No que el pasado fuera luminoso o excepcional; claro que no: había problemas graves, desigualdades de todo tipo, una discriminación étnica y femenina de horror, hambre y cuanto ha hecho decir a historiadores y sociólogos que el siglo XX fue uno de los más violentos y contradictorios de la historia moderna. Dentro y fuera del país había motivos para estar airados y entre el que más y el que menos todos tenían propuestas y sueños de libertad. Parecía terrible y eterno el panorama de militares con poder, dictaduras con o sin uniforme, guerras mundiales y revoluciones que por edad no nos tocaron aunque –efecto prolongado de la Guerra Fría- si nos alcanzaron el abominable imperialismo, la censura y el terrorismo de Estado. Los levantamientos armados que situaban a obreros y campesinos a la cabeza de la lucha por la justicia era cosa de todos los días; sin embargo, en medio de nubarrones, remansos y uno que otro tsunami que complicaba la lucha de clases de la que hoy poco y mal se habla inclusive en las aulas, se dejaba sentir el efecto expansivo de la palabra crítica, la voz proscrita o el juicio temerario de quienes desafiaban al poder y las prohibiciones.
Eso es lo que algunos echamos en falta en este imperio del vocerío, tan lleno de “opinantes” de todo, estudiosos de nada y embajadores de la medianía, indiferentes al compromiso ético de la inteligencia y, sobre todo, manipuladores de “la opinión pública”: el debate razonado, la discusión fundada en el conocimiento, el brote de vanguardias iluminadoras y el color peculiar que adquiere la cotidianeidad cuando nos rodean evidencias de hasta dónde lo mejor de la humanidad está en activo. No es que hayan desaparecido las grandes mentalidades, es que la cultura del ruido las ha marginado, menospreciado y reducido a nerds “que no viven la vida” ni se fusionan a la velocidad de lo efímero.
Gracias a la obra de los “intelectuales comprometidos”, según definición larga, controversial y expansiva de Jean Paul Sartre, muchos aprendimos a razonar sin aceptar ataduras, ortodoxias ni prejuicios, a pesar de que los que nos antecedieron se agarraron a una u otra ideología con tal fanatismo que por necesidad de entendimiento o sobrevivencia, los lectores acabamos descreyendo de todo, inclusive de ellos. Y es que aquellos patriarcas de la razón confundieron ideología con religión y actitud política con acto de fe. El resultado, como se sabe, no solo fue el gran fracaso del comunismo, también el resbalón del capitalismo salvaje y de manera gradual, hasta hacerse visible el efecto nefasto del mercado global, el fin de la figura del intelectual como autoridad moral que, entre nosotros, tuvo grandes representantes, aunque solo Octavio Paz consiguió elevarse sobre sus colegas en su carácter de “Presidente de la República de las Letras”, cuya significación literaria, social y política iré desmenuzando en páginas posteriores.
Por encima del efecto académico que a partir de los años sesenta fueran sacudidos y obligados a modernizarse por los Baby Boomers, hay que reconocer que la verdadera formación de varias generaciones se debió, en primera instancia y gracias al trabajo de los expatriados españoles, al estallido editorial de la segunda mitad del siglo. De pronto la memoria del Holocausto se situó entre las mayores preocupaciones testimoniales y, desde las páginas de Primo Levi hasta el cine documental, el periodismo de investigación y la literatura autobiográfica ingresaron al género de la denuncia que determinaría la politización masiva de sociedades dispuestas a abatir tiranos, al menos en apariencia.
De suyo la historia, por consiguiente, recobró importancia entre los jóvenes y los intelectuales mexicanos, en atención a una de las mejores herencias españolas, remontaron la costumbre decimonónica del periodismo, sin la cual hubiera sido casi imposible la fundación de la República. De esta manera, durante los emblemáticos años sesenta, los escritores adquirieron una trascendental presencia social y política a través de su regular participación en la prensa diaria que redundó en dos fenómenos característicos de una época de transformaciones radicales: la relación entre el poder y las letras y, en el otro extremo, el vínculo del pensamiento educado con los medios masivos de comunicación.
La era del intelectual aislado en su gabinete llegaba poco a poco a su término para dar lugar a una transición en pos de democracia que, aún sin propósitos claros, inauguraría el actual siglo con una partidocracia que a los mexicanos nos hundiría en una enojosa confusión de principios que, a la fecha, no solo no atina con soluciones confiables, sino que a causa de tantos problemas generados por la corrupción tolerada por la sociedad, provoca una gran necesidad de recobrar los espacios de la voz, las ideas y la crítica protagonizada por los intelectuales.