“Ahí viene el lobo”, suelen decir los franceses cuando les llega el agua a los aparejos. Entonces mueven la cabeza de aquí para allá entre el miedo, la incertidumbre y la incredulidad. Más de una vez en su historia ha tañido la campana de la advertencia. Cual corresponde y es de esperar, los avisos son desoídos hasta que revienta la olla a presión. De pronto los sucesos se desbordan y los parches sustituyen a los remedios preventivos. En todos los casos y más bien antes que después las letras se infiltran al enredo de estados de ánimo, confusión, efervescencia social y aparente lasitud que enmascara con elegancia la exquisita sensibilidad proustiana; pero inclusive ésta, según consta en los hechos, exhibe con oportunidad su verdadera naturaleza.
Emparentada al poder de los sueños, a la revelación de los mitos y a los mensajes oraculares, las letras trascienden su muy noble asiento en el arte de la palabra. De suyo conlleva el reflejo de lo real y, ficción verdadera o verdad ficticia, no falta el ensayo, el relato, la película o la novela que muestra el revés del espejo para espanto de las “buenas conciencias”. Tal la sacudida que un autor ácido e intolerante como Michel Houellebecq, transgresor si los hay, provoca en el universo globalizado, en cuyo eje se balancea tanto la tragedia de la migración masiva como el hambre, la inconformidad, la melancolía y la amenaza franca del Islam fundamentalista.
Polémico como el que más, este “enfant terrible” de la actual literatura francesa, quien a regañadientes fue distinguido en 2010 con el muy apreciable y no menos conservador premio de la academia Goncourt por su novela El mapa y el territorio, se atrevió con Sumisión cuya trama, sin querer queriendo, exhibe a contracorriente el avance nada sigiloso de la mentalidad xenófoba y con apetito fascista. Sitúa la historia en una sociedad multicultural en la que los inmigrantes árabe-islámicos escalan el poder hasta prefigurar en Francia, hacia el año 2022, el supuesto dominio del líder Ben Abes en el Palacio del Eliseo, con la complicidad de la extrema derecha y todas las consecuencias sociorreligiosas del fundamentalismo. Si posibilidad tan temida está ya servida, el debate no cesa de ventilar la crisis de la democracia en una Europa convulsa que puede aceptar lo distinto y ajeno, a condición de no caer en las redes del enemigo jurado desde los tiempos de las Cruzadas.
Ya se veía en plena ocupación alemana a los distraídos Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir dándole al pedal de la bici, con la canasta y el vino emblemáticos, para disfrutar una linda tarde soleada en plena campiña entre juicios críticos, el infaltable pan y los quesos que con seguridad escaseaban. Mientras tanto el heroico Jean Moulin, perseguido, capturado por la Gestapo y el gobierno del entreguista Vichy, era sometido a torturas terribles a causa de su dirección del Consejo Nacional de la Resistencia. Durante aquel fatídico julio de 1943 en que el existencialismo apuntalaba su liderazgo, un Moulin asesinado de manera espantosa a sus 44 años recién cumplidos, dejaba constancia de su valía no solo entre los maquies, sino entre quienes entienden, en cualquier tiempo y lugar, que “el suplicio es mucho más profundo que el dialogo entre el hombre y la muerte”.
Divididos precisamente por el trasfondo de dicho dialogo, solo unos cuantos intelectuales midieron, en pleno furor bélico, el verdadero peligro que amenazaba con aniquilar la más alta herencia de la cultura; es decir, el pensamiento aupado a derechos, inteligencia y libertades. Hoy no es distinto porque la comodidad puede más que la razón. Y la razón, como el conocimiento, nada entiende de democracia. No está de más recordar que seis años antes del hervidero del patriotismo subversivo y furor fascista, Sartre, en 1938, centró en la imaginación de los lectores a un Antoine Ronquetin a quien las palabras se le habían desvanecido y, con ellas, la significación de las cosas. Olvidado de lo que era “la existencia”, Ronquetin se entregó a La náusea que lo llevó a encarnar el sin sentido que, en toda su crudeza, le mostró la devastación de la nada o “la significación pura de la vida”. Con el absurdo kafquiano, La náusea marcó un estado del alma, indiviso de lo real, que Houellebecq reinventa muchas décadas después -y con el agregado del desafío- al espetar la metáfora del peculiar impulso de muerte fomentado por el doble desgaste existencial y la frustración política, religiosa, económica y social que a todos nos alcanza.
Atrás, muy atrás, quedaron los respectivos mundos de Balzac y Víctor Hugo, Le rouge et le noir de Stendhal, la Mme. Bovary de Flaubert, los relatos de Schwob, los tiempos perdido y recobrado de Proust y un monumental listado de “clásicos” que no solo formaron el “ondulante y caprichoso” gusto literario de numerosas generaciones, sino que inclusive crearon paradigmas –o el Canon Occidental, como gusta dictaminar Harold Bloom- que para algunos lectores rebeldes, como yo desde mis primeras letras, fueron meros puntos de partida para auscultar el sentido de lo humano en el revés de lo aparente, donde la ficción rasga el velo de una verdad que queda en el alma como cicatriz de fuego.
Así la huella transformada en surco a fuerza de tantas lecturas de las Antimemorias de Malraux, cuyas páginas más entrañables suelen visitarme durante el sueño. Nada más estremecedor que su relato sobre el traslado de las cenizas de Jean Moulin al Panteón, aquella memorable noche húmeda de diciembre en París. Y a la mañana siguiente, mientras decía su discurso el que fuera monumental Ministro de Cultura, el viento helado golpeaba sus papeles y el general de Gaulle, de pie e inamovible en su carácter de Francia encarnada y estatua viviente, acentuaba la solemnidad del grave redoble de los tambores de guerra. Aquella ceremonia era la representación de La Patria. La muchedumbre allí congregada compartía un sentimiento de respetuosa grandeza ya extinto, como la más noble expresión de lo humano. La voz del escritor consagraba el duelo compartido al anunciar que “La gran lucha de la tinieblas ha empezado…”
Todo se ha escrito y todo se ha dicho, pero de maneras y con intensidades diferentes. El hombre necesita reinventarse para significarse y reconocerse en lo esencial de su condición. La necia costumbre de repetirse en lo peor, sin embargo, aventaja la hazaña de superarse y superar lo recibido. Cada generación interpreta a su modo el mismo drama y una similar manera de vivir, padecer o distraer la existencia. Si una generación ausculta el enigma de los sueños, otra, asolada por efectos bélicos, se envuelve en la imagen del dolor y la muerte hasta que la siguiente, abrumada por La náusea incesantemente renovada, atina con la fantasía de su Houellebecq particular no para desvelar el unívoco mundo del escritor, sino para hacernos partícipes de lo que somos capaces en la caída.
Que es un intolerante cabal, pero demócrata que jamás acude a votar, asegura en entrevistas. No duda en agregar que sus juicios son los acertados, por lo que los políticos deberían consultarlo. Excéntrico amante del deterioro, de los excesos y de destrozarse a sí mismo, Huellebecq en realidad es un producto fiel de la sociedad y del tiempo que lo engendraron. De 57 años de edad, tiene el aspecto de un malviviente envejecido. Esgrime sin embargo la pluma como diestro escalpelo que corta hasta el hueso. No teme a la muerte; tampoco a las drogas, al tabaco ni al alcohol; mucho menos al fuego hiriente de las voces extraídas del abismo. Provocador y consciente de “haber hecho muchas mierdas”, se reconoce violento, incómodo, sujeto de envidias a causa de su éxito y profundamente molesto con la sociedad, tal y como discurre a sus personajes.
Más allá del inabarcable anecdotario biográfico, este ruidoso escritor francés, que se traduce a la velocidad de la luz, es el verdadero portador del crier au loup no solo de Francia, sino de la globalización que atenaza y deshumaniza a pasos de gigante. Como el llamado de los cerditos del cuento al gritar “ahí viene el lobo”, su aullido perturba, pero no altera la realidad ni evita el trancazo que viene, que viene... Y esto es y seguirá así hasta que lo real estalle una vez más a manos de la violencia que nos tiene al borde del precipicio.