El día en que el Cantar de los cantares apareció en mis pesquisas caí en estado de fascinación: “gravedad del alma”, lámpara de luz… Busqué más y más. El futuro cabía en un puño y el pasado era pobre de memoria. Leía sin orden ni guía, como mejor me he orientado hacia la palabra esencial. No tuve nadie a mi alrededor. Supe cuán desconcertante y sutil puede ser la expresión de lo humano. Supe, también, que la respuesta es que no hay respuesta; empero, hay que atreverse con la oscuridad, con lo innombrado, con la vida / viva. Primero me concentré en mis diarios: había que templar la mano y no ceder a la tentación de la violencia exterior. Luego, pensar el sentido de las palabras y su dibujo en el ser interior. Contemplaba en silencio de tiempo atrás. Me aterrorizaban los gritos. Descubrí en la música y su belleza sin letra esa felicidad que desde entonces me envuelve como ángel guardián.
Cuando puse la pluma por vez primera sobre la página blanca, comprobé que el mundo literario era cosa de hombres, igual que las academias y la magia que abre cerrojos, los reconocimientos y desde luego, la muy precisa forma de mirar y comunicarse con los demás. Ni qué agregar si se trata de ella, “la otra”, en el exclusivo club de las publicaciones. Todo adquiría forma de tiniebla aquí, donde ese mundo infranqueable se apretaba en el Altiplano donde ser vista, oída, leída, respetada y reconocida era prácticamente impensable a condición de andar en la procesión, repicar las campanas y cumplir con los requisitos establecidos por leyes no escritas, aunque selladas a hierro y fuego en la costumbre del acomodo.
Me pareció horrendo el desparpajo de una o dos aplaudidas por su ingenio ruidoso y escasas ideas en los entonces importantes suplementos culturales: nada qué ver con la cultura refinada y la inteligencia avezada de Alejandra Pizarnik, Virginia Woolf, Isak Dinesen, Victoria Ocampo, Rosa Chacel , Marguerite Yourcenar, María Zambrano, Susan Sontag, Hannah Arendt… Ningún parentesco con tantas cabezas femeninas excepcionales que a duras penas, pero en ritmos distintos, florecían en el mundo de afuera. Había que buscar con lupa bajo las sombras largas porque la medianía había refundido a las más talentosas en el mexicanísimo ninguneo. Preferí voltear a otro lado y no participar en las batallas de quienes harían cualquier cosa con tal de ser vistos.
No bien estudié las obras que en su hora me llevarían a escribir La sombra fugitiva para comprobar que, aunque sobraran alardes, faltaba mucho trabajo en esta cultura. Pasé página. Elegí leer a mis mayores sin renunciar a los que ya apreciaba de tiempo atrás. Me sentí ahogada aquí adentro: demasiados obstáculos, suspicacias y murmuraciones. Inhalé y exhalé. Para vivir miré afuera con la consigna de concentrarme en lo mío y no detenerme en lamentos ociosos. Así me apliqué a crear una voz propia en un medio cerrado y a burlar el panteón masculino como aprendí de las extranjeras, no obstante con desigual fortuna. El saldo de tanta y tan poca vida apretada en “un baúl lleno de gente” –como diría Antonio Tabucchi-, quedó inscrito en la primera línea de La condena: Mi memoria se balancea sobre el abismo…