Al mismo tiempo descubrí la lectura y las habilidades de la memoria. Deslumbrada, me entregué a su torrente vertiginoso y lo inconcebible cobró lucidez, forma y sentido. Fue la hora de las primeras veces, cuando lo nuevo se recibe como milagro. Aparecieron con este hallazgo la idea del destino, la atracción de los sueños, el misterio de las emociones, la curiosidad y la pasión por los libros.
Gracias al saber que se sabe sin saber que se sabe, supe de repente que las historias que me atrapaban ya fascinaban a los remotísimos abuelos, cuando se reunían a orar, cantar y contar alrededor del fuego; es decir, fábulas en las que el Hombre se mueve, se observa o se imagina sin perder de vista a los demás; y, como ombligo del universo, demuestra que todo desea, crea y destruye dioses, tiene dudas, cree en la magia, piensa y se piensa, pelea, ama, codicia, sufre, medita, se alegra… En su ficción verdadera el Hombre también inquiere la vida-viva y el horizonte de las sombras, en suma, se imita a sí mismo para hacer de las letras uno de los logros de la razón creadora.
Supe sin tardanza que estaba el Hombre en el centro del relato; el Hombre con su necesidad de entender, conocer y sorprenderse, aventurarse, descubrir, batallar, moverse, vencer obstáculos e ir más allá de lo aparente... Hasta en los pasajes tormentosos permanecemos atentos a lo que nos atañe y se reinventa en fábulas que viajan y se transforman de padres a hijos, de la voz al oído; de los recuerdos a las fantasías y de las vivencias a ficciones que enriquecen el mismo relato. Esto, porque ni siquiera el arte de las letras escapa a la reinvención de lo humano en su eterno retorno. Entre líneas me percaté de que la vida es un viaje y que de generación a generación varían las formas, nunca el fondo del ser ni sus fantasmas. De un día para otro y gracias a los libros me sentí parte de la historia en continuidad.
Complejo aunque repetitivo, el “mísero montón de secretos” que dijera Malraux, ha necesitado mirarse y ser mirado, nombrarse y describirse hasta lo posible. Así desde el Edén hasta los entresijos urbanos donde el poder, el amor, la soledad, el horror, el misterio, los desamores y las guerras se imponen en la espiral de miedos, rivalidades y eternas preguntas enchufadas al nacimiento, la muerte, el más allá y el apetito de dioses. De ahí que con pausas de contemplación, hallazgos y silencio, el entorno anodido en el que crecí se iluminara gracias al portento de los libros.
Lo leído y recordado fue uno y múltiple mientras aprendía a ver, pensar, medio entender y estar en el mundo. Conocí la plenitud al acceder al secreto poder de los libros: río vertiginoso que se agitaba en mi interior mientras la mente creaba una realidad intangible, con reglas y poblaciones propias. Era inevitable hacerme de una identidad con la fusión de lo soñado, pensado, recordado y aprehendido. Antes de que yo misma me percatara de la síntesis de memoria, juicio, imaginación y lecturas fueron los otros quienes vieron con incomodidad sus efectos en mi manera de ser. Consideré meritorio ser diferente, aunque tiene sus costos. Por ser la fuente más caprichosa y anarquista de todo lo que sabemos y llamamos carácter, la memoria y sus nutrientes presidirían, de manera vitalicia, lo fundamental de mi existencia como ser de palabra.
Memorista y lectora desde pequeña, sería desde entonces la criatura rara en un medio sin bibliotecas, sin lectores, sin maestros de calidad, sin héroes ni grandes hazañas; es decir: una realidad anodina, característica de la cultura de los vencidos, en la que inclusive una sola librería, por pequeña que fuera, se antojaba marciano caído del cielo, casi como una mujer con curiosidad intelectual.
Aprendí de orientales y griegos que nadie escapa de su destino. Entre obstáculos sin cuento, fui encontrado la manera de leer allí donde apenas se compraban periódicos y revistas populares. En tanto y la mía hallaba cauces distintos, la memoria colectiva era un añoso cordón que anudaba chismes de los murmuradores. Mis ventanas imaginarias me permitían entrar y salir del mundo y de la vida de los otros gracias a que pude acceder al sentido del viaje, tan poderoso al cultivar un lenguaje interior.
Más reposado aunque no menos enriquecedor, el río vertiginoso de las edades del furor trajo consigo nuevas y oportunas lecciones para asumirme viajera. Me reconozco en suelos más sólidos y experimentados. No más ansiedad ni urgencia de llegar a ninguna parte. No más creencia en el genio de la botella. Las ilusiones hallaron su lugar en la literatura por la literatura misma. El paso a paso de los días se ha igualado a la lectura reflexiva, a la conformidad del calendario, a cierta sabiduría no pedida, aunque recibida con gratitud porque ninguna de mis lecturas ha sido en vano. Tampoco mi memoria me ha traicionado en los momentos decisivos y con frecuencia pienso con alegría en el Quijote que vuelve maltrecho y solo a su aldea después de la primera salida, cuando en su delirio sabe lo que sabe y así lo dice con toda seriedad a los mercaderes burlones: Yo se quién soy, y se que puedo ser…
Si algún elogio del libro pudiera hacer a estas alturas es eso: que es el instrumento para decir lo mismo y de modos distintos, que no es poco cosa.