En vez de una gran roca como en el mito de Sísifo, México carga el complejo del vencido desde que el Conquistador arrasó con su orgullo, su memoria, su poder y sus dioses. Siglo tras siglo, desde entonces, el pueblo divaga y sueña cuesta arriba, sin soltar su fardo maldito. Con la cima en la mira, imagina el fin de su condena: se imagina, pero en vez de liberarse cae otra vez hasta el punto del comienzo. Así siempre, en círculos viciosos o dando tres pasos adelante y dos atrás, cada vez más cansado, más enojado e impotente, aunque bronco aún y degradado. Nuestro país se aferra a su ancestral estigma elaborando una complicada danza entre alharacas y fuegos de artificio para privilegiar a unos y dejar a su suerte a la muchedumbre de pobres que nacieron sin destino, viven sin elegir y mueren en la miseria.
Por diversos que sean sus nutrientes, hay una cultura matriz, modos de ser compartidos y signos comunes que internamente podemos o no aceptar, pero que “los otros” reconocen como sello de origen: broncos, de impulsos o arrojadizos en lo menor y de espaldas a la grandeza. Tal el síndrome de la derrota. La actitud ante y la vida y frente a la muerte son también señas de identidad que no dejan lugar a duda. Por odiosa e inocultable, es la psicología del vencido la que más tendemos a repudiar y negar; sin embargo, está ahí, a la vista propia y ajena y cada vez más empeñada en destruirse y destruir.
Por más que se pretenda enmascararla, menospreciarla o ignorarla, la violencia propia del “México bronco” –de preferencia con atavíos de crueldad- es asimismo el objeto más poderoso e identificable de este juego mortal con la derrota. Está tan fusionada a “lo mexicano” que no hay más que mirar el horror del XIX, los estallidos del XX, su intervención en la diabólica invención de “El sistema” y de lo que ha sido capaz la sanguinaria delincuencia actual para confirmar que, efectivamente, la maldición del fracaso es en esencia nuestra imposibilidad de vencer al enemigo interior.
Sus dioses no enseñaron a los abuelos a templarse mediante grandes hazañas ni a fortalecer su espíritu para reaccionar heroicamente en la adversidad. Poco ayudó el cristianismo a cultivar un carácter con su pregón de humilde resignación, invaluable para encomenderos y beneficiarios de tan abyecta esclavitud. De punta a punta, nuestro atribulado siglo XIX, sembrado de tentativas, dejó una sucesión de fracasos porque no consiguió forjar un gran modelo de mexicano: sin educación ni civismo ningún pueblo se salva no digamos del invasor, sino de sí mismo. Con mínimo espíritu de sobrevivencia y menos de grandeza, el XX dirigió sus mejores logros a “institucionalizar” la corrupción, consagrar la impunidad y cultivar con maestría la danza de la máscara y la chapuza, aún bajo el control de los taimados, que más y peor se desgasta y envilece, como el pobre Sísifo que ya no puede con su alma.
Y en ese tedioso vaivén de empujar y caer animados por quimeras y fantasías, los gobernantes, tan ciegos como Sísifo, dialogan de modos diversos con la violencia y su correlativa ignorancia ancestral y envilecida, a condición de no romper el estigma de la derrota al que se agarran como hierro ardiente. Lo vio Octavio Paz y casi no hubo párrafo sobre México en donde no insistiera, directa o indirectamente, en la desgracia que se cierne sobre “la soledad” de una cultura malograda. Dispersa entre máscaras y fragmentos eternamente inacabados, en realidad nuestra condena es el destino del vencido del que sólo algunas individualidades se escapan.
Para romper la atadura que nos vuelve Sísifos sin salvación, debemos arrancarnos las máscaras para adueñarnos de nuestro destino. No podemos negar que la tragedia mexicana se origina, se alimenta, crece y se multiplica en y desde la historia del poder, en ese modo corrupto y torcido de hacer política y de gobernar que, lejos de enseñar a los mexicanos a valorarse y dignificarse, los ha orillado a igualarse hacia abajo mediante una inaudita violencia o a doblegarse (la cultura de “los agachados”) antela imposibilidad de vencer la abyección o de superarse a sí mismos.
El poder envilecido engendró al malhadado “sistema”, ahora ensanchado por una no menos corrupta partidocracia sin rumbo, sin decencia, sin programa y sin compromiso social. Ese mismo “estilo de gobernar” corrompió sindicatos, engendró monstruos, encumbró a los pillos y entorpeció la misión de la verdadera cultura a cambio de tergiversar el propósito democratizador del desarrollo con progreso. El más astuto y atribulado de los mortales, Sísifo es por consiguiente el personaje idóneo para comprender cómo se desgasta la mascarada política mexicana en la monótona repetición de exigencias deshumanizadas que perpetúan la injusticia y la degradación social. Si el mito señala que Sísifo era un hombre singularmente sagaz (¿cómo Calles, quizás?) y que a pesar de sus notables acciones sólo probó la libertad en el instante de reposo en que volvía a empujar la piedra hacia arriba, cabe preguntarse hasta dónde nuestro sistema político podría atinar con una vía para librarse de su esfuerzo enajenante.
Pegado a la piedra, la tensión de Sísifo lo fusiona a ella, así el vínculo entre sistema y poder. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en la guarida de los dioses es más fuerte que su roca, pero no deja de ser un condenado. Así la historia del poder en México: en ambos casos hay un instante de voluntad y conciencia, pero en su condición de esclavo es más fuerte el impulso de subir y caer derrotado. En los raros momentos en que vislumbra su situación miserable Sísifo y sistema se empeñan en romper los ciclos malditos. Entonces surgen “reformistas”, “hombres del sistema” innovadores o dotados de espíritu liberador, como el legendario y brillante ideólogo Jesús Reyes Heroles, pero la inercia y los demás los doblegan. Así sigue su curso el estigma del vencido, tal vez hasta que aparezcan y se impongan los que entienden que no hay destino que no se venza con el desprecio.
La inútil rebeldía de Sísifo es, por consiguiente, el alimento de su desprecio, pero no el motor para discurrir una salida. Si haber burlado en alguna ocasión el poder superior lo libera mínimamente de su desgracia, al aceptar que la roca es inseparable de su destino asume de nuevo su condición de esclavo, de vencido. Piensen por analogía en “El Sistema”. Tal parece que esta antigua sabiduría todavía no tiene cabida en la imaginación política y social de nuestra cultura.