Nada supera el poder de convocatoria de Nuestra Señora de Guadalupe. Su prestigio está por encima de cualquier alegato y ni al mismísimo Cristo rey se le profesa similar devoción. Sagrada para creyentes y ateos, su figura ha perdurado en los siglos como indiscutible símbolo de patria para los mexicanos. Ella es la madre/virgen silente, comprensiva, inamovible y supuestamente preñada que escucha las rogativas de un pueblo que, doliente y con las manos vacías, aguarda su mediación para subsanar sus desdichas. Su santuario es el más frecuentado y lucrativo de cuantos existen en el país, a pesar de que sus prodigios se supeditan a cuestiones de fe.
A sus pies se ha orado, cantado, rogado y agradecido durante más de quinientos años, pero más se han repetido penas embebidas en lágrimas que se trasmiten de generación en generación. Hoy se repiten los mismos dolores de los antepasados remotos, iguales carencias, idéntica injusticia social, una marginación arrastrada como yugo en el alma, discriminación injustificable, deshumanización manifiesta en situaciones de extrema crueldad, sufrimiento y más sufrimiento evitable: nada falta en las rogativas de los millones de desamparados que depositan en Ella lo único que nadie les puede quitar: la esperanza de ser atendidos. Tantas y tan persistentes plegarias que ascienden desde la hondura del corazón traslucen lo que se busca o se teme aunque, por sobre todo, la verdadera situación de esta gente en la vida.
Esperar con la vana ilusión de alcanzar la felicidad es el sustento de todas las religiones. En la realidad actual, sin embargo, la incertidumbre es más fuerte que la confianza, por lo que el sistema político abona los fueros de nuestra Señora al ritmo en que la República abandona sus deberes civiles. No es necesaria la mirada de un lince para advertir hasta dónde el fracaso social contribuye a trastocar la esperanza en desolación enojosa. Esto empeora con el incremento de la violencia porque las palabras no tienen correspondencia entre el derecho y lo que se puede esperar. Lo que queda en situación tan anárquica y dolorosa es por consiguiente aguardar un milagro; es decir, una solución extraordinaria a problemas y situaciones ordinarias y por demás evitables.
Ya está estudiado no obstante, que el mexicano revuelve la psicología de la fiesta a los motivos de devoción y que, sin renunciar a la fe, halla incentivos para enmascarar su penar. Los peregrinajes no son excepción ni el clero ignora cuán eficaces resultan las celebraciones profanas para atraer a las masas a su recinto sagrado. Entre mariachis y “mañanitas”, el espectáculo anima las oraciones mientras la Virgen, allá arriba, contempla a sus hijos en actitud compasiva o comprensiva tal vez, aunque de antemano sepamos que ni su valiosísima mediación es suficiente para remediar los males que aquejan al país que la tiene por Santa Patrona. Aun así, a pesar de que la crisis supera los atributos divinos, todas las emociones se dirigen, en México, a la Villa de los milagros, donde habrán de entremezclarse plegarias, promesas, propósitos de enmienda y renovados votos en nombre de la esperanza, aunque el famoso puente “Guadalupe-Reyes” no garantice congruencia ninguna entre la intención de corregir las causas de la desdicha y la tentación de repetir las mismas conductas que, en lo individual y social, contribuyen a degradar más y más una ya insoportable descomposición de la sociedad.
Pero de eso están hechas las cosas en nuestra naturaleza imperfecta: de impulsos de muerte y deseos de vivir, de miedo y temeridad, de compasión y crueldad, de esperanza y desesperanza… No por nada antes, durante y después del 12 de diciembre de cada año acuden por millones los piadosos al emblemático Tepeyac desde distintos puntos de la República. Los caminos se pueblan de vehículos y caminantes que pernoctan cómo y dónde pueden, de preferencia auxiliados por voluntarios, atenazados por comerciantes y sin que falte la rica imagenería, en estandarte o en bulto, que al mexicano le gusta portar como seña de identidad. A más largas jornadas mayores tentaciones profanas. Más allá de lo aparente y multicelebrado respecto de la religiosidad distintiva de nuestro pueblo, existe un revés de la historia sagrada solo advertido en plazos cumplidos por el registro civil, donde se consigna un incremento de nacimientos en los meses de agosto y septiembre. Sería interesante investigar cuánto influye la fecundación decembrina de no pocos vientres que dan a luz al filo de las fiestas patrias: un ciclo, entre religioso y profano, ignorado por la curiosidad sociológica que puede arrojar valiosos indicios sobre la caracterología que especialmente fascinara a Samuel Ramos y a Octavio Paz.
Si bien el fervor por la Guadalupana no ha disminuído desde los días coloniales, las crisis redundan en un ostensible incremento de peregrinos, lo que demuestra el fracaso sistemático de los gobiernos, sin distingo de ideología. Ante la ineficacia institucional y la escasez de expectativas vitales, la fe milagrera aumenta de manera alarmante, igual que los problemas que serían eludibles o de preferencia resueltos en un orden social confiable. Si a la fe ciega de un pueblo estancado en la minoría de edad se añadieran educación, trabajo, saber y civismo, y a los representantes de los poderes se les exigiera el cumplimiento irrestricto de sus deberes, la religiosidad popular sería diferente, aunque persistieran el folclore y los tintes de sincretismo que han singularizado al credo en este “Virreinato de filigrana” –así calificado por don Alfonso Reyes-, que no acaba de asimilarse independiente ni puede acceder, todavía, a un verdadero régimen democrático.
La verdad es pues lo que es, como dijo el honorable san Agustín. Y lo que es, aquí y ahora, como ocurriera en el remoto pasado, inclusive bajo la regencia de la ancestral y temida Tonantzin, sigue aguardando los favores supremos de Nuestra Señora. Consagrada en su papel de Madre absoluta, muda, impasible e inmaculada, su impotencia refleja a la perfección a las madres que mal y poco disciplinan y forman a sus hijos en esta cultura machista. Si practicáramos una religiosidad “humanizada”, al modo de los antiguos griegos o activa y responsable como en otros credos modernos, podríamos dotarla de voz para conocer los alcances transformadores de su poder femenino y curativo en un medio enfermo. Como carecemos de esa virtud en nuestra sociedad maltrecha y supeditada al poder absoluto -aunque hable y grite sin decir ni cultivar el invaluable sustantivo-, la Virgen de Guadalupe continuará contemplando a distancia el drama de su feligresía quizá confiada en su despertar, quizá esperanzada en que tarde o temprano su pueblo amado cause el milagro de responsabilizarse del curso de su propio destino.