La vuelta fechada del calendario reanima cíclicamente el pensamiento mágico. Que lo nefasto se disipe, lo grandioso nos abarque, la felicidad nos alcance, nada lamentemos y ocurra el milagro esperado: esto y más se ruega al inicio de cada año. Inherente al sentido de lo humano, el mismo clamor se escuchó en ocasiones señaladas hace miles de años en Atenas, en Luxor, en Babilonia, en Tebas, en Persépolis o en Roma y en nuestra casa hoy, en la del vecino y en una remota aldea de la Bolivia profunda. Tan vieja aspiración, sin embargo, no impidió ni aún evita la adversidad, aunque ya nadie ignora que lo grave y brutal es menos dramático en sociedades organizadas, donde la civilidad supera la barbarie, donde existen niveles medios de educación, la mayoría no sufre indignación ni miseria y tanto gobernantes como gobernados están expuestos a someterse a las consecuencias de sus actos.
Platón ilustró nuestra dualidad con el mito del carro alado, cuyo auriga (el alma o intelecto) trata de conducir en equilibrio a los dos caballos: uno noble y otro vil. En tanto y el primero pondera los beneficios de la virtud, el segundo representa los impulsos comunes que sin el gobierno de la racionalidad causan daños tremendos. El corcel brioso es indómito, agresivo e intimidante. Basta un solo vistazo para comprobar lo que su índole es capaz de provocar a sí mismo y a los demás. Al respecto, invariablemente asocio la realidad mexicana a esta batalla metafórica entre civilización y barbarie, en la que el equino más bruto aventaja en potencia al de buena raza y deja mal parado al infeliz y por demás torpe auriga. Si bien el pasado arroja ejemplos a puños sobre la torpe conducción del carro nacional y la supremacía de lo adverso sobre lo racional, el 2014 se encumbró en la historia contemporánea como un verdadero Annus Horribilis al que no faltaron catástrofes naturales, criminalidad, episodios sangrientos, abuso de poder, corrupción, engaño, rapiña, ingobernabilidad, desempleo, marginación étnica y femenina, ignorancia, pobreza....
Al descubrir el carácter telúrico que impera en México comencé a preguntarme por qué en nuestra cultura es más visible y dominante la parte salvaje, sanguinaria, impulsiva y claramente asociada al embustero, mañoso y perverso Huitzilopochtli. La deficiente formación es indudable, aunque debe haber otra explicación de por qué nuestro pueblo es tan proclive a ceder a su parte adversa en vez de cultivar su razón, como otras culturas se han distinguido desde la antigüedad remota, no obstante sus defecciones. La ausencia de filósofos y escasez de pensadores no es en este sentido mera casualidad. Debe haber, sí, una causa que no acabo de descifrar de por qué la brutalidad, el maltrato a mujeres y niños que encumbra el machismo y esa horrible tentación a rechazar lo bello, refinado y culto producen tanta incomodidad perversa no únicamente a la clase política, sino al grueso de la sociedad.
Salvo por sus siempre notables no obstante minoritarios alcances de la razón y la moral, por consiguiente, el hombre es tan poco original como temeroso, desvalido, codicioso e ingenuo al pretenderse superior y excepcional. Y es por este filón por el que la esperanza se intensifica, alimenta la fe religiosa y aviva el sueño de properidad que se repite cíclicamente. Hoy, a propósito del inicio del 2015, nada es más intrigante que ese universal temor revestido de felicidad, de paz o siquiera de bienestar: algo que, a todas luces, la realidad nos está negando.
Y eso es lo fascinante: confirmar que nuestra naturaleza está supeditada a ciclos de toda índole, a rituales y hábitos que, no obstante traídos de lejos y practicados en distintas lenguas y entre liturgias cambiantes, corresponden a la ancestral urgencia de creer en un poder superior que, supeditados a él, haga posible lo que deseamos y nos rebasa. Las voces de creyentes o no creyentes se congregan al término de un ciclo y comienzo de lo nuevo en el mismo empeño de paz, felicidad, prosperidad y otras peticiones comunes. A reserva de que a la mañana siguiente la dinámina del corcel impetuoso siga haciendo de las suyas, durante una pausa el mexicano pasa por alto el peso de lo real y se entrega sin concesiones a la esperanza promisoria.
“Año nuevo, vida nueva” es una mera fantasía. Sin compromiso de por medio, sin acciones concretas, la tendencia nefasta empeora lo no resuelto, lo aplazado se complica y los saldos de dolor se acumulan si no nos sobreponemos a lo inevitable y resolvemos lo posible. La esperanza, sin embargo, brilla en lo alto como anuncio prodigioso y la gente de veras confía en que algo portentoso caminará con la llegada del enero de nueva cifra y el paso de meses que, por desgracia, ya anticipan que no será benéfica y mucho menos próspera y feliz la jornada que nos aguarda. Pero el hombre es el hombre, es el hombre, aunque falten augurios favorables.
Tras padecer un 2014 pavoroso, lo racional sería modificar el modo de gobernar para enderezar el general estado de injusticia e insatisfacción popular. Hay enojo, mucho enojo y escasea la inteligencia civilizadora. Los pensantes están tan marginados como millones de desheredados y no se vislumbra en el panorama mexicano la influencia de grandes o medianas inteligencias, como ocurriera en los días en que escritores y artistas iban a la vanguardia de una cultura promisoria. Sabemos cómo caímos en las desgracias acumuladas durante el año que ha concluido, pero la forma de sellarlo es un misterio.
El optimismo es alentador, pero hacer de la vida un sueño o promesa de bienestar puede ser lindo en el instante, pero no deja de ser engañoso y peligroso para todos. Desde pequeños nos hacen creer en realizaciones extraordinarias en vez de fomentar la cultura del trabajo, la conducta responsable y la solidaridad como complemento de la justicia. Pocos aplicamos, en nuestro pequeño o gran entorno, la recomendación de Alfonso Reyes de que debemos igualarnos hacia arriba y no hacia abajo, que hay que educar por donde vamos, así sea mediante una conversación circunstancial, y nunca conformarse con el estado de barbarie. A eso se refería al escribir sobre la responsabilidad moral de la inteligencia: a no dejar en manos de “los otros” un deber que a cada uno corresponde.
Es cierto que el Estado ha incumplido el deber de formar a las mayorías y gobernar con responsabilidad y decencia. Pero es inadmisible que continuemos observando con indiferencia cómo se borran las huellas de nuestro mejor pasado. Ese fue el triunfo de los colonizadores: aniquilar la memoria de los vencidos para adueñarse de su libertad, sus bienes y su dignidad. Lo que hoy sucede no es distinto, en lo esencial, a lo padecido por pueblos humillados al grado de volverse invisibles en su patria. Si no sabemos quiénes somos, de dónde venimos y qué representamos como grupo social es obvio que tampoco seremos capaces de precisar a dónde vamos y cómo prefiguramos el país que dejaremos a nuestros hijos.
Para que cualquier esperanza sea viable es necesario fincarla en la realidad. Por desgracia, aprendimos a confundirla con ilusiones. Por exagerar la función del principio esperanza México continúa padeciendo sufrimientos evitables. Quizá por mi vitalicia pregunta sobre qué es el hombre y a qué se debe su necesidad de repetir yerros y repetirse en la costumbre del engaño, he descreído de ese impulso que no cesa de “esperar” lo que no es ni podrá ser, aunque se desee con intensidad. Para hacer soportable la verdad, tal anhelo se vuelve sueño protector que en el momento otorga respiro, pero a la larga se revierte con altas dosis de frustración. Tarde o temprano la realidad despierta al soñador, aunque persista en querer más porque nada es suficiente cuando se prefiguran ilusiones como motivos de felicidad. Así se alimenta, no obstante, una imagen de algo inalcanzable que trasciende la voluntad y las propias posibilidades que trasmutan en fuerza que gira en el vacío, en tanto y la vida sigue con exactitud su lógica desigual.
Miro atrás, reconozco el hoy y abro la página del día con la intención de que el noble corcel del carro platónico esté mañana menos humillado, menos pasivo y más creativo. Y sí, por no dejar, también formulo un deseo: que la razón sea capaz de disminuir las causas de cuanto nos avergüenza de esta bajuna realidad mexicana.