan; poco, pero hablan. Los yoguis realizan sus contorsiones con la misma impasibilidad que pasmara al remoto Alejandro de Macedonia. Los sadhus o ascetas errantes siguen encenizando sus cuerpos desnudos con los despojos más santos, como en los días en que Buda se iluminara y dictara aquí cerca, en el jardín de los venados de Sarnath, su primer sermón memorable.
Todo está destinado a sufrir la Necesidad, el llamado de lo que engendra y se muere. Es rueda y es aspa de los molinos que nos apresan y nos trascienden. Es la Aurora perenne, energía que obliga a mirar hacia arriba mientras la barca surca el río que se tiende cual sierpe y canta.
Acaso reflejo del pueblo castigado por su karma nefasto, la apariencia no interesa a los hinduístas. Aquí se anuda el universo en tránsito, porque las almas, apresadas en cuerpos miserables, vagan en busca del Darma. Nada vulnera religiosidad tan profunda: ni la mugre ni el horror de lo que suponemos barbarie. Por causas de vida o muerte, Benarés es orilla del perfecto dolor que no arroja lágrimas. Aquí no se llora. Aquí se aprende y se abona lo vivido al saldo de las virtudes o las faltas. Hay que mirar cómo comen las cabras la escasa verdura apilada y podrida a la par de las vacas. Hay que apreciar un remoto fervor que enseña el error de juzgar sin entender ni participar del saber de los otros. No juzgar; no lamentarse ni discriminar, sino aceptar otra forma de ser aquí, en la “ciudad eterna”, cuna de la iluminación, templo vivo y centro de una remota espiritualidad.
La religiosidad es el misterio mayor, el más trascendente. Si la luz es su sello, en la tiniebla se aloja también lo sagrado. Entre estas orillas de vida y muerte se respira una esperanza que trasciende lo ignoto y lo conocido. Así son los asuntos de Shiva en una de las ciudades más pobres, donde se recibe una rica enseñanza de humanidad y de nuestro destino final.