Rastrear el club de los autores que de golpe se secan o se niegan a escribir fue una de mis fantasías permanentes. Como le ocurriera a Enrique Vila-Matas antes, mucho antes de conocer su nombre o siquiera imaginar que compartíamos aficiones literarias, me cautivó “la inutilidad esencial” del oficinista de Herman Melville cuando leí su cuento “Bartleby, el escribiente”. Contrapunto de la locura de Ahab, el delirante capitán de Nantucket mutilado por la ballena blanca, este hombre ficticio que sirve en el despacho de un abogado de Wall Street, se niega con tal terquedad a ejecutar cualquier trabajo “en la oscura y reducida oficina, perdida en la maraña de la ciudad”, que tanto el abogado como el resto de los copistas acaban por aceptar la extraña pasividad del (no) escribiente.
Imagino la fascinación de Vila-Matas al reparar en que este personaje trascendía lo ficticio para nutrir su espléndido libro/diario/cuaderno de notas Bartleby y compañía. Y es que en la vida y para las letras, dos cosas son indiscutibles: nada es lo que parece y estamos rodeados de Bartlebys. Los hay en varias modalidades: incapaces de amar, moverse o trabajar; pero los espíritus que pudiendo hacerlo renuncian a la escritura, por causas de preferencia absurdas, encarnan sin quererlo y acaso sin saberlo, no a al Sócrates escrito por otros e ignorado u olvidadopor Vila-Mata, sino a esta criatura urbana de Herman Melville casi contemplativo, casi silencioso, incapaz de leer o escribir una línea o de mostrar algo de si: “nunca bebe cerveza, ni té, ni café como los demás (…) jamás ha ido a ninguna parte, pues vive en la oficina, incluso pasa en ella los domingos (…) cuando se le pregunta dónde nació o se le encarga un trabajo o se le pide que cuente algo sobre él, responde siempre diciendo:
--Preferiría no hacerlo.”
Si en 1984 Borges no dudó en prologar e incluir en Ediciones Siruela este cuento de Melville en su selecta y ya rara colección de lecturas fantásticas, La Biblioteca de Babel, Vila-Matas discurrió años después y con sugestiva agudeza el “laberinto del no”: especie de enfermedad o atracción por la nada “que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no llegan a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la escritura; o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra en progreso, queden, un día, literalmente paralizados para siempre.” Tal el origen de su Bartleby y compañía, publicado por vez primeraen el 2000, como claro puente entre dos siglos en que la creación literaria transitaría por toda suerte de valoraciones y fantasías. La casualidad me trajo el título, gracias a la recomendación del editor y joven escritor Miguel Ángel Moncada. Sin tardanza compré el libro y el diálogo entre autor y lectora fue un vaso comunicante desde sus primeras líneas.
Conocidos algunos, reconocidos otros y un puñado de nuevos nombres tan sugestivos como sus síntomas incurables, los allí “diagnosticados” de la cosa o mal endémico del No son “seres en los que habita una profunda negación del mundo”: Wasler, Rimbaud, Maupassant, Rulfo, Musil, Beckett, Celan, De Quincey, Herman Broch, Salinger…
Interesada de tiempo atrás en fenómeno tan peculiar, al leer Bartleby y compañía evocaba rostros y anécdotas de los Bartlebys cercanos. Rulfo no faltó en el puntilloso y bien logrado listado del laureado escritor catalán. No obstante la tentación, mal podría agregar yo algo singular de este intérprete del silencio y de los muertos, a pesar de que muchas veces, a partir de mi paso por el Centro Mexicano de Escritores, nos reuníamos en una librería a tomar café, hablar de literatura, música brasileña o lo que pudiera salir de su lenguaje cifrado, mascullado y a cuentagotas, mientras dejaba caer por donde fuera la ceniza de su cigarrillo infaltable.
Fumador compulsivo también, cultísimo si los hubo, conocí a don Manuel Calvillo. Su proximidad con Alfonso Reyes, con quien trabajó seguramente al jubilarse del servicio exterior, fue tema frecuente en las conversaciones que procurábamos cuando, como gustaba decir, “andaba por mis rumbos”. Autor de un puñado de versos que no trascendieron y podría creer que de algún apunte ensayístico que no conozco, don Manuel estaba dotado y amaba la escritura. A cambio de páginas y de la disciplina indispensable desarrolló una locuacidad excesiva que sin embargo no enturbió su encanto ni su capacidad crítica. En justicia, su nombre merece una membresía de honor en este selecto grupo de tocados por el síndrome de Bartleby.
Josefina Vicens tuvo más seudónimos que libros y a cual más reveladores: Pepe Faroles, José García y Diógenes García. Autora de una estupenda novela publicada en 1958, El libro vacío, su único personaje (José García), además de logrado en ese monólogo que al leerlo asocié a La náusea, fue también la única contribución mexicana a las letras existencialistas. Quizá primera escritora de su generación premiada en este México inequívocamente misógino, se probó con otra tentativa de novela y algunos guiones para cine, la mayoría inconclusos. De buena factura y don de síntesis, Josefina fue sin embargo tan genuina y pura representante del mal del No como Inés Arredondo, cuentista celebrada por su Río subterráneo. En el revés de su brevísima obra subyace una biografía tan dramática como sólo podría serlo la de mujeres pensantes del pasado siglo, y casadas con intelectuales cuyo ego era suficientemente aplastante para quebrarles el eje, la columna vertebral o el ánimo escritural, hasta convertirlas en Bartlebys.
Juan José Arreola, amigo de disfraces, del cognac y nostálgico vitalicio de la poesía francesa, selló su brillante y breve tránsito por la narrativa con la máscara del trovador locuaz. Ávido de público cautivo que primero buscó en la Casa del Lago y en corredores universitarios y al tiempo, para su infortunio, trasladó a la pantalla televisiva, desplegó sus pésimas dotes histriónicas hasta autodestruirse. Lo consiguió a pulso mediante un estilo circense de juglar o bohemio ataviado con capa y sombrero (¿?), que no obstante creerse “poeta maldito”, para nada le regreso la tinta. Arreola fue su peor enemigo. Actuó de recitador y tertuliano de voz afectada, hasta que una joven cantante o algo así lo exhibió como un anciano ridículo y lascivo por llevar, además de su discurso odioso y sin darse cuenta, abierta la bragueta. Espectadora desde mi casa, ese día lloré por él, por las letras, por la amiga que pese a todo lo amó, por la cultura mexicana a la que flaco favor le hicieron sus desvaríos y por los talentos devastados por el espectáculo. Caso peculiar el de este Bartleby casi trágico, lo recuerdo con un confuso sentimiento de tristeza, piedad, compasión y enojo, no por su machismo inseparable de su biografía, sino por la incapacidad de escribir, a pesar de tener el genio para hacerlo.
No es el caso extenderme ni emprender una obra en paralelo a la espléndida de Vilas-Mata, pero lamentaría omitir otros ejemplos mexicanos que, desde mis años universitarios, me mostraron lo que hay, o lo que no hay más allá de lo aparente, cuando la escritura era aspiración e imposibilidad de entregarse a ella. Reconocí el síndrome de Bartleby en un presuntuoso profesor bajo de estatura, calvo y de manos y pies pequeños. Se encapsulaba con saco y chaleco tan ceñidos, que me daba la impresión de que los botones saltarían hasta el mesabanco donde tenía que soportar sus pésimas lecciones de no se qué en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Pomposo e intolerante, como su discurso y la H que reclamaba al escribir su nombre, era lugar común advertir que DON Henrique González Casanova tenía tanto o más poder que las autoridades en curso. Ponderado como intelectual y escritor por sus colegas, de él dependían los fallos de los exámenes de oposición para profesores, además de las decisiones que suelen dejar sin aliento a los aspirantes a hacer de la academia una carrera vitalicia.
La cuestión es que cuando pretendí publicar mis primeras páginas en la UNAM, tuve que darme cuenta de que con él comenzaba una peculiar batalla con los Bartlebys insertos en el mundo de los libros. Uno por uno, desde entonces, Bartleby me iría mostrando a lo largo de mi vida algo así como el revés de la historia, el laberinto del NO y el dolor que queda en los espíritus cuando su tinta se seca o simplemente no fluye. Incapaz de escribir nada más allá de una columnita de reseñas o anuncios bibliográficos al principio y al fin de su vida, lo primero que me indicó don Henrique fue cambiar mi nombre por el de Martín Robles, sospecho que por obvias y cumplidas razones en este medio misógino. Lo segundo y definitivo: guardar diez años mis textos hasta comprobar si podrían pasar la censura del tiempo. De conseguirlo, a saber mediante cuáles pruebas; pero sólo hasta entonces podría emprender la batalla editorial…
Impuesto en primera instancia contra mi voluntad, con mi tesis de licenciatura no fue menos exigente que con la novela inexistente que, desde su juventud, dijo tener “pensada” a cabalidad. El tema: la historia de un fabricante de paraguas que se sentaba a las puertas de su taller. Así, sin más. Me la describió en más de una ocasión cuando –ya escritora con varios títulos publicados-, me confió superficialmente que por su pertenencia a una familia de intelectuales, su sueño era, desde su juventud, ser escritor. Ágrafo total, como tantos maestros “de carrera” que entonces ni siquiera habían conseguido acabar las materias o en su defecto escribir una tesis para titularse, don Henrique agilizaba o entorpecía a discreción las aspiraciones de los pasantes. A fuerza de interponer obstáculos y dar largas absurdas para no aprobar mi texto comprendí que yo, o mi pasión por la escritura, lo cuestionaba al grado de querer contagiarme el síndrome del NO que le aquejaba. Nunca bajó la guardia en su empeño por hacerme renunciar a la escritura. Algunas coincidencias felices me libraron de ser miembro de este batallón de Bartlebys: una voluntad y disciplina tan férreas como tempranas, prisa por continuar mis estudios en el extranjero; el descubrimiento de autoras como Isak Dinesen, Marguerite Yourcenar y Virginia Woolf, cuyas obras me permitieron creer que, aun siendo mujer, podía aventurarme en las letras; el entonces valiente periodismo de Oriana Fallaci, cuya trayectoria de corresponsal de guerra simplemente me fascinaba; y finalmente, la ingenua y muy juvenil certeza de que, a pesar del sin número de obstáculos a vencer, sería una gran escritora.
Es obvio que, sin el auxilio de los sueños, la vida se haría insoportable. De todo ello, lo cierto es que la escritura es un don aunado a la pasión de saber que, cultivado con disciplina, nunca cesa de recompensar y dotar de sentido a la existencia.
El caso de Javier Wimer, por último, es conmovedor y entrañable: uno de los mexicanos más cultos y estudiosos que he conocido, era, salvo por su escasísima escritura, un verdadero humanista. De la corte de egos de la cultura mexicana, sólo tres hombres, a cual más excepcionales, me han tratado como su igual; gesto nada común que daba cuenta de su inmensa calidad espiritual: el propio Javier Wimer y los formidables don José E. Iturriaga y el mero mero don Jesús Silva Herzog, fundador de la revista Cuadernos americanos. Tres Bartlebys en mayor o menor medida, cuyas biografías son inseparables de la mejor historia contemporánea de México.
Un prólogo estupendo para Sor Juana por aquí, agudos artículos aislados por allá, cierta antología… En fin, Javier Wimer fue un Bartley refinado, a quien mucho debemos; entre otras cosas, darnos a conocer a Ryszard Kapuscinski. Pero lo mejor, lo que aún me estremece, es la semblanza que escribiera de su amigo y fundador de la generación de Hiperión, Emilio Uranga, “quizá el mexicano más talentoso nacido en esta tierra”. Este hombre peculiar abandonó la filosofía para convertirse en amanuense de políticos hasta que, arrepentido del curso de su propio destino, se dejó morir de hambre, sin pedir ninguna ayuda. “La muerte de un filósofo” es una pieza maestra de la traza biográfica, tan escasa en nuestra tradición literaria. Vale la pena rescatarla de la Revista de la Universidad, donde la publicó Javier quizá en 2007, a la muerte del atormentado y peculiar autor de Astucias literarias, que también perteneciera al selecto club de los Bartlebys.
Contrario al mal del No, el tema es fecundo. Nada más comenzar a jalar la hebra para sentir que se me vienen encima nombres, anécdotas, rostros, páginas en blanco apenas tocadas por la pluma… Ése, así, es uno de los efectos benéficos de la lectura, de la buena lectura que se agradece cuando el genio de un autor consigue establecer vasos comunicantes con sus lectores.