El férreo deseo de durar fue el adobe primero de toda ciudad que se pretendió grandiosa y monumental. Del apetito de eternidad surgieron fortalezas, palacios, templos, teatros, plazas y espacios dedicados a satisfacer las mayores inclinaciones humanas: un misterioso apego a lo sagrado y la necesidad de vivir en comunidad. Si protegerse y ordenar la vida en común inspiraron las estructuras urbanas, la diversidad del trabajo no tardó en reflejarse en el desarrollo de las culturas. Ciudad y cultura crecieron como vasos comunicantes entre creencias y modos de ser, dominar, entender y estar en el mundo. En la actualidad, en cambio, la desaparición de tales vínculos redunda en una tremenda desintegración social que, lejos de facilitar la convivencia en metrópolis superpobladas, agrava el caos que degrada el concepto de la vida, de lo sagrado y del hombre.
Hay que voltear al pasado para confirmar que entre la necesidad de honrar a los dioses y deificase el hombre mismo, ocurrió un salto abismal hasta la modernidad. Éste fue especialmente dramático en la evolución de los espacios públicos y privados porque se perdieron los referentes que los significaban. Y sin significantes no hay significados. En la actualidad robotización y consumismo dieron al traste con la otrora idea de durar. En vez de nuestra fórmula de cabal superficialidad: “úselo y tírelo” o “no lo use, pero tírelo”, para los remotos abuelos el pensamiento mítico y la subsecuente espiritualidad abarcaban la totalidad de sus vidas. Bloque inamovible durante milenios, la religiosidad se plasmaba en símbolos y piedras. También homologaba aspiraciones y creencias al grado de oponerse a lo distinto, como ocurriría en Egipto y mucho después, en la Mesoamérica prehispánica.
En tal cerrazón unificadora, distintiva de la índole tribal de las religiones, irrumpiría el arte con una nueva idea del hombre y una versión distinta del tiempo, del espacio y del cosmos. Cada gran aportación contribuía a aceptar lo desconocido y ganar una partida al Creador, pues una de las enormes diferencias entre aquellos constructores y artistas y nuestras civilizaciones es que ellos poco o nada conocieron de las sociedades que les precedieron. Hoy sabemos que conocer el pasado fue un hecho trascendental; tanto, que nos convirtió en la “primera civilización planetaria” o en la “suma de todas las anteriores gracias al conocimiento de la historia”, como observara Malraux.
Las modificaciones urbanas explican la influencia de la morada en el modo de ser y conducirse de las personas. Babel, por ejemplo, nos remite al mito del hombre nostálgico de las alturas. Tentado por el ansia de conquistar el cielo que le seducía y aterraba, Menrod discurrió los ladrillos para construir una urbe en el país de Senaar. Usó alquitrán en vez de cemento. Abominó de los materiales pesados a cambio de uno ligero que, en lo sucesivo y laboriosamente pintado, sería la argamasa de la hermosa arquitectura mesopotámica. Se atrevió a emprender un sueño imposible y el Señor, asomado para mirar el alcance de aquella ambición, decidió castigar a su gente confundiendo sus voces y sembrando entre ellos un estado de cabal desesperación.
Con la suma de los errores técnicos, la torre se derrumbó y, con ella, la tentativa primordial de humanizar el espacio exterior. El sueño de Menrod de alcanzar las alturas mediante un espacio propicio para la autodeterminación se aplazó, pero no desapareció. Escasa de elementos propicios, inclusive la lengua compartida parecía limitarse a unos cuantos acordes. La realidad era entonces más fuerte que el sueño creador. Allí se probó que una ciudad, para serlo en verdad, debe tener un núcleo o axis mundi para dotar de sentido no únicamente a las edificaciones y su entorno, sino a la vida misma. Ignoramos si la torre se pensó para alguna función. Lo cierto es que, ante el fracaso, estos descendientes de Noé aprendieron que se requería algo más que una torre para construir una urbe.
Condenados a dispersarse por la faz de la tierra, los hombres idílicos de Senaar se llevaron consigo dos maldiciones: la que los condenó a confundir el poder con la palabra esencial y, la que los obligó a interpretar o traducir las voces de los demás. Remanente del sueño unificador de la edad prebabélica o preurbana, quedó el estigma de su sensación de orfandad. Tal la punta rudimentaria para fundar órdenes de subsistencia adecuados al hábitat, según una escrupulosa observancia de los recursos, del medio y de la intervención de deidades que, viajeras de Este a Oeste y de Sur a Norte, adquirirían rostro, atributos y nombres ajustados al poder vivificante de su saber y sus lenguas.
Incomunicable de ahí en adelante, la palabra heredada de Adán que le permitió entenderse con Dios, probó en Babel su primera catástrofe cuando un habla distinta brotó de la lengua de cada trabajador: un habla, una técnica y un modo disímil de entender y nombrar lo mismo. Su rostro quedó entonces reducido a signo de interrogación. Confusos por designio divino, ninguno atinó a identificar los objetos. Tampoco hubo acuerdo respecto de la situación de los muros ni quedó en claro qué hacía uno con respecto de los demás. Sus movimientos se volvieron erráticos. Dispersa, la memoria borró sus vínculos y se disipó la imagen de un porvenir prefigurado en sus señas de identidad.
Con ser la misma, a partir de entonces nuestra condición quedó enrarecida. Agrupados por familias, los hombres exploraron por caminos distintos formas de pronunciar el nombre de Dios y de honrarlo. El Ser no visto ni prefigurado fue subterfugio para querer parecerse a Él. Para lograrlo surgieron sinónimos, metáforas, abreviaturas e incluso dicciones que, además de inspirar el brote de lenguas, credos y teologías, ayudaría a establecer alianzas entre un dios creador y un hombre a su imagen. De ahí la coincidencia de encontrar pactos, rivalidades y obligaciones en cultos que inventarían lazos entre la conciencia y los estilos de conducirse de cada comunidad.
El mito más próximo a querer parecerse a Dios quedó así transformado en mito reparador. No concluyó con Babel la ambición de construir edificios magníficos y en lo posible capaces de mitigar la añoranza del Paraíso. Perduró la envidia del Padre con la referencia de Adán. Se cifró así la primera de una sucesión de caídas que enseñarían a la humanidad a enseñorear su morada enriqueciendo su habla. Este fue el sueño que presidió desde entonces la necesidad de cultivar un misterioso derecho a lo universal: único medio de elevarse simbólica y materialmente a las alturas inalcanzables, no obstante deseadas e inspiradoras de la grandeza cultural.
Enigmático, como la desobediencia de Eva y la pasiva actuación de Adán, el rumbo que siguió a la pérdida del Edén no ha sido solo de confusión, sino de silencio y pausas iluminadoras, intercalados a la doble urgencia de expandirse y recogerse, y de comunicarse y sumergirse en la memoria temprana de la existencia orgánica, como supusiera Freud. Es de creer, por consiguiente, que la torre fuera diseñada con palabras para rendirse al sentido vivificante de la sintaxis.
Tras el fracaso de Babel, cuyo ideal fuera tal vez inspirado por la torre llamada en hebreo Bab-ilu, Menrod hizo edificar las capitales que serían de su reino: Babilonia, Erec, Acad, y Calmo. De allí, según el Génesis, procedió Asur, que construyó Nínive, Rejobot-Ir, Calaj y Resen... Nombres remotos que por su impulso restaurador y expansivo nos hacen pensar que el poder de la lengua ha sido equiparable al canto constructor de ciudades. A la par de la multiplicación de profetas, prelados, magos, intérpretes de sueños y de la voz del Destino, los ancestros levantaron palacios, fuentes, jardines y templos para competir con los dioses en la conquista de una vida más allá de la vida, al menos mediante la lucha material contra el olvido y la fatalidad de la muerte.
Fábula, nostalgia de eternidad, misterio e ignorancia del tiempo sobre las creaciones humanas son características de las obras megalíticas que, con los viajes de la palabra, constituyen la arquitectura primigenia: un reflejo casi perfecto del alfabeto sagrado que cifra en los druidas el talento de pueblos que dan vida a las piedras. Devotos del árbol, hijos especialmente del roble, observadores de la secreta energía de lagos y aves, los druidas formaron la más laboriosa clase sacerdotal entre los antiguos celtas. Viajera y portadora de historias de magia y secretos proyectados en leyendas y monumentos, su calidad cultural llegó a ser muy conocida en la Galia y se extendió hasta Britania, donde mejor floreció. Del sinnúmero de aportaciones notables bastaría recordar el uso del péndulo, varita mágica o talismán, que personalizó y consagró colores, cristales, diseños y piedras. Además del templo interior -nutriente de ritos externos-, el pensamiento druídico consumó lo que los ecologistas anhelan para ennoblecer la morada actual: armonizar el vínculo espiritual del ser y su entorno.
El “templo” debe poseer todos los elementos de la naturaleza: luz, aire, agua, tierra, maderas, piedras, plantas, animales, ramas y flores... Con tales requerimientos, la construcción adquirió tal grandeza que aún asombra que, fechada en miles de años, Stonehenge prevalezca entre las más impresionantes hazañas humanas. Por su implícito desafío a la ingeniería primitiva, este conjunto situado sobre una llanura ondulante y tendida sobre las proximidades de la ciudad catedralicia de Salisbury, en el sur de Inglaterra, se considera un hecho aislado en la historia del urbanismo. Vasta, al grado de fusionarse a la fábula de perfección, la herencia druida cifró, con la brillante erudición mágica de Merlín, no solo el punto culminante de las conquistas del rey Arturo, sino una forma de humanidad en la que arquitectura y vida resultaban indivisibles.
Imaginarios o reales, incluso asociados a extraterrestres, los doctos druidas han sido motivo de curiosidad desde los tiempos romanos. Ni los avances científicos consiguen descifrar su misterio. Por sobre las pirámides de Egipto, el conjunto megalítico de Stonehenge entraña una notable relación con los movimientos del Sol y la Luna que hizo pensar a William Stukely (1687-1765), médico amigo de Isaac Newton, científico, egresado de Cambridge y miembro de la Royal Society, que quizá fuera algún tipo de observatorio porque la línea principal del conjunto (megalitos de 50 toneladas de peso) se orientaba hacia el punto en el noreste, por donde sale el Sol cuando los días son más largos.
Magia, realidad o ficción, lo cierto es que de Mesopotamia a Micenas, de la India a Egipto, de China a la remota Persépolis, del Mediterráneo a Britania, de las cimas peruanas a Yaxchilán o de la Isla de Pascua al Valle de México han existido tan inverosímiles y aislados logros arquitectónicos fusionados a lo sagrado que no queda sino suponer que antes de ser social, el Hombre lo fue de fe y aspiraciones monumentales, precisamente para aliviar su apetito de eternidad. Tal afán de trascendencia se lee en los modos de honrar y envidiar lo divino. Y nada mejor que los sagrarios para explorar una inacabada y ancestral necesidad de extender la simple morada a lo que, mejor que ninguna otra cultura, quedaría asentado en la invención del Nilo. Allí, hombres, dioses y muertos compartían las mismas necesidades: ostentar el poder, deslindar jerarquías, vencer la adversidad y perseguir la perfección como sinónimo de supremacía.
Encontramos por esas causas y desde edades remotas, ciudades catedralicias, ceremoniales o como fortificaciones y desafíos a la naturaleza. Cada una más fascinante que las demás, las calendáricas, palaciegas, funerarias, comerciales o especulativas se presumen tan misteriosas como el ya referido Stonehenge, de interpretación imposible. Siempre proeza de ingeniería primitiva, es innegable que la Antigüedad no reconoció límites geográficos al ostentar un mismo afán de dominar el presente y poseer el futuro. Se previó un porvenir manifiesto en el arte de la construcción quizá antes del hallazgo de la escritura, del orden normativo de la vida en común y del conocimiento incluso de los metales, lo cual sitúa la arquitectura en la raíz de las culturas porque afirma nuestra presencia en el mundo.
Magia y poesía se entremezclan mediante el urbanismo al culto a la vida, al deseo de permanecer más allá de la muerte y a la inseguridad que inspiraría, como en los primeros asentamientos mediterráneos, la planeación de calles tortuosas en la periferia -en general reservadas a la vivienda- para confundir al enemigo invasor y resguardar el centro simétrico de su esplendor. Luego, los avances técnicos y astronómicos indicarían su desarrollo, como se observa en vestigios que enaltecen los poderes patriarcales vigentes. No hay duda de que la monumentalidad encarecía las proezas viriles. Como los regentes y los guerreros, las construcciones debían impresionar, intimidar y reflejar tanto el dominio alcanzado, como la protección de sus dioses.
La pirámide escalonada de Egipto fue el primer rascacielos perdurable durante milenios. Construida sobre la arena en Saqqara tal vez con fines funerarios, se elevó como emblema de perfección, revestida de piedra blanca de Tura. Su estética completaba el esplendor de Menfis, afamado por su técnica y por el dominio de la medicina y del saber más oculto. Imperaba la intolerancia absoluta, propia de deidades y prelados codiciosos que se adueñaban de la conciencia, del tiempo y aun de la imaginación de sus súbditos. La pirámide es mole simétrica por excelencia: sus medidas y situación respecto de los movimientos del Sol son prodigios del cálculo y del conocimiento del cielo, del terreno y de los materiales empleados. En la apretada disposición de piedras idénticas se oculta, entre cámaras y corredores inescrutables, el espíritu invisible de una oscuridad contrastante con la potestad faraónica del invencible Rà. Los egipcios todavía nos asombran. Fueran religiosos, políticos o sociales, sus móviles constructivos han trascendido por conservar, casi intacta, la aspiración de eternidad que, a pesar de tantos esfuerzos, no nos ha hecho mejores personas.
Así como Luxor creciera en la rivera Este para celebrar el placer de los vivos, Tebas, en la orilla Oeste del Nilo, se consagró a los muertos. Un ardiente paisaje de arena testimonia la supremacía de seres momificados con esplendor, cuyas costumbres sociales y familiares quedaron regitradas en los muros. Inclusive su modo de percibir éste y el otro mundo se lee en esculturas, vasijas, ofrendas y joyas atesorados en complicadas mastabas. Y es que pocas culturas, como ésta, fusionaron de manera tan detallada lenguaje, pensamiento, teogonía, cotidianeidad, orden social y arquitectura: de ahí la profusión de crónicas o relatos pintados sobre batallas, estilos de vida, servidumbre y formas de sometimiento. Las gavillas de penes atados que fueran labradas en piedra caliza encarecen el ansia de poderío militar de aquellos laboriosos nubios que guerreaban guiados por una teología rigurosa como principio de Estado.
No es difícil aceptar la conjetura de Boorstin de que los trabajadores se sentían orgullosos de laborar en las obras dinásticas. Tal es lo que un Estado organizado puede lograr, a pesar de que algunos insisten en atribuir a la esclavitud los progresos del Egipto antiguo. En la rica variedad de escenas que relatan la vida no hay una sola que indique el uso de látigos o cualquier otra muestra de una mano de obra avasallada. Podemos coincidir con los egiptólogos más modernos, cuando menos en dos hipótesis: las pirámides no fueron construidas por esclavos, y el ideal de grandeza era móvil de las obras comunitarias.
“Durante los meses de inundación del Nilo –escribió Boorstin en Los creadores- los campesinos no podían trabajar en sus campos, lo cual les permitía desplazarse hasta las pirámides, situadas siempre cera del río. Todos los años por la misma época era más fácil el transporte de personas y de materiales de construcción. Entretanto, pequeños grupos de trabajadores se dedicarían a extraer la piedra de las canteras.” Y al menos 70 mil hombres colaboraban en proyectos de años de duración durante los tres meses anuales que duraba la crecida de las aguas.
La profusión, por otra parte, de magníficos centros ceremoniales en Mesoamérica, tan alejados de los tiempos y la geografía de nuestra civilización, apenas comenzaron a valorarse a partir del siglo XX. La curiosidad que suscitan sus logros no es menor a la impresión que provoca su estética singular. Aún por descifrar en numerosísimos aspectos, aquellas culturas dejaron sin embargo en claro que al asentarse, coincidieron con las demás culturas en la búsqueda de lo sagrado y en un mismo afán de monumentalidad.
Bastaría este dato para reflexionar cómo la arquitectura ha sido y es un indicador determinante para consolidar el poder del Estado y las religiones. En sentido inverso podemos leer, en la traza y aspecto de las urbes modernas, cómo al creerse el hombre el mismísimo dios, se sustituye la otrora espiritualidad por individualismo, se consagra el consumo efímero y se prioriza el sentido del lucro, empezando por la vivienda privada y la práctica del desperdicio como reflejo de la degradación social. Heterogéneas en general, las ciudades contemporáneas son el espejo más preciso no ya de la estructura del poder, sino de la cultura y las aspiraciones sus habitantes. Si bien el mejor urbanismo corresponde a sociedades altamente civilizadas, los ejemplos contrarios, característicos del subdesarrollo, de gobiernos espurios e inclinaciones caóticas, espejean la ruina cultural correlativa al deterioro político, al menosprecio por la vida y al fracaso de cualquier expresión de espiritualidad capaz de dignificar las aspiraciones colectivas.