Se respiraba un aire de provincia amodorrada, pero era La Capital. Ernesto P. Uruchurtu la cuidaba como si de una joya preciosa se tratara. Lo apodaban “Regente de hierro”, por comprobadas razones. En nombre de la decencia la arremetía contra carpas, teatros, cines y espectáculos que en vez de ponderar el pudor se atrevían con el erotismo, mujeres semidesnudas y temas “de mal gusto”. No que le preocupara que las ombliguistas pillaran un resfrío; lo grave era que las chicas de la noche incitaban al pecado. Germanófilo, ultraconservador, soltero, de raíces profundamente católicas y laborioso como el que más, dormía con un ojo abierto para vigilar a la urbe. Recato, orden y modernidad eran sus prioridades. Aseguraba que, sin control, las buenas costumbres se pierden y dejan campo abierto a vicios, pornografía, procacidad y a cuanta mugre es capaz de prodigar la gente abusiva, malhablada y crápula por naturaleza.
Esfuerzo tan sostenido durante 14 años de regencia (1952-66), no impedía un libre curso de contradicciones. Fuera de su “Cruzada de la decencia teatral”, jefaturada por un Luis Spota ocupado en censurar a Tongolele, María Victoria o Jodorovski, además de clausurar locales como el Waikiki y el Salón México, el sin rival regente toleraba cabarets frecuentados por “gente de bien”, que sabía dónde y cómo gastar sus jornadas nocturnas. Implacable con pulquerías, cantinas con aserrín en el piso y locales que ostentaban letreros como el célebre: “se prohíbe la entrada a mujeres, curas, toreros y perros”, Uruchurtu tenía fobias tan claras que sin chistar impidió que se presentaran los Beatles en la ciudad. Prohibió películas como Viridiana, de Buñuel. Consideraba fastidiosas las protestas de intelectuales y artistas, pero no pestañeaba al volcar su desprecio al “peladaje” ni desperdiciaba ocasión de abatir a los invasores de predios: asunto que finalmente le costaría el puesto en el régimen de Díaz Ordaz.
En contrapunto de la moralina, Uruchurtu sacó al Distrito Federal de su postración decimonónica. Procuró una infraestructura urbana propia del siglo XX y no le tembló la mano al abrir vialidades y acometer problemas como el del agua. Si la construcción de mercados, parques y jardines lo caracterizó, Chapultepec coronó sus fantasías al hacerlo núcleo cultural, recreativo y ecológico de un México que crecía por segundos. Su obsesión por engalanar la Capital contrastaba sus prejuicios. No fue de extrañar que las mayores empresas civilizadoras de la época provinieran de su feliz correspondencia con Jaime Torres Bodet, Secretario de Educación Pública.
Ampliado y modificado como el Paseo de la Reforma, el bosque de Chapultepec selló a lo grande el lopezmateísmo. Alojó desde entonces varios museos para concentrar desde vestigios de nuestra memoria remota hasta el arte moderno y contemporáneo. A partir de la primera piedra y hasta su inauguración un año después, el 17 de septiembre de 1964, el Nacional de Antropología, diseñado por Pedro Ramírez Vázquez, no solo superó con creces las expectativas, también se reconoció entre los más bellos del mundo. Mientras los recintos construidos a la par no resistirían el paso del tiempo, tanto el proyecto como los materiales y su cuidada edificación mantendrían al MNA a la vanguardia de la mejor arquitectura del siglo XX.
Como prueba de lo que era capaz el sistema cuando valoraba el talento, Torres Bodet convocó a un gran número de artistas plásticos para realizar murales, esculturas y pinturas alusivas al contenido. El resultado fue la magnificencia del conjunto. La distribución de salas y talleres, la biblioteca o los auditorios; areas abiertas, fuentes, el estanque de lirios, celosías y, en particular, la columna central bañada por una cascada artifical que se precipita desde el memorable paraguas… Todo fue tan rigurosamente logrado que el Museo continúa siendo motivo de admiración por propios y extraños.
Eran años en que niños y púberes vagaban en libertad, por pequeños que fueran. La ciudad se vivía como extensión de las casas, no obstante su desmesurado crecimiento. Nos transportábamos solos en uno, dos o tres camiones “de línea” a la escuela y de regreso, sin más riesgo que el de quedarnos dormidos por el calor hiriente del mediodía. Los escolares nos deteníamos a mitad del viaje para observar el paso a paso de la construcción, iniciada a velocidad supersónica, en 1963. Así conocería en plena actividad a los arquitectos Pedro Ramírez Vázquez, Rafael Mijares y Jorge Campuzano, planos en mano, quienes sin petulancia ni complejo de estatua, se tomaban la molestia de explicarme esto o aquello, quizá conmovidos por mi ignorancia, mi edad o mi atrevimiento.
Hay en la historia de México muchos episodios intensos, pero el relacionado al Museo Nacional de Antropología es uno de los más felices y emblemáticos. La apertura indirecta que suscitó una acertada reforma urbana, todavía me estremece. Tanta belleza, aunada a la expectación, fue un aire fresco en el ámbito ensombrecido por la Iglesia y pronto atenazado por el mal carácter y la brutalidad de Díaz Ordaz: la peor herencia de López Mateos que, de haberlo sospechado, se habría muerto otra vez.
Al diseñar los espacios destinados al Calendario Azteca, la Coatlicue y deidades y símbolos que los acompañan, no podía faltar el aporte mágico, inesperado, que tanto fascina de nuestra cultura. Por semanas o tal vez meses, la prensa se ocupó de una discusión que cayó en las familias, en la academia y en la burocracia como agua de mayo: la existencia, en sabe Dios dónde, de un “ídolo” imponente que, como recado del cielo, se dio a notar, semienterrado, en un pequeño poblado que lo tenía como parte del paisaje y sus apegos devocionales. Era obvio que, por manifestarse al público en general, el dios pedía mayores merecimientos. Y así se consideró por nahuatlatos, antropólogos y arqueólogos que salieron al quite con deslumbrantes explicaciones.
Convertido en un casus belli porque, tras “descubrirlo”, “alguien” propuso trasladarlo al futuro museo con las piedras hermanas, el asunto de la deidad sin nombre atrajo la atención de propios y extraños. Como sería de esperar, aun el clero, imbuido de sublime autoridad, tuvo algo que aportar respecto de la concepción de lo sagrado y lo profano, lo falso y lo verdadero. Para no sustraernos de semejante encuentro con la historia, a los escolares nos ordenaron “investigar” atributos y peculiaridades del monolito. Lamento no haber conservado aquellas tareas ingenuas: espejo del ánimo y el chismorreo reinantes.
Entre dimes y diretes, la decisión fue infalible: el bloque labrado, de identificación imprecisa, abandonaría su lecho ancestral. Por sus características, se colocaría sobre una superficie adecuada, donde en adelante sería custodio simbólico de la riqueza prehispánica. El traslado desde Coatlinchán, Estado de México, de la en principio llamada “Piedra de los Tecomates”, hasta la casi esquina de Ghandi y el Paseo de la Reforma, fue un espectáculo sin par. Los guardianes legítimos de la mole de 168 toneladas y siete metros de altura se opusieron hasta agotar resistencias. En el mejor estilo priísta, las autoridades la sustrajeron de su sede, donde estuvo cara arriba y semi enterrada desde tiempos inmemoriales. Se cumplió al detalle el plan previsto y, como real e inequívoca peregrinación, quedó fechado su nuevo destino donde reluce magnífica, porque “ni Dios padre puede moverla de allí”.
Sacar del pueblo al renombrado Tláloc fue una hazaña equivalente a su fatigoso y espectacular transporte. Se requirió una complicada estructura de acero, capaz de soportar su peso y volumen. El desafío de levantarla con grúas y cables no tuvo parangón. Intervino una muchedumbre de técnicos para subirla a una doble plataforma, tirada por dos tractocamiones: uno por delante y otro atrás. Bajo una lluvia innusual en aquel anochecer del 16 de abril de 1964, el monolito recorrió con lentitud parte del Distrito Federal, hasta su nuevo hogar. La gente aguardaba en las banquetas, como si del desfile de septiembre se tratara. Maravillados por el número de llantas y el despliegue de extravagancias que rompían con la rutina, los más entusiastas aplaudían.
A partir de ese día se comenzó a hablar con familiaridad de Tláloc, de su relación con el agua, el rayo, los truenos y las fuerzas destructoras. Tláloc y su aparición en nuestras vidas. Tláloc y su supremacía en el vasto panteón de los antiguos mexicanos; Tláloc, custodio del Museo. Tláloc, venerado en el Templo Mayor de los aztecas… 50 años transcurrieron. Medio siglo, casi una gavilla o atadura de los años: otro ciclo, nuevas cuentas y un México que se antoja más alejado de aquel espíritu que los propios abuelos nahuas. Sagrada, sin duda, la piedra nos obliga a rendirle tributo cada vez que, en coche o a pie, pasamos frente a ella.