No es infrecuente que aparezcan personas extrañas –y por añadidura que nos sigan- cuando impartimos conferencias, tanto en la ciudad de México como en el resto del país. No que el extranjero esté vacunado contra el absurdo, sino que nuestro territorio es propicio para el surrealismo, como proclamó André Breton cuando el carpintero al que encargó una mesa la fabricó “en perspectiva”, tal y como la vio en el dibujo. Por experiencia concluyó que el surrealismo no es ni un movimiento artístico ni una corriente filosófica para los mexicanos, sino “un ingrediente de su genética cultural”.
Los escritores podríamos describir experiencias y encuentros “raritos” sobre nuestras apariciones en público. Me han tocado desde un recinto pestilente y sin luz, con pordioseros y prostitutas acarreados, y después recompensados con el ambigú, hasta un asalto a mano armada. Entre tales extremos valdría citar el jardín de un hotel, en Querétaro, donde para un peculiar congreso o encuentro de cientos de maestros estatales me incluyeron en el programa con un payaso, un relator de chistes groseros y cierta banda de narcocorridos tan, pero tan alegre, que todos se pusieron a cantar, a beber y bailar a cielo abierto. Ya tenía razones para saberlo, pero esa tarde, no se si surrealista o kafkiana, confirmé lo que es “estar fuera de lugar”.
La diversidad que aparece en cualquier auditorio es impredecible. Quiénes y cómo convocan a supuestos interesados en la cultura y las letras ha sido incógnita sin resolver. También recuerdo aciertos tan gratificantes como las varios participaciones en Pachuca gracias a la inteligente promoción cultural de Lourdes Parga y su equipo, y cuatro tardes continuas y dedicadas a Yourcenar, sobre ella misma y el contexto de Memorias de Adriano y Opus nigrum. Sucedió en un auditorio del Centro Nacional de las Artes. El espacio fue tan insuficiente que los que no pudieron entrar permanecieron afuera, con las puertas abiertas, sin hacer el menor ruido. Inclusive las preguntas y comentarios se extendieron hasta que, ya noche, fue necesario poner fin. Buena parte del público había leído a Marguerite, por lo que el evento fue beneficioso para todos. Es innegable que entre lectores, desconocidos entre sí, la palabra se vuelve luminosa y vivificante.
No ha sido infrecuente la recomendación oficiosa de quienes, apagando la voz hasta el susurro, me piden “bajarle al nivel”. “Usted ya sabe, maestra, cómo es la gente…” Así como a Gustavo Sainz le gustaba clasificar la lectura entre libros gordos y flacos –algo que jamás olvido-, otros ilustran sus peticiones con paradojas sobre el discurso y su temor al conocimiento, para evitar lo “elevado y profundo”. Ésta, una de las expresiones más frecuentadas, puede referirse a un texto, a una charla o a cualquier conversación. “Bajar el nivel”, como si de un elevador se tratara, y mejor distraer al “respetable” con chistoretes intercalados a confesiones personales y comentarios banales, como tanto hemos padecido durante mesas redondas, presentación de libros y conferencias que han dado en organizarse con dos, tres y más participantes.
Los ingleses son maestros históricos de las conferencias y presentaciones públicas. Quizá desde antes, pero con gran popularidad a partir del siglo XIX, la gente no especializada comenzó a acudir a salones, museos y sedes de asociaciones, para escuchar a historiadores, exploradores, geógrafos, artistas, biógrafos, científicos y desde luego a escritores que tenían qué decir y sabían cómo hacerlo. Hay que leer, por ejemplo, cómo se amontonaban para escuchar al orientalista Sir Francis Richard Burton. Y como a él, a tantísimos que han enriquecido la cultura inglesa. Es memorable el día en que Borges habló en Oxford. No servía el sonido, y apenas eran audibles algunas sílabas. Tal era la sacralidad del momento, sin embargo, que nadie se atrevió a interrumpirlo. Con apenas susurros como silbidos, concluyó su intervención no escuchada. Los allí congregados alrededor del silencio dirían que fue una de las experiencias más intensas de sus vidas.
Extendida a universidades y espacios comunitarios, la costumbre de impartir conferencias continúa viva en muchos países, a pesar de las nuevas tecnologías. Además de que temas y culturas son más diversos, los asistentes disfrutan el contacto con los autores y aún esperan enterarse mejor y de manera directa sobre lo que les interesa. Se trate de biodiversidad, de la actualidad de Shakespeare, del infaltable Borges o de Alejo Carpentier y lo real maravilloso, con suerte se crea un ritual en torno de la palabra. A pesar de todo, el lenguaje estructurado mantiene intacta su magia. Lejos de esta tontería de “bajar de nivel”, hay que elevar la palabra hasta lo posible y destacarla también: es lo que corresponde y lo que se espera escuchar de quien sabe lo que sabe o expresa de otra manera un conocimiento específico.
En contrapunto, he llegado a creer que, en México y a falta de interés organizado y consecuente, hay una población flotante en presentaciones y conferencias: de preferencia son personas maduritas o mayores que escapan de la soledad y, de paso, disfrutan del mal llamado “vino de honor”. Como es de suponer, los jóvenes predominan en medios académicos, aunque también tienen sus peculiaridades. No olvido mi estupor cuando, invitada al IPN, acarrearon empleados a falta de público. En vez de paga (de preferencia nula o bajísima en todos los casos) recibí una dotación de libros publicados por la institución. Uno de ellos era sobre la cría de cerdos: surrealismo puro, otra vez. Las anécdotas son infinitas. Nunca faltan, por cierto, quienes me aguardan a la hora del adiós con confidencias, invitaciones personales, poemas, retratos a lápiz o a color, manuscritos, carpetas privadas, peticiones de orientación vocacional, tutorías, solicitudes de trabajo y/o cartas de recomendación para no se qué y uno que otro arreglo de citas a ciegas con Fulanito de tal: “debería conocerlo, está que ni mandado a hacer para usted…”
Y está, finalmente, el capítulo de los reporteros que van “por la nota” sin la menor idea de quién es o qué hace su “entrevistado”, lo cual abona la observación de Breton sobre la supuesta genética cultural. De que algo provocamos en el imaginario popular los escritores, no tengo la menor duda, pues, fasto o nefasto, casi nunca he salido de estos eventos sin un incidente digno de recordar. Si bien no ha faltado la psicóloga “al calor de la estufa” –como diría Reyes- que a voz en pecho declaró que mi disciplina es producto de mis frustraciones, el contraste corre a cargo de los que, con sinceridad conmovedora y sin haberme leído ni conocerme de nada, piden algo tan inaudito como que les enseñe a escribir como yo. Todo esto y más, sin olvidarme de los “escritores” que no son, pero que sin formación ni gramática quieren serlo o están “en vías de” para contar sus tribulaciones familiares…
Si las letras interesan con seriedad a minorías, en abstracto alimentan fantasías populares sobre el destino y/o el quehacer intelectual. Cuando la gente común o ajena al medio se entera de que éste o el otro es escritor o escritora, su reacción suele ser de admiración y extrañamiento: a saber qué imaginan; sin embargo, no dan el salto a la lectura. Es como pisar terrenos ignotos, aunque largamente fabulados. Respiramos las consecuencias de ese drama en todos los aspectos de nuestra vida en común. Ignoro por qué la mayoría de mexicanos es tan reacia a acceder al conocimiento y tan cerrada a la curiosidad intelectual. Hay una relación de amor/odio al saber: se desea, se invoca, se celebra de modos distintos, pero nada se hace por alcanzarlo ni participar de sus beneficios; nada para ascender y vivir a plenitud la experiencia.
La presencia social del pensante ha disminuido, no lo que se fantasea de él ni lo que se le atribuye sin fundamento. Nada importan la obra en si ni la historia que hay detrás de la página impresa; tampoco la vida empeñada entre las tapas de los libros, porque lo que se inventa a nuestra costa es casi inverosímil. Hay quienes creen que se es escritor por generación espontánea, por obra del Espíritu Santo, por “tener la vida resuelta” o a efecto de un deseo causado. Este revelador galimatías es una de las partes colaterales de las letras que menos llega a la página impresa, a pesar de su peculiaridad. Ya debemos levantar el tapete para mostrar otras facetas de nuestra realidad cultural.