Fue el azar lo que me condujo a Alfonso Reyes. Cuando estudiante, nunca escuché a nadie hablar de él, en la UNAM: demasiado enajenados en la Facultad con las “bondades” de la Cuba de Fidel, el estalinismo y la “revolución cultural” de Mao y sus “4 magníficos”. Los de la “izquierda” (en singular), eran en mayoría groseros: discriminaban, insultaban, irrumpían a mitad de las clases, “boteaban”, tomaban las instalaciones y se creían dueños del Santo Grial. En suma, un caos. En la mejor tradición de la “Casa de Estudios”, cada uno sacaba -o no- la carrera a su manera. Yo, trabajando y leyendo de la noche a la mañana.
Como siempre ocurre, una lectura llama a otra. Así el párrafo o el autor que, por misteriosas afinidades, nos lleva de lo menos aparente a lo más perdurable. Hay frases-puente que, sin sospecharlo, nos llevan a donde queríamos estar. Así mi encuentro con La crítica en la Edad Ateniense. Para mi precaria idea de Grecia, antes de los veinte de edad, el hallazgo no fue lo más recomendable, pero me atrapó desde la primera página. Lo que siguió sería frecuentar sus Obras Completas: ir y venir inseparable de mi biografía intelectual, con simpatías y diferencias implícitas.
A la cabeza de nuestras diferencias destaco su trillada “cortesía”, que tanto se pondera. Tal conducta me parece cursi, obsequiosa, carente de sinceridad y reveladora de las imposturas masculinas de más de una generación. Al leer “Reyes y Ortega” en Cruce de caminos, de Gastón García Cantú, confirmé mi repudio a esa actitud horrorosa que se confunde con comedimiento. Nada más falso y alejado de la naturalidad. Volví a sentirme del lado de Ortega y Gasset al releer su correspondencia, a propósito del desaguisado en relación a las respectivas conductas española y mexicana o, dicho de otro modo, con respecto a la soberbia española y los agachones americanos.
Desde 1914, Ortega fue una ayuda invaluable para el Reyes desvalido y recién llegado a España: lo incorporó sucesivamente al semanario España, después a El imparcial y finalmente a El Sol, en cuyas páginas también colaboró Martín Luis Guzmán. Tarde o temprano, sin embargo, tendrían que surgir las desavenencias entre dos temperamentos, dos modos de entender y participar en el mundo y dos lenguajes disímiles: directo el filósofo, complaciente y lisonjero nuestro escritor. El caso es que el disgusto entre ellos se prolongó durante décadas y la secuela alcanzó una entrevista a Ortega, en Madrid, del corresponsal Armando Chávez Camacho, publicada el 15 de septiembre de 1947, en El Universal. El desaguisado comenzó a propósito de la novela de Pío Baroja, Juventud, idolatría, de la que Reyes, al comentarla en un artículo, destacó (quizás en 1922) una frase que enfatizaba el antiguo desdén español por los americanos. La cuestión es que entre dimes y diretes, le salió el complejo del colonizado a nuestro sagrado Reyes y lo soberbio al español quien, al referirse al “montón de tonterías” del mexicano, los llamó gestecillos de aldea.
Anécdota aparte, de la que no me ocuparé, la reacción del Reyes que desde 1938 ya residía en México tras 21 años de vida diplomática, parece confirmar más que negar “la injuria” de Ortega. A pesar de sus frecuentes lamentos sobre la falta de reconocimiento en su tierra, el prestigio de Reyes era un hecho consumado. Además de su obra, lo encumbraba su diligente gestión en favor del exilio español. Agréguese su participación al fundar la Casa de España, ahora Colegio de México, para acoger a los más connotados y, de paso, contribuir al enriquecimiento de la cultura mexicana, que sin duda y con creces se logró. Reyes, por consiguiente, ya era don Alfonso cuando aparece publicada la entrevista. Como sería de esperar, por todos los medios aparecieron artículos y comentarios contra el Ortega “enemigo de la inteligencia americana”. Aun el propio Eduardo Nicol escribió lo inaudito: “Ortega no es un filósofo sino un sofista”. José Gaos, José E. Iturriaga, Leopoldo Zea, Wilberto L. Cantón… En fin, que llovieron panegíricos en favor de Reyes cuando grandes, medianas y afiladas voces se sumaron para denostar a un Ortega que, lisa y llanamente, hizo mutis y por igual ignoró a transterrados y a “mexicanos notables”.
Ávido de rectificación o acaso de satisfacción, pasados tres años -en 1950- don Alfonso sigue con la necedad de escribirle cartas obsequiosas a Ortega y Gasset, ahora citando recuerdos en nombre de una supuesta amistad. Estaba más urgido que decidido a ser atendido. Como sería de esperar, sus misivas quedaron sin respuesta, por más que las mandara por correo certificado: Ha pasado el tiempo. Mi herida ha cicatrizado, y cada vez me convenzo más, cuando le releo a usted, cuando lo recuerdo, que algo superior a las tristes contingencias de nuestra época me tiene atado a su simpatía. Dígame usted que la corresponde, o -siendo usted quien es- tendré que desesperar de los hombres. Yo no le hago a usted ninguna falta, pero usted a mí -no tengo el menor empacho en declarárselo- me hace falta como parte del conjunto armonioso, del orbe de ideas y emociones en que aliento.
¡A ver, José, una palabra, una palabra suya que nos ponga a ambos por encima de tanto error, de tanta miseria como nos circunda!.
García Cantú recordó que, a la muerte de Ortega, Reyes lamentó su perdida en otro texto que aún considero indigno. Inclusive, preferiría no haberlo leído. Si el desdén orteguiano no me sorprende ni tendría por qué suponer que le simpatizara el carácter del mexicano, la necia desmesura de don Alfonso, desde mi perspectiva, acusa sometimiento y más leña al complejo del vencido. Creo que es hora de poner en tela de juicio esa supuesta “cortesía” que pretende enmascarar el sentimiento de inferioridad que de tantas maneras -aun en su expresión más violenta-, tanto daño nos sigue causando.