Violentarla y reducir la palabra hasta la ignominia; repetir un par de términos hasta hacerles perder su significación y convertir la mentira en simulacro de mérito: eso y más ruindades serán la peor herencia de un sujeto, agreste y lleno de resentimientos que pretende adueñarse de nuestro destino amparado por el abuso de poder.
Estamos a la sombra de un mandamás que, de punta a punta, es inmune al respeto, a la dignidad, a lo bello, a la grandeza, al refinamiento, a lo sutil y en suma, al saber en sí y al beneficio de la cultura. Todo está permitido para él: un regente que pisotea el lenguaje con la misma insolencia con la que transgrede las leyes, los derechos y las obligaciones. Se burla de la gente, miente como respira, antepone la popularidad a la justicia y la impostura al bien. Perturbado por la atención que le profesan las masas, habla sin parar. Aferrado a la propaganda, hablablablablabla sin decir y marrulla a diestra y siniestra haciendo del lenguaje un instrumento de manipulación, una verborragia sin sentido y un alarde de pequeñez. Aturrullada a sus pies, la muchedumbre brama y lo celebra desde su cueva emblemática. Y es que allí, en la tiniebla y balbuceantes, siguen cautivos los condenados a su ignorancia. Siguen atrapados entre sí y ajenos al mensaje de la razón que podría rescatarlos de su condición miserable.
Agobiada, impotente, observo el declive cotidiano, el desaliento general que se expande como un mal olor en esta sociedad desarticulada. Pienso en los dos o tres que, alguna vez, soñaron algo distinto al infierno que sin resistencia ni oposición nos jala irremisiblemente hacia abajo. Era pobre y obtenido a fuerza de sacrificio lo acumulado desde que la Independencia hizo creer a nuestros abuelos que en algunas generaciones podríamos construir un gran país. Pocos pensaron, sin embargo, que sin educación sostenida, sin temple y sin el soporte de una palabra sólida, sería imposible salir de la postración. Puede haber y debe existir la diversidad, pero sin formar carácter, sin significados ni intereses comunes ya podrán pasar otros tantos siglos enajenados en el pudridero. Los triunfos civiles no caen del cielo…
Sobre grandes tradiciones se construyen grandes aspiraciones. Aquí han triunfado ignorancia y olvido a iguales dosis. No son los merolicos ni los mesías que prometen agitando, discriminando y confundiendo a quienes podrían elevarse sobre sí mismos de tener con qué. Es decir, de acceder al derecho de una educación de calidad, las masas podrían abrir los ojos, la voluntad, la imaginación y el entendimiento para mover los recursos necesarios para superar su marginación. Ahí está la historia, siempre está la historia para demostrarlo: es la cultura, siempre la cultura la única vía de superación y de triunfo sobre las crisis. Cultura amplia y con sedimentos, rica en arte y pensamiento; cultura compartida sobre principios democráticos.
Lo único real y verdadero hoy es el crimen, la violencia, la mentira, la proliferación de sinvergüenzas, arribistas y oportunistas que en vez de trabajar por un México mejor ceden a la complicidad por las componendas. Lo real es la militarización, la caída… Una verdadera caída mientras se impone el caos. ¡Qué tristeza! Con esta muchedumbre de impresentables no hay esperanzas que valgan.
Todo se ha hecho sórdido en esta tierra donde quizá alguna vez existieron los sabios toltecas. Eso fue hace tanto tiempo que lo que sabemos quizá fue ficción. También es de creer que mucho antes de la Conquista el olvido ya había caído sobre los que “tenían” cara y “daban” la cara. Hoy pocos saben que los tlamatimine enseñaban la toltequidad a los macehuales en el calmécatl. Que era sagrado un saber fundado en la palabra (¿utopía?). Que la palabra los dotaba de rostro, les daba identidad y un sentido de ser porque “formaba su corazón y confiaba en que el conocimiento humanizara a los humanos” (¿poesía?). A pesar del maravilloso rescate que nos dejara Miguel León Portilla para que -real o ficticio- nos enorgulleciera nuestro (supuesto) pasado, los macehuales de hoy no solo ignoran cuán valiosa era la palabra, SU palabra esencial, sino que solo los peores profanan las palabras de manera brutal; las profanaban porque para la peor gente y los falsos sabios cuanto cabe en las palabras carece de valor: se puede hablar sin decir y no pasa nada… O eso se cree.
Nadie en su sano juicio puede pasar por alto la gravedad de nuestra situación. La verdad es lo que es. Y lo que es es que todo corrompe la palabra amañada equivalente al embuste de quien, en su delirio, persuade a los necios mediante su habilidad para hablablablar sin decir, y por marrullar a diestra y siniestra porque sí, porque el capricho y la insensatez caminan con la indecencia.
Para el mexicano de a pie, la “historia” ni siquiera se parece a los restos amarillentos de un álbum de familia. Al releer a Sahagún entiendo la dualidad que pervive en el inconsciente colectivo. Él pronto advirtió que entre los nahuas y en contrapunto de los tlamatinimes, que mostraban y cultivaban lo mejor de sí para enseñarlo a los demás, existían en abundancia los amo tlamatinis o falsos sabios. Éstos, como el reverso de la moneda o contrarios en todo a los sabios, “no daban un rostro a los hombres ni a las mujeres”. Tampoco fomentaban en lo macehuales el cultivo de un corazón sabio, claro y prudente. “Los amo qualli tlamatini hacían perder cara a los hombres”. Los corrompían porque “eran como un espejo ahumado (teixcuitiani) que impedía a los hombres ver y reconocer su verdadero rostro.”
El prodigio de la lectura, además del goce, es su capacidad de dar en la diana cuando buscamos respuestas, abrimos la página y salta a la vista lo que queríamos nombrar. En este caso, el nombre del falso sabio, el amo qualli tlamatine, corruptor de la palabra, el que engaña e induce al mal a los hombres.